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jueves, 14 de mayo de 2020

Historias desde la cuarentena, 45. No es para todos





Llorar no es para todos. Algunos no podemos.

Éramos un subgrupo de tres personas sentadas alrededor de una mesa en el taller literario, tratando de recordar cuándo había sido la última vez que un libro o una película nos había llevado hasta el borde o desborde del llanto. Llevábamos varios minutos sin mirarnos, en silencio, cada uno perdido en sus recuerdos.

_ Es que llorar, lo que se dice llorar…- empezó a decir Victoria, antes de dejar la frase para siempre en suspenso.

_ Yo creo que hace tiempo lloré con una película… ¿Cuál era? No me puedo acordar.- murmuró el canoso Pablo, casi para sí mismo.

Yo no articulé una palabra.

Nos miramos, frustrados. Los otros subgrupos a nuestro alrededor charlaban animadamente y hasta se sacaban unos a otros la palabra, coincidían con gozosas exclamaciones, se miraban radiantes. En mi subgrupo, de pura casualidad, habíamos coincidido los tres acorazados del taller, blindados, a prueba de balas.

Maldije para mis adentros la consigna que dejaba tan en evidencia mi incapacidad emocional, mientras miraba las marcas de los vasos sobre la mesa y me preguntaba si demoraría mucho en aparecer la moza con el té y los scones que le había pedido hacia ya diez minutos.


Llorar no es para todos. Algunos no podemos.


No derramé ni una lágrima cuando murieron mis abuelos, por ejemplo, y eso que a tres los quería. No lloré cuando el mar se llevó mi rancho de Valizas, ni cuando fui a visitar el lugar y vi el marco rojo de la puerta del fondo de la cocina, único bastión resistiendo el viento sobre la arena donde antes estaba mi casa.

No me sale el llorar, no me sale. En algún rincón debo tener un océano profundo y antiguo esperando una fisura para derramarse y tapar todo.

Mi gata Roldana murió en mis brazos cuando el veterinario le aplicó una inyección para matarla; sentí con toda claridad cómo se aflojó y se dejó ir en un segundo. Después él me ayudó a enterrarla en el jardín. Fue muy amable. Yo disimulé como que no pasaba nada: Roldana tenía 17 años, ya era tiempo de descansar, es lo normal. Pasé unos días muy triste. Cada vez que abría la puerta de casa me parecía ver una manchita amarilla y blanca corriendo a mi encuentro, escuchaba sus maullidos en mi imaginación cada mañana, pero no se me cayó una lágrima.

_ Capaz que alguna vez cuando era chica, con alguna de esas películas espantosas tipo Bambi… - murmuro, por decir algo, mientras los minutos siguen avanzando y los tres blindados, silenciosos, no llegamos a abrir ni media puerta.


La imagen de la puerta me lleva de repente muy atrás en el tiempo (la memoria sigue extraño caminos), y se me viene a la cabeza la mañana del censo. Yo tenía 22 años y ya era empleada pública. Participar en ese censo no había sido opcional, sino impuesto. Me había tocado entrevistar quince casas en una zona de fábricas abandonadas a dos cuadras de mi cooperativa, sin posibilidad de renunciar a la tarea.


La primera encuesta fue la más fácil. Aunque no conocía personalmente a sus habitantes, sabía muy bien que eran los dueños de la fábrica de baldosas que conocía de toda la vida. Me había pasado media infancia en el terreno baldío de al lado juntando cuadraditos esmaltados de cerámica para hacer proyectos de mosaicos con mis primas. Los de la fábrica desechaban cosas que para nosotras eran verdaderos tesoros: pequeñas baldosas marrones con arabescos en los bordes, otras verdes con el centro más claro, algunas (las mejores) de un azul intenso con burbujitas de celeste en los bordes. De vez en cuando aparecían tiradas en el baldío montañas de zócalos y baldosas alargadas y rectangulares, de esas que tienen relieve, que corríamos a atesorar sin mayor criterio de selección.

MI tía Coca había sido por años la limpiadora en la casa de los dueños de la fábrica; yo sabía que se trataba de gente amable y educada. Mientras los entrevistaba me ofrecieron café con galletitas pero les dije que no, que mejor me concentraba en las preguntas. Fui planteando todas las interrogantes y rellenando los formularios con la impecabilidad y la indiferencia de alguien preparado para los eventos formales. Al terminar saludé y me fui, carpeta en mano, rumbo a mi siguiente parada.


Esto del censo era bastante fácil, al fin y al cabo. Preguntas y respuestas concretas. Datos de las personas, de las cosas que tenían, nivel educativo, trabajo, hijos. Una papa.


Al salir de la primera casa tuve que atravesar un callejón que nunca antes había visto, al lado mismo de la fábrica. Era un pasillo largo que conectaba las dos calles que me tocaban. En él se amontonaban varias casitas sin jardines ni muros, una moto desarmada, un par de carros viejos, despintados, y dos perros felices tomando el sol sobre la tierra. Había olor a bosta de caballo, y se escuchaban los gritos de unos niños jugando a la pelota. Voces de gente adulta charlando en voz muy alta. Una nube de moscas atacando un pellejo que hasta los perros habían despreciado. Cumbias a todo volumen. Risas.

Una mujer se asomó a recibirme cuando golpeé las manos en la segunda casa que me tocaba. Estábamos en la cuadra paralela a la de los dueños de la fábrica de baldosas; por alguna razón operativa mi padrón se salteaba el callejón. Tal vez por ser de contexto crítico se lo habrían adjudicado a alguien ducho en esas lides, o quizás nadie los tenía registrados. Vaya una a saber.

_ ¡Ay, m´hija, qué suerte tuviste que no te tocó el cantegril!- fue lo primero que dijo la mujer al saludarme.

Miré alrededor: esa casa era tan parte del cantegril como todas las del pasillo, pero ellos no se daban cuenta, o quizás se sentían pertenecientes a otro nivel, porque estaban sobre la calle.

Me empecé a entristecer. Ya no pude volver al censo con la alegre indiferencia del principio.


Llegué a la tercera casa.

_ ¿Trabajás?- pregunté a una mujer de cabello corto y ojos verdes que ya me había contestado que era soltera y que había tenido tres hijos, de los cuales dos estaban vivos y uno muerto.

_ No.- respondió moviendo la cabeza con gesto de resignación.- Cuando era joven sí, trabajaba, ahora ya no.

La miré sin parpadear, y tragué saliva antes de continuar con las preguntas. Yo ya sabía su edad, porque esa era una de las primeras interrogantes del formulario censal. Ella tenía 23.


Seguí recorriendo de casa en casa, formulando preguntas y llenando planillas, mientras avanzaba la mañana del domingo y en los hogares empezaban a aparecer los aromas inconfundibles de la preparación del almuerzo.

_ Buen día, m´hijita.- saludaron a coro los dos viejos. Vivían con tres perros esqueléticos y un gato gordo, en una casita tan escondida entre la vegetación que al golpear las manos pensé que nadie iba a atender y que aquello era puro árbol. El hombre demoró cinco minutos en caminar hasta el frente y abrir los cuatro candados del portón para poder permitirme la entrada, mientras la mujer espantaba a los bichos y me limpiaba una silla plegable con almohadón para que me instalara a preguntarles si tenían cocina o televisión en colores. Al terminar me despidieron con un beso y los dos se quedaron haciéndome adiós con la mano, mientras yo me alejaba y ellos se aseguraban de volver a cerrar los cuatro candados que los protegían del afuera.


Hubo una casa en particular que estaba atiborrada de personas. Cada vez que pensaba que había terminado de preguntar aparecía un tío o una sobrina de la casa del fondo, y la cosa se hacía interminable. El último en comparecer fue un cuarentón flaquito y desgarbado. Estaba muy prolijo, como si se hubiera bañado para el censo. Llegó caminando con los ojos bajos y los hombros encorvados.

_ ¿Trabajás?

_ Eh… No. Me echaron el mes pasado. Yo soy albañil; trabajaba en Di Palma, pero por la crisis redujeron personal, y me quedé en la calle.

Lo miré a los ojos y tragué saliva: en la planilla no había lugar para tantas aclaraciones. Puse una cruz en “desempleado”, mientras decía alguna frase apropiada al momento, algo amable, fuera de mi rol de encuestadora, aunque estaba más que claro que nada habría sido incapaz de sacarle a ese hombre la tristeza y el desaliento de la mirada.

_ A ellos qué les importan los pobres- acotó una de las hermanas, a mi izquierda, y supe que la frase iba dirigida a mí, como si fuera representante de ese gobierno que los dejaba solos frente a los patrones.

_ Ya vas a conseguir algo, Héctor, no aflojes, que algo va a salir.- dio una vieja, a mis espaldas.

El hombre agradeció con la mirada pero no se enderezó, y siguió mirando hacia abajo, derrotado.

Salí de la casa puteando por dentro al tal Di Palma. Yo no lo conocía, pero justo en ese mes había oído su nombre porque una de mis amigas estaba saliendo con él. Di Palma (ella lo nombraba así, por el apellido), la llevaba a comer a sitios caros, cada vez en un auto diferente, reverendo hijo de mil putas, cogiéndose a una piba de barrio que no le iba a complicar la existencia, mientras a este otro pobre se le iba la vida porque le habían sacado su sueldito de mierda de obrero de la construcción.

Maldito censo.

Quién me mandó ser empleada pública.


La última dirección que me quedaba era un sitio muy extraño. Miré dos veces el papel con las indicaciones que me había dado el coordinador. Se trataba de una vieja fábrica, una textil abandonada desde que tengo memoria, con su enorme edificio de tres pisos, de media cuadra de largo, eternamente despintado y en silencio. Esto debía ser un error. Golpeé en la enorme puerta, por las dudas, y ya me estaba por ir cuando sentí que se abría.

_ Pasá rápido, por favor.

Quien había hablado era una mujer de unos veinte años. Apenas entré ella miró a ambos lados de la vereda antes de cerrar la pesada puerta tras de mí. Adentro había una nena, tirada en el piso, pintando con crayolas en un librito para colorear.

Miré el panorama a mi alrededor: eso no era una casa. La mujer y la nena estaban instaladas en un rinconcito del enorme hall de la entrada. Ahí tenían un par de camas, una mesa, la cocinilla y algunos enseres domésticos. Más allá, venían los tres pisos vacíos de la fábrica. Cada paso retumbaba como si estuviéramos en una cárcel, pero ahí no había puertas cerradas: solo una enormidad de espacios ilimitados.

_ Hace seis meses vinimos para acá porque nos quedamos sin lugar y el cuidador no dice nada y nos deja quedarnos, pero por favor, por favor, por favor no le vayas a decir a nadie dónde estamos. Si alguien se entera que somos solo yo y la nena, si algún hombre sabe… ¡Por favor, no le digas a nadie!- me imploró, tomándome fuerte de brazo y mirándome a los ojos.

_ No, quedate tranquila, que no digo nada. ¿Cómo voy a decir? Además está prohibido revelar datos de un censo, no te preocupes, olvídate: soy una tumba.

_ Por favor- repitió, ahora en voz más baja- No vayas a decir nada.

Le hice las preguntas de rigor, no quise pensar más y di por terminada mi labor de la mañana. Cuando llegué a casa las fuerzas solo me alcanzaron para tirarme en la cama. Tenía un nudo en el estómago; fui incapaz de almorzar. A las cuatro de la tarde me levanté para ir hasta lo del coordinador a llevarle la carpeta llena de datos, los papeles decorados con números y cruces. Había cumplido con mi deber. Me sentía viscosa, sucia, sin salida. Después de bañarme vomité un rato, abrazada al inodoro, pero no fue suficiente. Demoré varios días en salir del censo, y nunca más quise participar en una encuesta, pero no lloré. No pude.



Cuando se hicieron las nueve y terminó la jornada en el taller literario la noche estaba helada y oscura. Nadie tuvo ganas de quedarse de charla en la vereda. Una hora después, al abrir la puerta de casa, creí ver una manchita amarilla y blanca escurriéndose entre las sillas, pero no había nadie. Prendí la computadora y puse un programa de radio.

Esa noche tampoco iba a llorar.

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