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sábado, 21 de julio de 2018

Ante todo



Yo siempre he sido, ante todo, una persona muy tranquila. Por eso me sorprendí cuando vi que ya íbamos unas cuatro horas de vuelo y no había logrado pegar los ojos ni siquiera medio minuto. Resultaba raro en mí, que no sufro de miedo a los aviones ni tengo problemas para estirar las piernas en el escaso espacio de la clase turista. Quizás lo que me estaría complicando para conciliar el sueño era cierta dificultad respiratoria propia de los últimos días, producto de un incipiente resfriado. No tenía mocos (o no muchos), pero el aire no terminaba de encontrar un camino despejado para entrar ni para salir. En alguna parte había algo obstruyendo su paso.  

Ojalá sea solo un resfriado, pensé, recordando que la última vez que volé la comida de a bordo me había caído tan mal que pasé todo el viaje vomitando, para delicia de los desconocidos de ambos lados, porque iba en medio de una fila de tres. Ahora me había tocado el pasillo. Miré a mi alrededor: en caso de que me volviera a pasar lo mismo ya podía imaginar la cara de asco que pondría la pituca sentada a pocos metros, enfrente. Si arrancaba una función de vómitos made in Uruguay se le iba a desarmar el brushing progresivo, por lo menos. La miré con disimulo, y debo reconocer que me empezó a recorrer cierta envidia. No por el marido, un pelado regordete con pinta de autoritario que al comienzo del viaje pensé que era el padre, sino por la piel y el cabello cuidados, las pulseras de plata, la blusa blanca de seda, el saco gris con pinta de comprado en viaje y hasta los zapatos de taco aguja con los que yo jamás podría caminar. Eran negros, de charol; cuando la regia los movía se les reflejaban las luces del techo en las puntas, tan finas como los tacos. 

Miré el reloj: aún tenía por delante cinco horas de vuelo, y más allá del resfriado lo cierto es que no me estaba sintiendo muy bien. Me pregunté si sería tiempo de activar el protocolo de alarma sanitaria nivel 1. Revisé entre las revistas y las tarjetas con indicaciones del bolsillo del asiento: ahí estaba la mareo bag, dispuesta a servirme en caso de ser necesario. Tragué saliva. La sugestión empezaba a avanzar sin compasión de mí ni de las potenciales víctimas de los alrededores. Algo andaba mal. La náusea moderada devino en escalofrío; comencé a sentir empujes alternados de frío y de calor; no estaba segura de si sería mejor abrigarme o desvestirme. Tenía las paredes del abdomen durísimas, no precisamente por ir al gimnasio, sino de los nervios del viaje. Cuando el de atrás me clavaba las rodillas en la espalda o movía mi asiento al sujetarse a mi respaldo me venían unos retortijones que me obligaban a elevar los ojos al techo y mantener los puños apretados por medio segundo. Mientras, lo puteaba por dentro con deseos cada vez más desproporcionados de que se fuera a la mierda, de ser posible en el mismo baño del avión.
En cierto momento tuve un amago de arcada. Sé cómo es esto, se cómo comienza, sé cómo termina y, especialmente, sé qué significa. Significa que me estoy convirtiendo en mi vieja. Es ella la que vomita cada vez que se pone nerviosa. Yo soy la sana, la fuerte, la joven. Mi madre es una viejita frágil desde que cumplió los 35 y arrancó dos por tres a decirle a mi padre aquello de "mirá que ya no podemos comer cualquier cosa, que estamos por cumplir los cuarenta, ¿eh?".

Y ahora esto. 
 
Respiré hondo, junté coraje y recorrí como pude los diez metros que me separaban del baño. Por suerte estaba cerca. El avión iba pasando por unas turbulencias, nada dramático: solo me tambaleé un par de veces, y le pisé la punta del zapato de charol negro a la regia de enfrente.

_ Sorry- murmuré, y me sorprendió la ronquera de mi voz. La mujer no respondió.

Una vez en el baño confirmé que no quería en verdad ni vomitar ni orinar; aquella había sido una excursión por las dudas a un terreno seguro, armada por mi inconsciente para irme preparando por si de verdad lo necesitaba de aquí a un rato. Cuando enfrenté al espejo entendí por qué la regia me miró apenas una milésima de segundo y desvió los ojos como para invisibilizarme: yo estaba despeinada, con el maquillaje de un ojo medio corrido y una expresión de cansancio absoluto en la cara y el cuerpo. Un desastre. Encima se me había ocurrido viajar de camisa a cuadros, vaquero y championes: era un tipo. Un tipo de pelo largo, rubio y de rulos, pero un tipo. El Pibe Valderrama, mierda. O capaz que un personaje onda country de las películas de los noventa, una señora bonachona con ropas de leñador. Una osa. 

Así no voy a conquistar nunca a nadie, pensé, y recordé que esa noche mi amiga Cecilia pensaba presentarme al hermano de su roommate, un tal Jeff. Por la foto no parecía gran cosa el tal Jeff: poco pelo, demasiado rubio, con esa cabeza rectangular típica de los yanquis, especialmente de los que van a la guerra, pero nunca se sabe. Claro que en la valija tenía ropa para ponerme; una ducha y un poco de pintura arreglan cualquier desajuste, pero por lo pronto esto no parecía ser una tarea fácil. Me miré un poco más de cerca: ¿qué eran esas manchitas que me estaban saliendo en la pera? ¡Puta madre, me estaba brotando! Aunque no, bien mirado, aquello no era una alergia. Miré de nuevo, entrecerrando los ojos para compensar la miopía, y tuve que ahogar un grito.  No eran granos: eran pelos. Me estaban creciendo pelos como de barba. Aquello no tenía pies ni cabeza, ¿cómo voy a tener barba? Me seguí mirando la cara de cerca: ahora también asomaban unas sombras de bigote por encima del labio superior.

_ Maldita menopausia- murmuré, o quizás solo lo pensé, al tiempo que escuchaba un discreto golpe en la puerta del baño. Estaba demorando demasiado. Los desarreglos hormonales traen consecuencias de lo más floridas, aunque nunca había escuchado de algo tan jodido y repentino como esto. Terminé lo más rápido que pude con el lavado de caras y manos y retorné al asiento con la cabeza baja. La regia dormitaba en el suyo, con la cartera animal print reposando descuidadamente sobre su falda. 

Empecé a tocarme la cara: sentí claramente los canutos de unos pelos cortos y duros asomando. No eran tantos como los de hombre, por el momento, pero tampoco tenían que ver con los pocos pelitos de vieja que desde hacía un par de años estaba acostumbrada a sacarme con la pinza. Estos no se disimulan con base, ¿qué voy a hacer? ¿Qué va a decir mi amiga cuando me vea? El tal Jeff pensará que soy una travesti y andá a saber si se lo banca o si le salen los prejuicios, lo que no me preocupa porque igual no me gustaba. Pero pueden pasar cosas peores. ¿Qué pasa si en la aduana me niegan la entrada al ver que mi cara no coincide con la visa? Traté de no irme por las ramas y centrarme en el tema principal. Por lo menos desde hacía un rato el malestar y los mareos habían dejado de preocuparme. Esas son cosas de gente blanda, hay que aguantarse; ¿o para qué tiene uno huevos si no? 

Quedé paralizada, de boca abierta. ¿Era mi impresión, o acababa de pensarme en masculino? Esto se estaba poniendo más y más raro. Vi que una de las azafatas con la que había conversado al principio del vuelo se me quedaba viendo con aire de extrañeza por un par de segundos, aunque no dijo nada. Desvió la mirada al encontrarse con mis ojos, y continuó recorriendo los pasillos, ofreciendo vasos de agua o de jugo de naranja.  Yo no podía quedarme quieta en el asiento. Me dolían horriblemente las cervicales, y las piernas comenzaban a acalambrarse como consecuencia del poco espacio disponible. 
Un momento. No puedo tener poco espacio, porque mido 1.60. O eso medía, porque de repente me pareció que el vaquero empezaba a quedarme corto. Miré mis tobillos, cada vez más rotundos. ¿Cuánto tiempo hace que vengo creciendo? ¿Se crece después de los cincuenta? Apenas bajara a tierra tendría que medirme para salir de dudas, y quizás ver a un doctor, pero para eso faltaba mucho: aún quedaban más de cuatro horas antes del aterrizaje. Iba a tener que dormir un rato, o al menos dormitar. Seguramente toda esta pesadilla se desvanecería cuando me encontrara de nuevo lúcida y despejada. Era eso, seguro. Solo me quedaba tratar de dormir. 

Atravesamos una zona de turbulencias; el American Airlines se sacude dos o tres veces con brusquedad. Salgo de golpe de un sueño estrafalario. La regia de enfrente abre los ojos y se demora un segundo más de lo apropiado fijándolos en los míos, mientras el pelado del marido ronca a pata suelta en el asiento de al lado. De repente me invade una sensación desconocida en la entrepierna, y al instante termino de despertar y me acuerdo de todo. Quedo momentáneamente desconcertada; hundo en el pecho la cabeza y miro al piso, de donde no pienso levantar los ojos en las cuatro horas o en los cuatro siglos que queden de viaje, pero no dejo de registrar que la mina está buena, más allá de las pilchas y las pulseritas. Buenas tetas, piernas largas, labios gruesos. Del culo no digo nada porque nunca la vi de espaldas, pero me lo puedo imaginar durito, hecho a base del esfuerzo propio y de todo un equipo de personal trainers. Ella no tiene la cabeza rectangular como Jeff, y seguro que no fue a la guerra. Me gustan las manos. Son manos de alguien que solo vive para cuidarse: tienen pinta de suaves, de delicadas. Seguro que saben lo que hacen.
Me incorporo en el exiguo espacio de que dispongo, y miro más allá de su asiento. El tarado del marido sigue durmiendo a pata suelta, y eso contribuye a decidirme. Termino de restregarme un ojo en el que me pareció que podía haberme quedado algo de rímel y la voy relojeando de a poco, mientras pienso qué frase inolvidable le puedo tirar para arrancar a conocerla. Sin apuro ni ansiedad, eso sí, porque yo siempre he sido, ante todo, un tipo muy tranquilo. 

2 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Recién veo tu comentario; capaz que algún día me convierta en un ser menos despistado. :) Gracias!

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