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miércoles, 9 de enero de 2019

LA TIJERA INDISCRETA





Apenas llegué de Valizas y estuve cinco minutos en la cocina supe que habían vuelto las pulgas. Mi ausencia, el calor y quizás otros gatos autoconvocados las habían traído consigo. No demasiadas, quizás: esa primera noche se me subieron a los pies unas tres o cuatro, que fueron convenientemente despachadas a pura uña hacia algún paraíso pulgueril del que no quiero saber, por el momento. 
Volví de los mandados por la mañana con la tapa amarilla de un frasco de Jimo asomando entre los quesos y las verduras. Pasado el almuerzo eché a ambos felinos al jardín y me dediqué con alma y vida a aplicar aerosol por todos los rincones. Antes de salir a tomar aire iba a dejar el frasco debajo de la pileta, junto a la basura, cuando los vi: otros dos Jimos de tapa amarilla, descansando alegremente desde el verano pasado y el anterior. Evidentemente somos un tanto predecibles (y desmemoriados), pensé. Las pulgas y yo repetimos el mismo ritual cada año, en el verano.
En los días siguientes la escena de la casa aerosoleada se reiteró dos veces más, porque la pulga es bicho volvedor. El domingo, en la feria, compré sendos collares para ponerle a Matilda y a León como parte del proceso de limpieza en todos los frentes posibles. A ella se lo puse de inmediato y no le gustó nada, pero en un par de días se olvidó del tema, como siempre. A él no me animé, también como siempre. Imaginen por un momento que tienen un gato viejo, tímido y arisco, que solo es mimoso con ustedes, pero que de todos modos siempre está en guardia, por las dudas. Ese es León. 
Ayer, después de encontrar la décima pulga (esta vez, para peor, en el piso de arriba) en cierto momento lo agarré medio desprevenido y le encajé el collar a prepo. Me miró con cara de traicionado, pegó unos bufidos y se fue corriendo, con el collar medio grande sin ajustar, pero puesto. 
A la noche, a eso de las diez y media, el hambre lo animó a entrar de nuevo a la casa. Me di cuenta de que le quedaban colgando como cuatro centímetros del ajuste del collar, y medio al pasar lo agarré para recortarlo con una tijera, así no le molestaba tanto, pobre. Pero me salió mal. El gato vio la tijera, se aterrorizó, pegó un respingo y se me fue de las manos. Empezó a maullar como loco, con la tijera colgando del collar, porque había quedado trabada. Y no era una de las pequeñas, ¿eh? Que en esta casa había un taller de costuras, y el susodicho implemento anda por los veinte cm de largo, cm más, cm menos. 
Situación: gato con tijera colgando, completamente enloquecido, corriendo por toda la casa y maullando como un condenado, hasta que se le ocurrió la peregrina idea de alejarse del enemigo (vulgo yo) y refugiarse en el rincón más escondido debajo de la cama, en el dormitorio chico. 
¿Recuerdan que les dije que el suceso tuvo lugar a eso de las diez y media? Bueno. Hasta la una y pico estuve hablándole, tratando de tentarlo con delicatessen varias, acompañándolo en silencio, dejándolo solo, en fin, todo lo que se me pudo ocurrir, y todo en vano. El pobre no se movía de su rincón; apenas emitía profundos sonidos de miedo, que me hacían desestimar cualquier operación desesperada al estilo de “levanto la cama y te saco como sea, te saco…”, porque ya se sabe que los gatos acorralados dan pelea, y el mío es un chico de barrio, acostumbrado desde siempre a defenderse. 
Al final me fui a dormir. Había puesto las sábanas a lavar y con todo este lío no tenía ni ganas de armar la cama, así que me tiré en el colchón con la almohada sin funda, y dormí unas cuatro horas. A las 4.45 me despertaron unos maullidos, pero no venían del dormitorio chico, sino de la ventana de mi cuarto: era Matilda, pidiendo comida. Le di, la saqué, visité al condenado y vi que todo seguía exactamente igual que como lo había dejado. Volví a mi cuarto pero no tenía sueño, así que miré unas cosas en youtube hasta que a eso de las seis me instalé en la Zona Roja, a ver si lograba algo con el acorralado. 
Le hablé lo más dulcemente que pude. Le llevé comida (que no quiso). Me tiré a leer en esa cama. Traté de acercarme hasta él, pero de repente una cucaracha muerta se me enredó en el pelo y retrocedí dando gritos. Sí, había olvidado contarles: el aerosol no parece ser muy efectivo con las pulgas pero había matado montones de cucarachas, que con el paso de las horas iban apareciendo patas para arriba en los más diversos lugares de la casa. Iupi.
Ya estaba evaluando pedir ayuda, pero no sabía a quién. ¿Haría una convocatoria abierta a través de las redes? ¿Buscaría al vecino que me había salvado de la rata hace unos meses? ¿Un veterinario? Este no era un tema de gato lastimado, porque la tijera lo molestaba mucho para caminar con ella colgando, pero no le había hecho nada. ¿Los bomberos? Ya podía imaginar sus risas oyendo mi llamada… Capaz que era cuestión de paciencia, pero ¿Cuánto podía resistir el viejito en su búnker? ¿Y si nunca salía, y se moría de hambre, de estrés o de un infarto? Mi cabeza era un torbellino; tenía el estómago hecho un ñoqui y no podía ni pensar en el desayuno.
A eso de nueve y media, estaba en el piso de abajo cuando oí de pronto los pasos en la escalera. Bah, pasos no eran: sonaba más bien como la pata de palo de un pirata apoyándose en cada escalón. Lo dejé bajar, mientras en medio del calor sofocante de la mañana me ponía un abrigo de invierno por las dudas de que resultara arañada. 
_ Me voy a abrigar porque tengo frío, ¿oíste, viejito? Y me pongo los lentes para leer, no porque tenga miedo de que me saques un ojo, ¿ta?- le dije, sin acercarme, todavía, pero fue inútil: apenas llegó al piso de abajo empezó a correr de un lado a otro de la casa, maullando y arrastrando la tijera por el piso. Yo había cerrado las ventanas y descorrido las cortinas, por las dudas, y también tenía a mano una manta. Se subió al banquito de la cocina, miró la ventana y me dirigió una mirada implorante. Me acerqué hablándole, fingiendo que le iba a abrir, pero en lugar de eso lo envolví con la manta y en un segundo le saqué la tijera, antes de abrir la ventana y dejarlo escapar corriendo, como alma que lleva el diablo. 
Matilda, desde el patio, me miró con cara de “¿qué le pasa a este?”. Le di un poco de sardinas y me fui hacia el frente: León ya iba a media cuadra. Cuando me vio, aceleró el paso y se perdió entre los jardines de los vecinos. Suspiré aliviada, saqué al frente también a Matilda y me puse a calentar un poco de agua. Ya era tiempo de desayuno, sin gatos, y en paz.

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