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lunes, 17 de septiembre de 2018

Un poema triste




El romance entre Graciela y Hugo comenzó un mediodía de febrero, en el living de mi casa.
Estábamos los tres sentados en las sillas de cármica marrón, esperando que se hiciera la hora para la clase de apoyo de Matemática en mi cooperativa. Era el verano de 1984, y los gremios estudiantiles apelaban a todas las estrategias posibles para convencernos a los de las nuevas generaciones de que la solidaridad colectiva era el único camino. Esa era quizás la razón principal por la cual unos gurises del IPA apenas un par años mayores que nosotros habían organizado una especie de academia honoraria para ayudarnos con los exámenes del liceo. Y ahí estábamos los tres, mirando nuestros apuntes y esperando que se hicieran las dos de la tarde, cuando en medio de una charla sobre ecuaciones y polinomios el cabezón de Hugo miró de frente a Graciela y se descolgó con una frase que ni ella ni yo nunca hubiéramos esperado:
_ Yo de esto no sé mucho: estoy lleno de dudas. Lo único que puedo decir que hoy tengo claro es que te quiero.
Hubo un minuto de silencio en el living. Tres pares de ojos empezaron a deslizarse por las carpetas de plástico de los adornos, por el cenicero con el cartel de Lembrança de Porto Alegre y por el cuadro con el paisaje nocturno pintado sobre terciopelo negro. Yo nunca había querido con tanta fuerza ser capaz de desmaterializarme, porque esa declaración no me incluía, aunque al mismo tiempo las palabras habían salido con tanta naturalidad que hasta parecía que no estaba del todo mal la existencia de un testigo.
En ese momento Hugo cerró su cuaderno y guardó la lapicera en el bolsillo del vaquero.
_ Eso. Que te quiero-. dijo, y continuó- Igual si querés hablamos después, porque ya está por empezar la clase y no quiero que lleguemos tarde. Yo solo quería que vos lo supieras.
_ Bueno, vamos-. respondió mi amiga. Y nos fuimos.


Tres semanas más tarde empezamos las clases de sexto en el IAVA. A Graciela le había tocado en mi grupo pero a Hugo no, porque él estaba trabajando en una editorial y había pedido pase para el Nocturno. Los dos habían comenzado a salir después de aquella tarde en mi casa, y cuando hicieron un mes él le hizo no uno, sino dos regalos: una cadenita de plata con un corazón y una colección de poemas escritos a mano, en hojas de block, bajo el título de “Poemas tristes”.

_ Me muero… ¿Hugo te escribió poemas? - pregunté apenas vi el fajo de hojas manuscritas, pero mi amiga en seguida me aclaró que no, que no eran suyos sino que los había copiado de un libro del trabajo.
_ Deben ser de un uruguayo-. agregó- porque la editorial se llama La Casa del Autor Nacional, pero no sé nada más. ¡Tenés que leerlos, son divinos!
Y lo eran. Unos diez o doce textos cortos, escritos con lenguaje sencillo pero conmovedoramente cercano a nuestros sentimientos. Una los leía y tenía ganas de correr a darle un abrazo al escritor. Aquel hombre sí que entendía lo que era el amor. Me hubiera encantado ser la musa de sus creaciones, o saber al menos el nombre de quien podía escribir sacando las palabras del fondo de mi propia alma.
_ No sé de quién son-. había dicho Hugo cuando le preguntamos el nombre- Yo solo los vi en un libro y los copié porque me gustaron.
Por más que buscamos en la Biblioteca del liceo y en la Nacional no encontramos el nombre del poeta, pero Graciela y yo los leímos tantas veces que acabamos por memorizar fragmentos enteros. Nuestro preferido era uno que decía algo así como:
Uno dice te quiero
Casi con vergüenza
De hacer llevar al otro
Un traje usado.
Uno dice te quiero
Porque son las palabras
Las únicas
Las imprescindibles…”
Y en ese estilo seguía por cinco o seis versos más, hasta que terminaba afirmando:
Yo digo te quiero
Y creo las palabras”.
Ese era nuestro poema preferido. Lo copiamos en los cuadernos de Derecho, en los bancos y en los pizarrones del liceo. Lo aprendimos de memoria. Soñábamos con él. Graciela moría de ilusión pensando si no sería que Hugo lo había escrito en secreto para ella, y yo fantaseaba con que me lo dijeran a coro los dos gemelos de Arquitectura que me gustaban, o uno de ellos, por lo menos.


El último día de octubre fue una fiesta. Graciela apareció por el IAVA de jean y remera, yo de riguroso uniforme, y las dos lo hicimos por la misma razón: ¡era nuestro último día de liceo! A partir de allí yo iba a estudiar en el IPA, ella se inscribió para hacer Psicología y Hugo para recursar sexto, porque no podía más con el laburo y había abandonado a mitad de año, más o menos un mes antes de terminar la historia con mi amiga.



Dos años después, un domingo de primavera, me encontré de pronto con el poema en plena feria de Tristán Narvaja. No lo podía creer, pero ahí estaba, en una antología de poetas uruguayos editada por La Casa del Autor Nacional. El texto aparecía impreso en grandes letras, y tuve que dar vuelta la hoja antes de leer el nombre del autor: María Esther Cantonnet.

Tuve que apoyarme en la mesa del puestito para no caerme redonda, porque la feria acababa de darme una bofetada existencial en solo dos nombres y un apellido. María Esther Cantonnet no era el poeta de mis sueños, el lector de mi propia alma, el motivo de mis éxtasis poéticos de adolescencia. María Esther Cantonnet era la Directora General de Educación Secundaria, era mi profesora de Literatura Española 1 y especialmente era una señora regordeta y cincuentona, más vieja que mi madre, que se hacía llevar al IPA en el coche oficial del Consejo, que daba unas clases aburridísimas y que solía desternillarse de risa leyendo los errores que mis compañeros o yo cometíamos en los escritos sobre el Mio Cid o el Arcipreste de Hita. Una vieja desagradable, no había chance de que fuera la autora del poema que más me había gustado en toda mi adolescencia, imposible. La Cantonnet había sido la peor pesadilla de un instituto que no abundaba en sueños placenteros, y ahora venía a ensuciarme uno de los recuerdos más limpios de los 16.
Poco a poco me fui enderezando: respiré hondo y empecé a pensar que capaz que ya era tiempo de generar nuevas ilusiones. Necesitaba algo fuerte, que me borrara el mal gusto de la poesía, del amor, de la tristeza y hasta de la Literatura Española.
Dejé el libro en el puestito, respiré hondo y caminé media cuadra antes de detenerme frente a otra mesa, buscar los ojos del librero y preguntar:
_ Decime… ¿Por casualidad, no tendrás algo de Miguel Hernández? ¿Algún poema triste, puede ser?

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