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domingo, 25 de octubre de 2020

El domingo de las palabras






Cuando dan las siete de la tarde las visitas de mi vecina se demoran un rato en el frente antes de dejarla sola. Desde mi cuarto en el piso de arriba escucho sus voces porque el hueco de la escalera me las trae tan claras como si estuvieran a mi lado, aunque por suerte no. Los hijos se le van, las nueras se le van, los nietos se le van. Han terminado su visita dominical y se les nota en el tono y en las risas que están sedientos por cerrar el ritual y volver a sus hogares.

A mí no se me va nadie. 
Nunca se va nadie de mi casa. 
Solo gatos, de vez en cuando, y ellos siempre vuelven.

Suenan tambores a varias cuadras, a lo lejos. Ladra un perro en el fondo. Casi no queda luz del día. 

Mi amigo del barrio no me ha mandado el clásico mensaje de al menos una vez en el fin de semana: “¿Bar?”. Mejor, pienso, porque ya me he metido suficientes calorías en el cuerpo por este fin de semana y por todos los que restan en el año. Cuando vamos al bar somos dos adultos que se juntan a charlar de vidas, series y  lecturas, pero también dos niños mimados por la moza rubia, que está orgullosa de su formación en servicios gastronómicos y siempre se luce con alguna presentación espectacular o nos invita con torta de menta y chocolate. Mi amigo lleva poco tiempo acá, un par de años a lo sumo, y su venida coincidió con la apertura del único bar como la gente que hemos tenido en el medio siglo que hace que vivo en este rincón alejado de todo o casi todo. Al principio de la pandemia nos sumamos a la paranoia general y desistimos del bar y de las tortas pero un mes después ya estábamos volviendo, como esos personajes de los dibujos animados que son llevados de las narices por el olor de lo rico al que no pueden (ni quieren) resistir. 

Pero mi amigo no llama, porque debe andar en otra cosa. 
Yo hoy no ando en otra cosa. Nunca ando en nada. 

Me hice un Tinder una vez, hace unos meses, después del incidente con el hombre que regresó de mi pasado (o con uno de ellos, por lo menos). Era alguien que venía de lejos en el tiempo, había estado reapareciendo por mis redes con excusas absurdas y me pareció que estaría bueno darle una chance porque la piel tenía buenos recuerdos y quizás era tiempo de acomodarlos y buscarles un lugar en el presente, pero no. La piel tenía buenos recuerdos pero el corazón era un pozo de angustia. No otra vez, no otra vez, me decía en voz baja mientras llegaba a su casa, mientras nos íbamos a tomar un gin tonic que al final resultó ser pomelo y mientras el diálogo se hacía imposible y se desmayaba sobre calles y mesas. No otra vez me repetía por dentro mientras alguien que se parecía a mí decía que sí, que me podría quedar esa noche, que ya era muy tarde para volver a mi casa. 
Y era muy tarde. Para todo era muy tarde: no tenía sentido. Tendría que haberme ido, pensaba al mediodía siguiente mientras caminábamos hacia 18 y decíamos que nos veríamos en breve sabiendo que no era cierto. Tendría que haberme ido. 

Hacete un Tinder, dijeron mis amigas cuando a la noche siguiente nos reunimos para planear el viaje a Grecia, buscate alguien sin prólogos y sin consecuencias, alguien que te motive y que no te haga armar corazas, me dijeron, y yo bajé la aplicación, seleccioné cuatro fotos y escribí un texto donde decía que no quería charlar con fanáticos de Manini ni con faltas de ortografía. El verano aún no se había ido del todo y las respuestas llovieron como siempre llueven, pero la piel seguía dormida viendo como los dedos daban likes y respondían a personas que no tenían voces ni olores, solo imagen y palabras. Charlé de vez en cuando, realicé a conciencia el simulacro del interés, no llegué a decidirme a ver a nadie. Para qué. Eran interesantes, algunos serían buena gente pero para qué.

Una semana después vino la pandemia y desinstalé la aplicación: no era momento de andar conociendo gente (o esa fue mi excusa, por lo menos). 

Había llegado a dar cinco días de clases cuando los cursos se cortaron y todo empezó a cambiar. Volví a caminar una hora por día, me encontraba con mi amigo para charlar en la plaza al aire libre y aprendí a hacer cosas a la distancia. 

Justo lo que necesitaba este año: más distancia. 

El tiempo fue pasando; empezaron a ralear las hojas de los árboles. Mis gatos se quedaban todo el tiempo en los sillones. Me puse a escribir una novela en la que me enamoraba de un hombre que en la vida real no me había movido ni medio pelo y de cuyo nombre no puedo acordarme. 

Cuando todos dejamos de encontrarnos en la realidad algunas voces empezaron a aparecer en la pantalla. Hubo alguien que me pareció interesante, alguien inteligente y con humor. Cuando se los conté a mis amigas todas coincidieron en que tenía tantos puntos en común conmigo que seguramente me iba a terminar enamorando porque en el fondo siempre he sido y soy muy narcisista, hasta que al fin lo conocí en una noche de tormenta eléctrica y lluvia torrencial. Mi otro yo era más fornido y menos alto que los flacos espigados que siempre me han gustado pero tenía una linda sonrisa y un brillo en los ojos que auguraba cosas buenas. Como acá todo era nuevo y la piel no tenía un registro previo resultó que compartimos noches de lecturas, pasión y empanadas, pero el corazón seguía dormido y no había quién lo despertara. 

El invierno nos terminó encerrando más a todos. Dejé de ir a la plaza con mi amigo y solo de vez en cuando caminaba una hora por el barrio. Mis gatos empezaron a engordar porque les daba comida a todas horas. Seguía escribiendo mi novela. 

Una mañana desperté mucho antes de que sonara el reloj. Había una voz en mi computadora, una voz que llevaba media vida sin resonar en mis oídos y casi sin estar en mi memoria. Hubo un revuelo de agendas y de viejos papeles, de fotos donde éramos flacos y hermosos, de poemas olvidados y de sensaciones perdidas hacía mucho, mucho tiempo. El inconsciente no sabe de años ni de distancias, no le importan las situaciones imposibles y no obedece al deber ser. La lógica se hace pedazos cuando se enfrenta al pasado y resulta que un cuarto de siglo son dos minutos y nada está tan vivo como lo que era y sigue siendo. Después vendrán las razones, las defensas y barreras levantadas. No somos niños, no estamos solos, probablemente no seamos los mismos pero qué sacudón existencial volver a sentir que algo en el pecho se derrite y deja de andar cerrando candados y sellando aberturas. Qué saludable movimiento el de la vida corriendo por las venas, qué descubrimiento el de existir en otros ojos y otros sueños. 

Los tambores suenan cada vez más fuerte. Una gata que no es mía maúlla pidiendo que la dejen entrar a alguna casa. La noche ya lo está tapando todo. El domingo se diluye. Suenan cinco tiros en mi calle pero no creo que sea nada grave: algún idiota que festeja un triunfo deportivo. Lo de siempre. 

Dejo de escribir y echo una mirada a mi alrededor: es tiempo de preparar la mochila para el lunes y de reconocer que hoy tampoco voy a corregir los escritos que pensé terminar hace dos días. Lo de siempre. 

Me pregunto si alguna vez voy a volver a enamorarme. 

Lo de siempre.

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