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sábado, 6 de diciembre de 2014

Diciembre en colores




52 grados a la sombra. 
Voy en un 405, tercer viaje a Pocitos de la jornada.
Una nena intenta inútilmente beber de una botella de Coca Cola congelada. De camino a la parada una hábil negociante de cinco años pretendió venderme un volante de un dentista y un no tan hábil negociante me pidió plata para el Judas que le servía de asiento.
Día de niños hoy, como ayer de viejos.

¿Cuándo será el día de los seres intemporales como una?




Si el 141 va vacío en el sopor del mediodía, si sobran los lugares para aporrear mal una pobre guitarrita y gritar algo ya gritado o al menos desafinado por Antonio Banderas.
¿Por qué a medio metro de mi oreja, por qué?

¡Y después pretenden que crea en la justicia!




Un día dejó de haber Papá Noel gigante en Ibarra. 
Después fue el turno del Tren Fantasma. 
Ahora, cierra La Casa de los Chascos.
Solo falta que no haya más Alfombra Mágica ni Montaña Rusa en el Parque Rodó, o que el Ital Park deje de llevar sus juegos ambulantes por los barrios. ¿Adónde iremos a parar, señores míos?

Ah... ¿ya no existen? 
Un caso más de ignorancia voluntaria... Mal pasajero, déjenlo así.





MI viejo celular tenía el teclado borroneado, la batería en etapa terminal y un carácter de mierda pero al menos ya habíamos aprendido a convivir sin más que unos cuantos encontronazos cada día, cinco o diez minutos de odio de vez en cuando y la amenaza de tirarlo a la basura cada vez que se piraba y fingía su muerte con toda alevosía, generalmente en los momentos en que yo más lo necesitaba rápido y activo.
Pero lo perdí (digamos que lo perdí) y por suerte alguien tuvo a bien prestarme otro, mucho mejor que el que yo tenía, lleno de chiches y cositas que no entiendo en tanto íconos (y mucho menos a nivel operativo) pero ahí están. 
Tal vez eso explique por qué hoy en las dos primeras horas en que recuperé el número ya me mandé varias metidas de pata del estilo de demorar un cuarto de hora en entender cómo diablos iba el chip, o no saber cómo cortar (y por lo tanto dejarle más de tres minutos de mensaje de audio a la peluquera que estaba conmigo y a la que llamé para confirmar que tenía línea), o ser incapaz de atender una llamada (porque había que tocar el símbolo del teléfono en verde de izquierda a derecha y yo lo cliqueé, lo apreté, lo golpeé, lo manipulé de arriba abajo y viceversa, invoqué a su madre, le hice promesas, todo, menos la opción correcta). 
Por ahora tampoco sé cómo cambiarle el sonido de llamada, y en verdad hasta que recibí la primera (esa que no pude contestar, al igual que la segunda, porque el insight vino demorado y en cuentagotas...) no supe si me iba a sonar con El Reja, Arjona o Tinelli, pero al final resultó que tiene una musiquita standard e inofensiva, que cambiaré apenas pueda, pero ya sin terror. 

Todo esto es para avisar que si en estos días los llamo y corto, o les aparecen extraños mensajes de texto en chino o les mando por whatsapp una receta de pascualina lo siento mucho, pero no lo puedo evitar: soy lenta para procesar cambios. 

Ustedes disimulen y hagan como que sigo siendo la de siempre, ta? Que algún día lo voy a volver a ser. Creo.




Yo estaba un poco nerviosa, porque no conocía a nadie. 
¡Mi primera clase de gimnasia, después de tanto tiempo!
Primero tuve que hacer una cola enorme para inscribirme, dar mi nombre y pagar los $65 que cuesta cada clase. El SUM de mi cooperativa hormigueaba de mujeres y algunos hombres. De pronto vi a una chica de chatitas y empecé a dudar si habría ido al horario correcto o si me estaría metiendo en otra actividad, pero me quedé.
La profesora era una chica bajita. Tenía problemas con el equipo de sonido y no acertaba a poner la pista que buscaba. Probaba, interrumpía, pasaba el tiempo y nosotros seguíamos inmóviles, ocupando el centro del enorme salón en una masa informe hasta que una canción se instaló definitivamente y empezamos a formarnos de manera ordenada. Una muchacha empujó a la que tenía detrás porque no le dejaba mucho espacio, haciéndola caer. Nadie hablaba una palabra. 
Nos movimos un poquito, no llegué a cansarme ni a transpirar siquiera, y ya vino la relajación, para la cual nos tiramos en el piso y nos tapamos con larguísimas tiras de acolchado que a mí me produjeron cierta sensación de claustrofobia pero al resto le pareció de lo más normal, porque no hubo quejas ni sorpresas. Traté de sacar los brazos, al menos, porque estaba como presa, hasta que Roldana empezó a llorar por comida como todos los días, y me despertó.

Y es por eso que no vuelvo al gimnasio.






Crónica roja de sábado a la noche.

Tenía que pasarme alguna vez. Perdí el celular.
O me lo robaron, no sé bien, porque estaba sentada en un murito con un amigo en una plaza, murito que por detrás de nosotros daba a una pendiente, o sea que si alguien pasó capaz que yo lo tenía medio por salirse del bolsillo de atrás del vaquero y disimuladamente me lo sacaron. A mí me pareció sentir un movimiento, pero como la cartera seguía colgando de mi hombro me desentendí, aunque también cabe la posibilidad de que se me haya caído. Cuando me di cuenta ya iba en un 182, a la altura de Veterinaria. Bajé, tomé un taxi, volví. En el murito había tres pibes, pero hablé con ellos y me la juego a que no lo encontraron. El taxista llamó, y estaba apagado. 
Ya lo bloqueé, cambié contraseñas y recordé, aliviada, que no hace mucho había respaldado la agenda de teléfonos (al menos hasta la "L"). El aparato en sí no vale mucho y la batería estaba moribunda. 
Espero que el ladrón no utilice mis fotos con fines sensacionalistas. Tengo como diez: de Roldana, Tania, Isis, y de la muela de un mastodonte que encontré en el Cabo. 
Eso es todo. Nada grave, pero aviso que no me hago responsable de lo que mi ex celular haya hecho entre las doce y media y las dos de la mañana de hoy.





Sacar la basura y tirarla al contenedor tiene algo de catártico, algo de alivio existencial. Uno se siente limpio y fresco ante la nueva bolsa puesta en el tacho, como después de una ducha.
Algo similar sucede cuando hacemos limpieza de ropero o cuando encaramos la depuración de la agenda del celular o los amigos del facebook.
Es bueno limpiar, me repito como para convencerme, mientras pispeo de reojo la pila de papeles que ya pasa largamente el medio metro de altura, un segundo antes de decidir que no, que hoy no toca pasarlos a sus carpetas.
Otro día será. El año que viene, tal vez. Algún día.
Y me voy a hacer trámites para reclutar nuevos integrantes de la montaña que aguarda en silencio encima de un mueble en el dormitorio.
Pienso, luego desisto.

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