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domingo, 12 de agosto de 2012

Avenida Océano Atlántico, 832 (capítulo 7)





Empezó febrero. Un domingo por la tarde, en el bar “El submarino Peral”, con unas Coca Colas y muzzarellas de por medio, la hermana de Alfredo me bajó quinientos dólares del precio del 832, y cerramos el trato. Habemus rancho.
La transacción se hizo verbalmente, confiando en la honorabilidad de las partes, porque ni hablar de papeles en un pueblo construido totalmente sobre terrenos fiscales. Me quedaba una deuda con mis padres y la urgencia de reparar el rancho como fuera. Ya veríamos cómo.


El primer sábado de Carnaval volví, esta vez con Sandra, mi eterna compañera de salidas en Montevideo. Irse a Rocha en esos cuatro días es un clásico; el ambiente se pone un poco más denso que de costumbre pero la mezcla de fiesta, calor, playa y agite vale la pena.
Llegamos a mediodía, con lo cual la caminata fue un suplicio. Lo peor es la bajada a la playa sobre la calle principal, que es larga y de arena suelta; ya en la orilla la cosa se hace más llevadera.
Desde lejos vimos a mi rancho. Qué lindo sonaba eso. 



Al llegar la situación era desoladora; el techo estaba más caído, se desflecaba por todos lados, las golondrinas entraban y salían como si nada. El Correcaminos no se decidía a arreglarlo y nadie más quería (o podía) meterse con ese extraño quinchado hexagonal del 832, aunque Sandra y yo pronto olvidamos estos “detalles” para pasar un día precioso.


A la noche ella cayó en cama como una piedra y yo me quedé leyendo, gastándome los ojos con una semipenumbra movediza mientras el viento agitaba el fuego de las velas, siempre a un tris de apagarse. Las horas fueron pasando en silencio y mi amiga parecía haberse despedido del mundo hasta la mañana siguiente. Terminé por aburrirme de tanta quietud, y decidí que había que salir. Ya había hecho la caminata sola por la noche en enero, sabía que me daba un poco de miedo pero no demasiado, así que me arreglé, pregunté a mi amiga si quería salir y ante su somnolienta negativa me fui. En el pueblo encontré mucha gente conocida, pero todos se fueron a dormir temprano, sin ver que a nuestro alrededor la cosa iba entrando en ebullición. Volver al rancho resultaría muy frustrante, así que me fui a bailar sola. ¿Quién se iba a dar cuenta de que lo estaba si afuera era una boca de lobo y adentro igual, pero con música? De hecho nadie lo notó. Me divertí, encontré conocidos, hice otros nuevos, volví al rancho con las luces del amanecer y me encontré a Sandra despierta, lamentando no haber ido.
Igual, por las dudas, no volví a ir sola al Gaucho. Capaz que fue suerte de principiante el haber salido indemne, porque ese verano la cosa no pasó de dos o tres peleas por noche pero al siguiente hubo un apuñalado y todo.


Ese fue un viaje relámpago; pronto estábamos volviendo a nuestros hogares montevideanos, aunque, contrariamente a lo que algunos afirmaban por ahí, el verano aún no había terminado.



Había oído muchas veces de los lugareños aquello de que la mejor época para ir a Valizas es marzo, pero hasta ese año no había tenido oportunidad de comprobarlo. Comenzado el mes seguía sin elegir horas en Secundaria y coincidió que mi amiga Laura estaba de licencia, así que estuve un par de días porfiándole para convencerla de ir al rancho, hasta que accedió.
Llegamos en una hermosa mañana de sol y enseguida notamos encantadas el silencio y la paz del lugar. Casi nadie caminaba por las calles, la playa estaba desierta y seguía siendo verano; aquello era perfecto.
Algunas cosas extrañas, sin embargo, llamaron nuestra atención. Al llegar al rancho vimos que alguien había hecho fuego con las tablas que marcaban el camino hasta el pozo, por ejemplo, e incluso había una lata tiznada sobre los restos de maderas quemadas. Cosas mínimas que fueron pronto olvidadas para disfrutar de la playa. A la tarde salimos de caminata. En el rancho con la bandera de Jamaica pintada en las ventanas charlamos con una pareja que había llegado pocas horas antes que nosotras, quienes nos contaron que encontraron su rancho abierto, con evidentes señales de haber sido utilizado como dormitorio esa misma noche. Los intrusos hasta dejaron allí los restos de su desayuno, así que probablemente andarían cerca. Laura y yo nos miramos: primeras señales de miedo en nuestros rostros. Pero eso no era todo. Durante la noche alguien había incendiado un rancho que estaba un poco más hacia Aguas Dulces, del cual aún se veía el humito. Tal vez el fuego fue un accidente o tal vez no, porque después nos contaron que el dueño del rancho antes había denunciado a algún malandra habitual de la zona, así que la venganza existía también como hipótesis. No teníamos mucha pasta de detectives, pero fuimos hasta el lugar de los hechos. Aparte del humo nada quedaba del rancho, convertido en una mancha oscura sobre la arena como si se hubiera esfumado.


Ese anochecer, con las últimas luces, Laura se dio un baño con agua del pozo. Como estaba medio oscuro dejó la puerta entreabierta y desde ahí me gritó para que le alcanzara una toalla seca. En ese momento me llamó la atención un bichito de luz en la pared de La Balconada, el rancho de al lado, pero al mirar detenidamente vi que no se movía y su luminosidad no se apagaba. Me acerqué un poco hasta que comprobé que no había luciérnaga alguna sino un pequeño hilito de luz filtrado a través de un orificio en la pared de la casa. Había gente en La Balconada. No podía ser la dueña, porque hubiera venido a saludarnos, y además nadie llega a su rancho al atardecer para dejarlo cerrado sin ventilar. Ladrones. Tal vez piromaníacos, o una banda de malvivientes con intenciones de conquista...


Huelga decir que esa noche casi no pudimos dormir, aunque nuestros motivos fueron bien distintos: yo esperaba ver en cualquier momento la puerta del fondo volar en pedazos de una patada como en una película de acción, mientras Laura estaba aterrorizada por una tarántula que descubrió en el techo sobre su cama. Por si fuera poco, a eso de las doce, el perro que habíamos adoptado esa mañana se puso a ladrar con todas sus fuerzas en dirección al fondo. Ni se nos ocurrió ir a investigar, lo más que hicimos fue dejar una vela prendida sobre el piso (pese a lo peligroso del fuego en una cabaña de madera) y que fuera lo que fuera.


Ni bien amaneció saltamos de la cama e hicimos una inspección por los alrededores. Se veía un claro rastro de pisadas en el fondo que ayer no estaban. Cierta histeria montevideanensis me fue ganando, así que fui hasta el Súper Barrios a comprar té de tilo. ¡Para qué! Charlando con la gente de ahí me contaron que la mayor parte de los ranchos de las Malvinas estaban abiertos, muchos de ellos robados, y me llenaron de anécdotas referidas a la poca seguridad del pueblo, especialmente en lo que a la costa se refiere. Volví aún más asustada, y en el trayecto comprobé lo que me contaron: por todos lados se veían vidrios rotos, puertas apenas recostadas, cortinas al viento.


Es la típica situación de todos los años. Hay gente que incluso vacía sus ranchos cuando termina la temporada, deja sus cosas en depósito en el pueblo o se lleva todo a Montevideo, porque la costa es territorio de nadie. La policía no interviene, diciendo que no le compete, que es jurisdicción de la Prefectura, pero la sede más cercana de Prefectura estaba en La Paloma, a 50 kilómetros de Valizas. Así roba cualquiera. Por otro lado cada verano hay unos cuantos que se enamoran del paisaje y deciden quedarse a vivir ahí todo el año, sin la menor fuente de ingresos. Tal vez buscan trabajo, pero el invierno en el pueblo es duro; aparte de la pesca no hay mucho más que hacer, y se transforman en un castigo tanto para los turistas como (mucho más) para los pobladores permanentes.


Con uno de los pobladores permanentes justamente tenía yo que decidir ciertas cosas, de manera que allá fui. Encontré al Correcaminos arreglando el techo de un vecino, y le planteé la urgencia de que aceptara recuperar la quincha del mío, aunque omití por el momento contarle que lo había comprado, porque en enero él me había dicho, entre otras cosas:
_ Mira, si lo arreglo es porque es de Alfredo, al que le tengo mucho aprecio. Si fuera de otro ni me meto en ese baile. Además yo ayudé a levantarlo y no creo que nadie por acá se anime a entrarle al techo que tiene-
A él le sobraban trabajos para hacer, dada su proverbial fama de ser tan honesto como rápido y concienzudo. Tal vez por eso se siguió negando por unos días, hasta que una tarde vino de visita y se conmovió ante nuestra desesperación, o quizá le dimos lástima porque se nos había dado por decorar caracoles con óleos y estábamos creando unos adefesios espantosos. El caso es que por fin aceptó, muy a tiempo, ya sobre el final de nuestra corta estadía.


Volvimos a Montevideo, dejando al rancho librado a su suerte. Hasta julio o agosto no le entraron ladrones, así que no fue un mal invierno. Pero yo volví antes.

1 comentario:

  1. Estas crónicas me tienen enganchado, Mariela.

    Aquí me quedo con ganas de seguir leyendo.

    Un abrazo,

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