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domingo, 17 de febrero de 2019

La tourist guide





Eran las ocho de la mañana cuando salí de mi casa en la calle Arbolito. El sábado se preveía soleado y caluroso, así que llevaba en la cartera un par de protectores solares y un frasquito de repelente, por las dudas. A último momento decidí agregarle un toque minnesotiano a mi atuendo y me calcé en la cabeza la bandana del Star Tribune, que al ser de un color verde fuorescente facilitaría que los yanquis a los que iba a recibir me pudieran ver desde el barco, más o menos. 

El camino desde Plaza Independencia hasta el Mercado del Puerto lo hice en tiempo récord por las calles desiertas de la Ciudad Vieja. El día anterior un amigo me había explicado que los cruceros salen por la calle Yacaré, de manera que a las nueve de la mañana ya estaba yo ahí parada, en la esquina de enfrente. Desde lejos divisé a Geoff y Gene. Nunca antes los había visto en persona, el único contacto había sido a través de mi amiga Cecilia en Minnesota, pero dos factores contribuyeron a su identificación: eran los únicos hombres que no andaban con mujeres, y apenas me vieron me empezaron a saludar. 

Geoff tiene mi edad, es contable, y su esposa es amiga de Cecilia, en Minnesota. Muy agradable, tranquilo, inteligente, sensible y observador. Gene, su amigo, está a punto de cumplir los 90 y de tener su primer bisnieto. Fue docente de una materia paralela a la mía en su país y ahora lleva tanto tiempo retirado como los años que trabajó antes: 32. Antes de conocerlos reconozco que había pensado dividir el paseo en etapas, para que Gene no se nos agotara, pero pronto vi que estaba totalmente equivocada: el viejo tenía más pila que los otros dos juntos. 

 Ellos iban a estar solo seis horas en Montevideo, así que no daría para mucho Bus Turístico ni para cambios de escenario. Empezamos a recorrer la Ciudad Vieja por las peatonales, mientras Gene me acribillaba a preguntas y yo descubría que el First de la Alianza se defiende, todavía. Dos por tres alguien los saludaba, porque la Ciudad Vieja estaba llena con la gente del crucero, que eran más de tres mil, solo de pasajeros. Sacamos (yo también) varias fotos, entre ellas una del mural de los ojos de Galeano que me agarró desprevenida y les dije que era Salvador Dalí. Una guía estupenda. 

Entramos a la Iglesia Matriz (que Gene me preguntó si era Basílica y le dije que no, pero después Wikipedia me confirmó que sí), la recorrimos, y pasamos a la feria de la plaza. Allí el veterano eligió un gorro para su nieto, pero cuando fue a pagar no encontró la billetera. Nos sentamos en un banco de la plaza, revisó veinte veces, y nada. Oh oh, pensé, los cholearon y no me di cuenta, mierda! Pero no, porque Gene aseguró todo el día que él fue a poner la billetera en el fondo del bolso y la debe de haber puesto afuera, sin darse cuenta. 

Hablamos con varios policías, nos tomaron datos y nos mandaron a la Primera, a hacer la denuncia. Y allá fuimos, pero antes pasamos por la Ciudadela, la Plaza y el Solís. Del Cabildo me olvidé por completo. Gene iba de buen humor, pese a que había perdido sus tarjetas, su identificación personal, licencia de conducir y un largo etc, junto con unos cien dólares. “Solo estoy reduciendo la herencia de mis nietos”, dijo. La Primera queda cerca del Mercado del Puerto; un joven amable y con buen inglés nos atendió pero no pudo hacer nada, porque no teníamos el número de pasaporte de Gene (que por suerte no había sido extraviado, sino que estaba en el barco). Y allá fue él a buscarlo, mientras Geoff y yo tomábamos algo y seguíamos de charla en un bar de Yacaré, a dos cuadras del crucero. 

A la media hora, Gene aún no había vuelto. Geoff y yo empezamos a ponernos nerviosos, hasta que vimos su camisa celeste aparecer a lo lejos. Venía caminando a todo ritmo, porque le habían hecho perder mucho tiempo los del crucero. Volvimos a la Primera, pero sorpresa sorpresa: ya no había nadie para atendernos, porque hasta las dos de la tarde el joven amable no volvía. Gene desistió de hacer la denuncia. Recorrimos un poco más por la vuelta y terminamos almorzando en el Palenque, con toda la parafernalia de cantores de ocasión entonando boleros y cosas para nada uruguayas. Un grupo de tambores con un trompetista recorría la zona, mientras a su lado danzaba desmañadamente una joven y los turistas se desesperaban por registrar la supuestamente típica escena. 

Tras el almuerzo, como nos sobraba una hora, nos tiramos hasta la Escollera Sarandí, pero solo para ver la rambla, porque el ambiente estaba un poco salado, y en seguida les propuse la vuelta. Tres flacos sin remera andaban a los gritos alentando a Peñarol, y la verdad es que me ganó el prejuicio. Ya era bastante con haber perdido los documentos, para qué arriesgarse a algo peor. Volvimos a la peatonal. Gene iba perfecto, pese a que andaba de camisa manga larga y el sábado de verano estaba cada vez más picante. Nunca se rezagó, ni dejó de hacer preguntas o de introducir elementos de humor a la charla. Venía feliz porque había visto pingüinos en Puerto Madryn, y me contó que vive en un campo pequeño, donde solo hay ardillas, venados y algunos coyotes. Ha viajado por todos lados, y está planeando ir a África, para no morirse sin haber visitado todos los continentes. Un divino, el viejo. En mi próxima vida, quiero ser él.

Y eso es todo. Nunca encontramos los documentos, pasamos unas horas preciosas y nos despedimos frente al Puerto con un abrazo, como si nos conociéramos de toda la vida. 

Cosas que pasan. 

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