_ ¡Albino! ¡Albino! Despertate.
¿Qué es aquel mundo de gente al lado del alambrado? ¡Vení a ver, despertate, te
digo!
Mi
abuelo iba volviendo a la vigilia como todos los días, en cámara lenta, pero al
oír que había gente en su campo abrió los ojos y saltó de la cama tan rápido
que medio se enredó con las cobijas y terminó pateando sin querer al perro que
dormía al costado. Miró por el ventanuco del rancho. Efectivamente, aunque
lejanas, se veían varias figuras humanas y una cosa más grande con pinta de
camión. Un tractor parecía.
_
Mantené las gurisas adentro, Viterba.
Fue lo único que dijo mientras se
ponía el pantalón que estaba tirado en la silla del día anterior, manoteaba el
sombrero y sacaba el infaltable 38 de debajo de la almohada. La yegua se
sorprendió al verlo aparecer tan temprano porque el viejo nunca fue hombre de
madrugar, pero no dijo nada y partió al galope tendido, dejando a mi abuela a
los gritos en la tranquera y a las niñas
amontonadas contra la ventana preguntándose inútilmente qué era lo que estaba
pasando.
El viejo no desmontó. Llegó hasta el
alambrado y miró desafiante a las seis personas que allí estaban. En
realidad no era viejo en ese entonces; tendría unos cuarenta años y aún le
quedaba bastante del pelo que yo solo le conocí por fotos, sin contar con que
la actitud de gallito le restaba unos cuantos abriles y la costumbre de ser el
potentado del poblado Las Ratas lo había dotado de cierta postura soberbia y dominante.
Especialmente ahora, que comprobaba con la máxima incredulidad que la que
estaba al frente de esa comitiva era nada menos que la prima Corina Sosa, hija
del primer matrimonio de don Juan Brum, su abuelo.
_ ¿Qué está haciendo, prima?
_ ¿Y no lo ves? Cortando el
alambrado, pa’ marcar lo que es mío. Esta parte del campo me corresponde por
herencia y vos te la apropiaste, hijo’una gran siete. Ahora es mía.
La prima Corina tenía más actitud
beligerante que todos los hermanos, los que tímidamente de vez en cuando habían
anunciado que aunque mi abuelo pagara los impuestos, alambrara y sembrara el
campo desde muchos años atrás, ese reparto casero de tierras que le adjudicaba la
mayor parte de la herencia era más que dudoso. La discusión no había pasado de
las palabras hasta entonces, y al parecer ahora empezaba el reclamo en otros términos por parte de esa rama olvidada de la familia.
Pero el viejo no estaba para
disputas legales. Sacó el 38 y le apuntó directo a los ojos.
_ Si das un paso más te juro
que te mato, y vos sabés que no le erro.
Era cierto. Mi siempre madre cuenta que
el viejo tenía ojo de lince. Era capaz de bajar cualquier paloma al vuelo o de
acertarle a una pequeña perdiz entre los yuyos como si tal cosa. La prima
Corina miró al milico Grillo, el único de la comitiva que no era de la familia
y estaba ahí como zonceando, con ganas evidentes de rajarse a la primera de
cambio.
_ ¡Dale, Grillo! ¡Hacé algo! ¿O
para qué te creés que te pago?
El Grillo miró a mi abuelo, pasó
la vista por el 38 que seguía inmóvil apuntando a Corina y dijo algo de que la
autoridad no estaba para pleitos de familia y que él solo había ido para
mantener el orden. En asuntos de tierras no tenía nada que ver.
Mi abuelo se mantuvo firme
mientras los demás se miraban preocupados y poco a poco empezaban a recular
bajo la mirada despreciativa de la prima Corina. Al fin montaron en el tractor
y ya emprendían la retirada cuando escucharon desde lo alto de la yegua una
orden de alto.
_ Momentito. Ustedes no me dan un
paso más si no arreglan esto y lo dejan como lo encontraron.
Y tuvieron que remendar el
alambrado que en la embriaguez de la reconquista habían cortado, incluyendo al
Grillo, que fue el que más sudó la gota gorda para unir los alambres y reenterrar
los postes, devenido como por arte de
magia de milico a peón a sueldo por unas horas.
Una vez que se fueron mi abuelo
se volvió al trotecito para las casas, donde la vieja no paró una semana de
renegar por el susto que había pasado.
Meses después uno de los hijos de
Corina que había participado del suceso le pidió disculpas al viejo, que no se las aceptó.
_ Mirá, m’hijo, vos sos grande.
Tenés mujer y tenés hijos. Ya no podés andar diciendo que tu madre te obliga a
hacer las cosas, así que lo que hacés es por cuenta tuya. Andá pensando pa’ la
próxima.
Ni ley ni perdón.
Así era el Cerro Largo de mis
orígenes.
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