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domingo, 20 de enero de 2013

MIÉRCOLES DE CLÁSICO EN JAUREGUIBERRY









_ Bueno, mejor te dejo descansar y no hablo más por un rato.
Recuesta su cabeza en el asiento y se queda pensando; sé que no demorará dos minutos en arremeter de nuevo con el cuasi monólogo que lleva ya la mitad del viaje de Montevideo a Jaureguiberry.
            La culpa es mía; ¿qué tengo que andar saludando viejos en las paradas de ómnibus? Demasiado bien sé que si les doy “un real de charla”, como dice mi madre, se convierten en un pegote a la segunda palabra amable.
            Este de hoy andará por los ochenta y pico. Derechito, de ojos claros, con un tono de voz agradable y una tendencia infalible a ver lo peor de cada situación.
            _ Acá no se puede plantar porque no hay tierra: puro arenal, nomás. Sí, frutilla y sandía puede ser, pero ni eso crece: mucho sol y mucha hormiga. Ah, usté dice juntar restos de comida para hacer un canterito… No, m’hija, eso no sirve porque el yuyo se come toda la tierra. Los otros días vi un ciervito Axis en la carretera. Precioso. Lo había matado un coche. Lo que sí se ve seguido es víbora: cruceras, yararás, de todo. Y no hay médico cerca, ¿eh? Yo en invierno estuve esperando que me parara un ómnibus como una hora, porque andaba con bronco espasmos y quería ver un doctor en Piriápolis, y al final terminé con congestión. Es que los choferes a veces te ven y ni te paran, se hacen los vivos.
            Como era inevitable la charla continuó sin interrupciones. Había tenido una mujer, muerta hace doce años, varios hijos (“a uno me lo mataron”) y una novia con la que estuvo siete meses en 2009.
            _ Yo la tenía como una reina. Le compraba dátiles de Tienda Inglesa, nueces, lo que ella quería. Y ropa. De la barata, eso sí, pero ella con su jubilación solo compraba el pan, nada más. Era bien derechita y delgada. Una vecina después me dijo que parece que al segundo marido lo había matado; yo no sé… Siempre me decía que yo era su ángel de la guarda y que cuando me muriera me iba a tener de la manito hasta el final, pero un buen día se fue. Ni avisó: se fue. Ochenta años, tenía ella. No sé qué le pasó.
            Pobre viejo. Me entra a jugar la tristeza, que se va de a poco haciendo culposa cuando me invita a pasar por su casa a tomar un té o un café en estos días en que estaremos de vecinos. Trato de decirle que no, se lo insinúo con toda la fuerza que puedo sin llegar a ser maleducada pero él no me escucha y repite que pase por ahí, que tiene un gato y tres perros malcriados, que le voy a dar una alegría al pobre viejo (se nombra así, en tercera persona), que vive solo al Norte del balneario y no ve a otras personas más que cuando va a cobrar la jubilación a Montevideo.
            Me bajo del ómnibus y sé que no pasaré por su casa para no crear un lazo de afecto y dependencia que pudiera hacerse difícil de cortar. La adicción a la culpa no es lo mío. Pero no me siento bien con esa decisión. Quién me manda andar saludando viejos en las paradas.

Ya instalada en Jaureguiberry, a la caída de la tarde salimos de recorrida por el balneario Julio, Roxana y yo. Nos mueve más que el deseo de ejercicio la curiosidad de saber si esto es todo, si el pueblo es solo este manojo de predios gremiales con unas pocas casitas abandonadas en medio de un bosque gigantesco lleno de aves y viento. Hace tres días que estamos aquí y no hemos encontrado más comercio que el almacén de Maurente, pero unos chicos nos dijeron que tal vez sobre el puente hubiese algo abierto, aunque no estaban seguros.
A un par de kilómetros de la colonia de vacaciones encontramos, al fin, un sitio parecido a una urbanización. Había calles, otro almacén, alguna persona caminando, perros, juguetes y bicis en los porches de las casas que no estaban tapadas por la maleza. Salimos al arroyo para descubrir un paisaje soberbio de agua, arena, barrancas y luna. De todos modos el amor por el pueblo se nos enfrió un tanto a las dos cuadras, cuando un cimarrón nos cortó el paso por un camino angosto y solitario y casi pegamos la vuelta, aunque con gritos y actitud firme neutralizamos el ataque y conseguimos llegar hasta el bar de la ruta.
Esa era una noche  de clásico, de manera que nos instalamos afuera frente a una ventana para, bebida y pizzas mediante, esperar que comenzara, no el evento deportivo (que poco nos interesaba) sino la afluencia de público para verlo en el Yacht Club de Jaureguiberry.





El primero con el que charlamos fue un veterano de más de setenta años que paseaba con correa a una cachorra Yorkshire simpática y demandante.
_ Yo tenía a otro, hasta hace unos meses, pero me lo robaron. Lo dejé solo unos minutos frente a la Colonia de FENAPES y me lo llevaron. No sé quién pudo ser porque había un simposio con 160 estudiantes, pero tuvo que ser uno de ellos. No tengo consuelo: lo busqué por cielo y tierra. Hasta puse papeles pidiendo que me lo devuelvan, que hay diez mil pesos de recompensa. Y los tengo aquí mismo, ¿eh? No es un invento._ aclaró, sacando del bolsillo del short su gorda billetera de cuero marrón.
Mi cabeza ya estaba comenzando a evaluar la posibilidad de pegar papeles en el IPA que ofrecieran una recompensa de $3000 por el perro cuando cambiamos el ángulo de sociabilidad y nos pusimos a charlar con un pelado y una pareja que llegó con bebé y perro policía. El pelado, Jorge, venía a Jaure desde hacía 55 años (su edad), en tanto los del bebé eran advenedizos, una arquitecta cuarentona y su barbudo y gordo marido, con rancho de reciente construcción.
_ Lo que pasa en este pueblo es que el Intendente solo se ocupa de darle predios a los gremios, sin exigirles contraprestaciones. Cuatro gremios hay, cuatro, que no pusieron nada por el terreno, que pagan cero peso de impuestos y lo único que se les pide a cambio es una bajada a la playa a construir de acá a treinta años… Ahora con toda esa gente la napa freática está contaminada; ya no hay pozo que no esté contaminado hasta los dieciocho metros de profundidad. Ojo que no es contra ustedes, ¿eh?, sino contra el que decide todo eso.
_ Jaureguiberry ahora tiene un boom de la construcción_ terció el del perro, dejándonos con la boca abierta ante semejante revelación, tan en pugna con nuestras apreciaciones visuales del balneario_ Se está haciendo pila de casas y no se planifica nada.
_ Ah... ¿Y hay víboras por acá?
Adivinen quién salió del tema.
_ Sí, haber hay pero no tantas, ¿eh? Yo la última que vi fue cuando mi hijo era así_ aclaró el pelado, poniendo la mano a un metro del piso_ y hoy tiene 17. Se estaba dando una ducha en la canilla de afuera y cuando quiero ver había una rama al lado del botija. ¿Y esta rama? Y cuando vi lo que era le clavé una pala en la cabeza. Una crucera.
_ ¿Y esto de acá enfrente de quién es?_ preguntó el barbudo de la pareja, aludiendo al terreno frente al arroyo
_ Ah, ¿esto? Parece que es de una de las descendientes del viejo Jaureguiberry, que hizo una prescripción con testigos truchos y se quedó con un montón de terrenos frente a la costa. Igual no todos son para construir, porque se inundan, pero algunos sí.


La noche avanzaba. En las mesas de afuera nadie miraba el partido y la charla daba para todo. Yo por mi parte estaba concentrada a medias en la conversación, en tanto la otra mitad de mi atención se centraba hacía rato en un cincuentón de bigotes y ojos claros que entre cigarro y cigarro me miraba con insistencia. Tenía cierto aire de Suboficial Bermúdez, aunque mi amiga opinaba que milico con zapatillas de jean no tenía visto…
Al final del primer tiempo nos vino un poco de cansancio, y pegamos la vuelta. Saludé al Suboficial, que me hizo un gesto simpático al pasar junto a su mesa, y comenzamos la caminata de un par de kilómetros hasta la cabaña, alumbrados con linternas por si las cruceras.
            No sé si encontramos alguna, porque la viboreja que nos cruzó a la media cuadra era oscura pero no le vi los dibujos. Lo que sí vi fue la camioneta del bigotón, que se acercó a nosotros y propuso llevarnos hasta la colonia. Qué momento. Fue como retroceder diez casilleros en el túnel del tiempo y encontrarse en la década del ochenta. Evalué la situación por un microsegundo. A la tercera imagen de mi cuerpo descuartizado en las blancas arenas de la playa con las cámaras de Teledoce alrededor, ya había tomado una decisión: no. Yo qué sé si además de lindo era buena gente. Charlamos un rato, de todos modos. Muy serio, de voz grave, bien diferente de los guarangos que en general conozco (que por otra parte son los que me gustan). Terminamos el camino a pie, riendo y mirando al piso, por si acaso.
            Al cincuentón y sus hermosos ojos claros no los volví a ver, y ese fue el final de nuestra noche de clásico. Muy linda la playa y el paisaje de Jaureguiberry. Primera y última vez que vamos. 







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