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viernes, 3 de agosto de 2012

Avenida Océano Atlántico, 832 (capítulo 6)


El verano siguió avanzando. Algunos llegaban, otros se iban, como siempre. Cuando le tocó el turno de irse a Marcelo, Mónica me pidió si les dejaba el rancho solo para ellos por una noche. Yo hubiera accedido, pero ya no me quedaban conocidos en el pueblo, aunque tampoco quería quedarme con ellos en la poca (nula) privacidad del 832. Tras varios intentos fallidos de conexiones neuronales, con quejas de mi cerebro porque no lo estaba usando desde hacía semanas, se me ocurrió una idea: lo que sí podía hacer para dejarlos un rato solos era instalarme en la pizzería de mi amigo Pepe, donde ya habíamos estado varias veces. Una noche con otra amiga incluso lo habíamos ayudado a cerrar el negocio, incluyendo la nada enojosa tarea de terminar los bizcochos que quedaban acompañándolos con un tarro de dulce de leche casero. Él no pondría reparos a que me quedara un buen rato, así que armada de un libro ocupé una mesa y me puse a leer a la luz de una vela, porción de pasta frola y refresco de por medio. Llegué con las últimas luces del atardecer y elegí una mesa pequeña en un rincón. La idea era que a eso de la medianoche Mónica y Marcelo vinieran a buscarme, para volver al rancho los tres juntos a la madrugada.


Ya se había corrido la voz de lo ricas que eran las pizzas de Pepe, y el local pronto se fue poblando de caras y de voces. Venían, se encontraban, charlaban, tomaban, unos se iban y otros llegaban. Una vez, otra. Ahí empecé a entender lo que es la soledad. No tenía un conocido ni por casualidad. El tiempo pasaba y yo seguía leyendo y leyendo. Horas más tarde empezó a darse el proceso inverso: las personas comenzaron a irse, la pizzería fue quedando vacía y los silencios se hicieron cada vez más largos.


Por entonces ya había leído todo el libro, que era de autoayuda pero no tenía un capítulo con indicaciones de “Cómo Superar El Abandono De Sus Amigos En Pepe Pizza”. Habían pasado cinco horas, y nada. Aquello era un bajón. Yo ya andaba medio depre por la partida de Diego, pero traté de minimizar la situación. Charlé un rato con Pepe, lo ayudé a cerrar el local y marché para mi rancho, pero al minuto me volví, porque la noche estaba tan negra que no me animé a encarar la caminata. Le pedí a mi amigo un hospitalario asilo diplomático a lo que él accedió, no sin antes aclararme que no era la única, porque en su rancho ya estaban durmiendo otras tres mujeres, todas ellas esposas de sus amigos.
_ Debo ser muy confiable. -fue su comentario, mientras se las ingeniaba para armarme una cama vacía en la oscuridad. Un solcito, Pepe. Yo lo quería mucho.


A la mañana, ya en el rancho, me enteré de lo sucedido. Mónica y Marcelo se habían quedado dormidos, pobres ángeles. Despertaron a eso de la medianoche y concluyeron que yo seguramente me las arreglaría de alguna manera, así que siguieron con su merecido descanso. ¿Preocuparse por mí, disculparse al día siguiente? En fin. Sin palabras.


Esa tarde fui hasta el único teléfono monedero del pueblo, a contarle todo a mi amiga Laura. Se ve que estuve tan patética que la convencí de venir a Valizas antes de lo previsto, en labor de rescate emocional, porque llegó con su hermana Analía alrededor del veinte de enero. Como era previsible, con su llegada comenzaron a darse algunos roces con Mónica, acostumbrada a acapararme, quien no se había dado ni cuenta del enfriamiento de mi actitud hacia ella a raíz del incidente Pepe Pizza.


El tiempo comenzó a descomponerse, y al primer día nublado la previsible reacción de mis amigas fue enfilar a dedo para el Chuy, donde pasamos la tarde. Era parte del sistema tradicional de salvataje anímico: sumergirse en el polvo, las ofertas y las interminables góndolas de los supermercados brasileros.
Con el consumismo del bagayo, que ese año estaba muy barato, se nos pasó la hora y perdimos el último ómnibus a Valizas. Cuando fuimos a preguntar sólo quedaba un Rutas del Sol que nos dejaba en Aguas Dulces y finalmente lo tomamos, pensando que algún medio de transporte local uniría dos balnearios tan cercanos. Pues, no, no había nada hasta la medianoche, para la que faltaban varias horas. La camioneta roja que llevaba pasajeros hasta el Cabo no viajaba de noche y en caso de hacerlo nos cobraría un dineral, así que, sin otra posibilidad, bajamos las tres a la playa y empezamos a caminar.

Los cinco kilómetros entre Aguas Dulces y Valizas se hicieron cortos para Laura y para mí, que fuimos como siempre trazando planes para el futuro y proyectando cambios de vida. No íbamos muy cargadas, apenas con una mochila cada una, porque la mayor parte de lo comprado lo traíamos puesto. Disfrutamos de la noche, incluso cuando empezó a caer una llovizna tranquila sobre nuestras cabezas. Éramos tres siluetas solitarias en la inmensidad de la playa, y estábamos encantadas. Pero el plural, justo es aclararlo, no incluía a Analía. Analía no hacía planes para el futuro ni elaboraba proyectos de vida, sino que iba sola detrás de nosotras. Venía llorando, como comprobamos cuando le preguntamos cómo andaba y no nos contestó. No me quedó claro si el llanto era por miedo a que la atacara alguna patota agazapada tras las dunas en medio de la oscuridad (mis amigas a veces superan mis neurosis) o si era porque los borceguíes nuevos que había adquirido en el Chuy le venían destrozando los pies. Supongo que las dos cosas pero no estoy segura, porque no quiso hablar ni con Laura ni conmigo, a quienes consideraba culpables de todos sus males.


(Analía no pertenece a este mundo. Quiere caminar por él con sus sandalias de plataforma y sus ropas de Montevideo y uno no puede menos de pensar qué hace en Valizas, cuando todo su ser clama por Punta del Este o por lo menos La Paloma. Verla sacar agua del pozo es un deleite, porque en vez de subir el balde se va alejando, de modo que para cuando aquel está arriba ella se encuentra a cinco o seis metros del pozo y empieza a pedir a gritos que alguien haga algo, mientras derrama en la arena la mitad del agua.)


Llorando o encantadas, el caso es que llegamos al hogar una hora después, y lo encontramos a medio inundar. Eterno problema de Valizas: no hay rancho impermeable. La lluvia solía colarse en el 832 por los marcos de las ventanas, imperfectamente ajustados a las paredes, pero en el verano del 94’ nuestro hogar contaba además con un hermoso agujero en el techo por el cual el agua se deslizaba a raudales. Se ve que Mónica, refugiada en el entrepiso y pensando en su amor allende el charco, no vio lo que estaba pasando abajo, de modo que al llegar encontramos un par de sábanas y varias prendas de vestir ensopadas, además del piso mojado.
_ ¿Me trajeron algo? _fue su primera pregunta luego de echar una mirada a nuestras manos sin bolsas de El Cairo.
Nos miramos con Laura y Analía. No solo no le habíamos llevado nada sino que ni siquiera habíamos pensado en ella en todo el día, pero Analía se compadeció y sacó una bombacha de su mochila.
_ Sí, te elegimos esto. Espero que te guste. Ah, y hay ticholos y bombones, servite.
Nos derrumbamos en la primera cama seca que encontramos, mientras Mónica daba cuenta de las golosinas que amaba pero era incapaz de comprar.


Al día siguiente a primera hora apareció Pancho a visitarnos. Venía muy molesto a presentarnos las quejas por el comportamiento de Mónica el día anterior. En medio de la tormenta él iba a ir al pueblo y se acercó hasta el rancho a preguntarle si quería que le hiciera algún mandado, pero resulta que nuestra “amiga” no sólo no quería nada, lo que no estaba mal, sino que se negó a abrirle la puerta, porque estaba sola. Nos costó un par de horas calmarlo, lo que logramos recién cuando le pedimos que nos contara historias de su vida en Suecia, mostrándonos interesadas en todos y cada uno de los detalles de sus cuentos.

Un par de días después volvió Pancho, esta vez con una porteña con la que estaba saliendo, quien quedó tan impactada con el 832 que me pidió el teléfono de la dueña para comprarlo. Cuando se fue, Laura me preguntó si me había tarado, porque yo tendría que comprar ese rancho que tanto me gustaba, no ofrecérselo a la primera que apareciera. Yo no la tomé en consideración; no tenía muchos ahorros, y el albañil que había consultado antes me había hablado tan mal del futuro de la cabaña que ya había asumido que eso sería tirar la plata, aunque de alguna manera la idea me quedó en el subconsciente. Respecto a la porteña, cuando llamó a Buenos Aires para pedirle plata a su papá le dio ocupado, al minuto se olvidó del tema y puso punto final a las intenciones de compra. Yo me vine a enterar de esta parte de la historia hace poco, leyendo un libro sobre el Francés en el que encontré relatada la situación. Quedé descolocada: nunca me había pasado eso de leer algo que formara parte de mi propia vida, hasta que me di cuenta de que el autor del libro, un tal Francisco, no era otro que nuestro Pancho.


Una tarde en que estaba haciendo una siesta en la hamaca fui despertada de pronto por Analía. En la puerta estaba un muchacho preguntando por la dueña del rancho y se ve que yo era por entonces, si no la dueña, al menos la persona más cercana a la misma, así que lo atendí. Quería pedirnos permiso para hacer un dibujo del exterior del 832, que con su techo caído era un motivo artístico muy tentador. Estuvo un rato en esa tarea, mientras las cuatro mujeres de adentro coincidíamos en que no tendríamos ningún problema para oficiarle de modelos si era necesario. Después vino a mostrarnos su obra, que fue sinceramente elogiada por todas, y se quedó un rato disfrutando de su condición de hombre lindo, aunque con evidente timidez. Estudiaba en el centro de Diseño, incluso era amigo de algunos de nuestros compañeros de la Escuela. Años más tarde nos volvimos a ver, en Bellas Artes, ocasión en que el dibujo del rancho sirvió de oportuna excusa para un encuentro montevideano. Pero esa es otra historia. Al dibujo aún lo tengo.

Poco a poco el tiempo volvió a arreglarse. Decidimos ir las cuatro al Cabo caminando, aunque andábamos un poco preocupadas por el talón de Analía, que se había lastimado tras la caminata desde Aguas Dulces. La ampolla se había abierto por un costado y estaba llena de la arena negra de Valizas (que según Pancho tiene ciertos mínimos niveles de radiactividad), con lo que el talón parecía tener un enorme lunar. Pero el problema no era la estética, sino el dolor. Analía no podía ni soñando ir así hasta el Cabo. Ella lo propuso, sin embargo, temerosa de ir sola en el jeep y desencontrarse con nosotras. Al final terminó esbozando un tímido:
_ Mónica, ¿no querés venir conmigo en jeep? Dale, yo te invito.
Ante la gratuidad del paseo la otra prestamente aceptó, sin ninguna sorpresa por nuestra parte. Cosa que era gratis, cosa a la que Mónica accedía. Se fueron al mismo tiempo que nosotras, a la tarde, pensando hacer algo de playa al llegar. Laura y yo hicimos la caminata sin prisas pero sin pararnos en cada caracolito (lo cual fue un mérito de mi parte), de modo que a la caída del sol estábamos entrando al Cabo. Fue grandioso. Era la noche de la luna llena, con todo el mundo en una punta o en la otra, optando por la puesta de sol o la salida de la luna, simultáneas e indescriptibles.


En el quiosco de Palito, como habíamos quedado, encontramos a Mónica y Analía, esta última temblando de frío y de muy mal humor. No había llevado ni un abrigo y al atardecer como siempre ya había refrescado; nos costó mucho convencerla de no pegar la vuelta ahí mismo. Al fin nos fuimos a los bolichitos de la playa, comimos buñuelos de algas y el mal humor fue remitiendo. Hicimos noche en la Taberna del Lobo, donde el agite era impresionante, con asado gratis, tambores y unas mujeres que danzaban frenéticamente. Era la Fiesta de la Luna Llena. Todo el mundo se había juntado en la Taberna, aquello estaba en ebullición... menos nosotras, que nos aburrimos, como siempre que vamos al Cabo, y hasta nos dormimos, sentadas a una mesa, a un costado de la acción. En cierto momento a Laura le vino un ataque de angustia y no le quedaba ni un cigarrillo, así que le pidió a Mónica, que había encontrado una caja llena un rato antes en la playa, pero ella se lo negó, diciendo que le quedaban pocos. Una joyita, la tal Mónica.


Al día siguiente mis amigas se volvieron en el primer jeep que salió, en tanto yo tuve que cargar caminando con la otra, que para peor se lastimó un dedo del pie y cuando vio una gota de sangre casi se desmaya. “¡Me herí, me herí!” gritaba mirando el cortecito de un milímetro, mientras se iba poniendo blanca como un papel. Estábamos en lo alto de una duna. Como pude, no solo contuve la risa sino que hasta le llevé un poco de agua de mar, mientras un grupo de vacas nos observaban sin hacer comentarios.


A nuestra llegada el panorama era tan desolador como cuando volvimos del Chuy, porque durante la noche había caído un diluvio en Valizas y todo estaba mojado. Enero no parecía ir mejorando, sino todo lo contrario. Casi empezaba a extrañar mi casa en Montevideo.

Los últimos días estuvieron nublados y frescos. Laura y Analía se habían vuelto a la ciudad y yo trataba de llevarme bien con Mónica. El día en que nos volvíamos salió el sol de nuevo, y ya estábamos en la agencia de ómnibus cuando nos dimos cuenta de que habíamos olvidado con el apuro un montón de comida sobre la mesa. Pensábamos dársela a Pancho, que se quedaba unos días más, pero si la dejábamos ahí se iba a descomponer. Eran las seis y cuarto; aún daba el tiempo si me apuraba. Fui a toda velocidad. Cuando entré al rancho encontré sobre la mesa, además de la comida, la billetera de Mónica con su pasaje, dinero y documentos. En el camino de regreso me di cuenta de que había perdido una pulserita que me había dado Diego antes de irse: era una lástima, pero no me daba el tiempo para volver a buscarla. Por suerte no hizo falta, porque justo cuando llegué a Rutas del Sol mi compañera de viaje la encontró tirada a sus pies, entre la arena. Yo le llevé su billetera, ella encontró mi pulsera, en una suerte de karma instantáneo. Pero aquella amistad tenía las horas contadas.

Querida Valizas: Mónica y yo te prometemos volver. Cada una por su lado.

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