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domingo, 3 de mayo de 2020

Mayo 2020




Voy volviendo a casa desde mis horas vespertinas de trabajo presencial en Ciudad Vieja. El 100 viene lleno como si no estuviéramos en el otoño de la pandemia, y la unanimidad de los tapabocas nos convierte a todos en poco más que unos pares de ojos clavados en pantallas. Afuera, la diversidad de los días soleados de fines de mayo: gentes de camperas, de remeras, minifaldas y gorros de lana. En la radio, una música boba detrás de la otra. A mis pies la bolsa llena de alimentos que una joven profesora llevó hoy a la oficina a cambio de algunos libros. Quiero toser pero me aguanto, y llevo a la boca un caramelo de miel para endulzar la garganta.

Un otoño casi normal, en suma.

Un estudiante mandó hoy un largo mensaje, porque no tiene internet ni computadora para conectarse. Le van a prestar una usada, dice, este mes puede ser que se la lleven, pero por ahora el poco tiempo que puede pagar en el ciber no le da para atender a todas las materias. Soy una persona sensible y me siento muy mal por esto, profe, agrega casi al final del mensaje, que respondí como mejor pude.

Un otoño casi normal, en suma.

En otros países la brutalidad policial provoca varias noches de protestas, y acá todos nos quejamos por el gasto en lavarle la cara a los patrulleros.

Un otoño casi normal, en suma.

Bajo en mi cooperativa; hay tres veteranos esperando para comprarle churros con dulce de leche a la señora de la esquina y un padre y su hijo aguardando por las tortas fritas de los viernes en la casa de doña Olga. Me cruzo con una de las chicas que llevan la comida que donamos en la coope a un merendero, y ya de pasada le dejo la bolsa con las cosas de hoy. La plaza está tapada de mosquitos, y al llegar a mi casa hay tres gatos grises que esperan comida, atención y mimos.

Un otoño casi normal, en suma.




Apenas subo al 103 frente al Solís la escucho en el fondo del ómnibus, a unos dos asientos del mío. Es una mujer joven, a juzgar por su voz; debe de andar por los veintipico. Le explica una y otra vez al ex marido por qué él tiene que ser su aliado en la crianza del hijo que tienen, por qué debe abandonar la pose del padre canchero y ponerle límites al niño, que pretende jugar con el teléfono hasta la una de la mañana y más allá.
Ella habla en un tono didáctico, es amable, y lo que plantea es absolutamente pertinente, si no fuera porque habla muy alto y porque ya estamos llegando al final de 18 y la perorata sigue y sigue sin miras de terminar algún día.
Un cantor de bus de esos que cantan con volumen de estadio hace su aparición en el 103, cuando ya creía que iba a escuchar el alegato pro-límites hasta llegar a mi barrio, por lo menos.
_ Te dejo, porque no se escucha nada- se despide la chica, mientras en mi interior estallan fuegos artificiales en honor al muchacho, pese a que su versión de Lágrimas Negras ha dejado bastante que desear.
Entramos a Ocho de Octubre en medio del silencio relativo del ómnibus, sin cantos ni llamados telefónicos.
La pandemia me está volviendo intolerante a las multitudes, pienso, mientras miro por la ventanilla a la humanidad que se desplaza silenciosa por las veredas de la tarde.





Subo a un ómnibus tan pero tan impecable que debe estar en su semana de estreno. Viajan pocas personas, y no veo más que tres ventanillas levemente abiertas, pero hace un frío polar que viene desde el techo. El vehículo debe tener un sistema de ventilación activado x aquello del virus, pienso, y suspiro tan hondo como me lo permiten mis vías respiratorias, resfriadas desde hace varios días.
Este va a ser un invierno crudo para los usuarios del STM.
Helados, amontonados, sin poder toser. Y mirándonos con desconfianza.




Viernes de tormenta, casi mediodía. Desde mi casa se oye el viento que sacude los árboles del fondo. Una sirena pasa por 8 de Octubre, y se escucha el ruido de autos, camiones y ómnibus a lo lejos. Dos o tres pájaros. La canilla de la cocina en la casa de al lado. El ronroneo de Matilda. La antena de Movistar debe seguir zumbando en la otra cuadra, pero ya no la escucho. Bocinas. Mi respiración. Una moto.




El apagón del la noche del sábado me encontró ya metida en la cama y con un libro de Philippe Claudel. Eran pasadas las once, y cuando se fue la luz por un instante me asombró el absoluto silencio de la casa del balneario, hasta que la voces de mis amigas vinieron a romperlo en medio de risas. En cierto momento creí ver una cara luminosa que me sonreía medio macabra desde la pared opuesta, pero no era más que la carcaza del ventilador, que irradiaba una suerte de luminiscencia difusa. Habíamos estado compartiendo cuentos de Mariana Enríquez, y un poco teníamos los miedos más absurdos a flor de piel.
La electricidad volvió a los cinco minutos, cuando ya el libro de Claudel descansaba sobre la mesa de luz, y no volví a tocarlo hasta la tarde siguiente.

Hace un rato estaba de gran charla con mi amigo de la cooperativa en el bar cuando se cortó la luz. Camino Maldonado parecía una boca de lobo. El bar seguía iluminado, pero el dueño empezó a pedir a los empleados que tuvieran todo listo, por si se cortaba la luz de emergencia.
Eran otra vez pasadas las once de la noche. Mi amigo y yo pagamos nuestra magra consumición, salimos del bar y nos metimos en la cooperativa. Extrañamente, para una noche sin luna, las calles tenían cierta luminosidad difusa, suficiente para distinguir las casas y las siluetas del camino, aunque no las caras.
_¿Querés que te acompañe hasta allá arriba?
_ No, tranqui; tengo al sereno enfrente.
_ Bueno. Nos vemos.
_ Chau.

Iba llegando a mi calle cuando empecé a escuchar una vibración de lo más molesta: era la antena de Movistar de la otra cuadra, que jamás escucho en una noche normal, pero con el silencio del apagón el sonido de la estática retumbaba sobre las casas del barrio. Diez años sin darme cuenta de lo molesta que es esa cosa. Ahora estoy encerrada en mi dormitorio e igualmente la oigo: creo que ya no voy a dejar de escucharla. Me siento como Levrero cuando jodía con que había un zumbido en su nueva casa de Colonia y nadie le daba corte, hasta que fue un técnico y le dio la razón: ahí sí había un zumbido, de una frecuencia tal que solo él lo podía percibir.

Estaba escribiendo todo esto para entretener la cuarentena con apagón y luz de vela, pero como acaba de volver la electricidad por acá se queda la crónica, mientras cargo el celular, alimento a Matilda, retomo a Philippe Claudel y todo vuelve a estar en paz en Arbolito.


Pero yo sigo oyendo el zumbido




Esta soy yo teniendo una clase con mis alumnos a través de Zoom: un cuasi monólogo un tanto alienante con un montón de casilleros con nombres, porque la cámara consume muchos datos, o porque les da vergüenza mostrarse, o porque están durmiendo, o no quieren que veamos sus casas, yo qué sé.
_ Profe, no prendo la cámara porque no quiero que veas que recién estoy desayunando- me dijo hoy una chica, cuando ya eran las once y pico de la mañana.
Cada pregunta que hago, sea individual o general, exige que quien vaya a hablar desmutee el micrófono, y como no nos vemos dos por tres nos pisamos. Una chica me mandó un chat durante el zoom para decirme que otra no podía entrar y no pude hacer nada, porque a mí también me ha pasado intentar entrar a una reunión como invitada, digitar la clave correcta y que no me permita el acceso. Cosas que pasan (a veces).
De todos modos algo siempre se avanza, aunque no sea en el sentido estricto del programa de la materia. Ellos son sumamente cálidos, y parecen contentos del encuentro.
_ Profe, ¿te puedo decir algo?- apareció en cierto momento una voz anónima por algún lado.
_ Sí, claro, te escuchamos.
_ No, que a todos nos molesta madrugar y todo eso, pero... ¡yo estoy deseando volver al liceo!
_ Sí, y yo también.- sonaron varias voces, a lo que la primera amplificó su deseo:
_ Extraño todo: los recreos, los profesores, los compañeros... ¡y las tortas fritas del señor de la esquina, profe! ¡Son riquísimas!
Ahí fue un coro griego el que comentó que sí, que las de la esquina eran las mejores tortas fritas, que estaban a veinte pesos y que bien calentitas eran la cosa más rica del mundo. Les dije que no podía opinar, porque nunca había comprado.
_ Tenés que ir, profe, probás una y no salís más de ahí.
_ ¡Jaja! Mejor no, que ustedes son adolescentes y flacos, pero yo no puedo empezar a esta altura de mi vida a comer tortas fritas en los recreos.
_ Vos probá y después nos decís.
_ Bueno, ¿qué les parece esto? Cuando nos reintegremos a clases, en un recreo vamos todos a la esquina y le compramos varias para compartir en la clase.
_ ¡Ay, sí, sí, dale!
_ Pero con distancia social, ¿eh?
_ Sí, profe, pero con tortas fritas.

Y ta, todo esto para decirles que si volvemos a la presencialidad y me empiezan a ver rodando por ahí no fue consecuencia de la cuarentena: fue culpa del señor de la esquina y de mis alumnos de cuarto. Yo: inocente (como siempre).



El bus viene con unas seis personas paradas, pero el hombre igual se instala en el medio con su guitarra y empieza a cantar. Tiene una voz fuerte y afinada, y todos hacen silencio para escucharlo mientras entona “Ojos de cielo” , de Víctor Heredia. Suenan los aplausos al final, y casi casi me siento como en un viaje cualquiera de los de antes de la pandemia.
La veterana canosa a mi lado empieza a buscar unas monedas, pero el hombre arranca ahora con aquello de “Pare primo la canoa”. Ella guarda las monedas en la mano y se pone también a cantar.
Pare primo la canoa
Que me parece que llora
la chinita allá en la orilla
Que no es una maravilla
Despierto tú puedes ver...
¡Eso! Eso es de lo que hablaba hoy con los gurises de cuarto mientras dábamos algo de romances, pienso: un cambio de letra en apariencia menor, pero significativo. La mujer transformó “pesadilla” en “maravilla”, palabra que aparece en otra parte de la canción, y le cambió el sentido al texto, que claramente o no es pesadilla o no es maravilla.
Sigo mi viaje admirando la maravilla del mundo exterior, el mediodía de sol y el otoño amable de este año, hasta que pasamos el McDonalds de 8 de Octubre y Propios, donde una larga fila de personas ansiosas esperaba en la vereda para poder entregar su curriculum. Son muchos, la mayoría no va a quedar. Y ya se me entran a borronear los límites entre maravilla y pesadilla porque, como siempre, “todo es según el color/del cristal con qué se mire”.



Hace varios días que me aparece esta publicidad por acá. Más allá de que me cuestione el por qué me eligen como clienta potencial y prefiera no pensarlo mucho (igual que cuando me empiezan a ofrecer servicios de compañîa en sanatorios y coberturas fúnebres), lo que me llama la atención es la foto. Las chicas son bellas, y quien les cortó la cabeza fui yo, pero: ¿por qué no hay lencería sexy para gordas? ¿Siempre tienen que ir tapadas como mi abuela? Se las ve saludables y jóvenes, perfectamente pueden tener un conjunto que realce su silueta sin comprimir ni esconder. Supongo que la empresa que hace estas prendas piensa que todo lo que se salga de lo hegemónico debe ser tapado. No he visto nunca una lencería de talle pequeño tan pacata como esto, y en verdad cuando iba a las grandes tiendas de ropa (cuando estaban abiertas, hace una vida!) lo mismo pasaba con todo. Remeras, minis, jeans lindos: solo en talles pequeños. Para las XL está lleno de cosas anticuadas y poco sexys, en colores sin gracia, pero en otros lados no pasa esto. Yo me compré una bikini talle 7 en Boston, por ejemplo, y de la misma había hasta el talle veintipico. Los seres humanos venimos en distintos formatos y modelos, pero la moda no sale de los XS, S y a lo sumo M. Tenemos diez mil batallas que dar antes que esta, pero en fin.




Una amiga me manda un video de twitter y antes de verlo decido que ya es tiempo de hacerme una cuenta nueva, porque la primera que hice casi no la usé (y ya me olvidé hasta del nombre) y -lo más importante- administré la cuenta del CES hasta hace un par de años y me da terror meter un like o hacer cualquier cosa creyendo que soy yo y siendo, para la red, Secundaria.
Como siempre, te piden preferencias en materia de noticias, música y esas cosas, y después sugieren a quién podrías seguir. Mis primeras sugerencias son muy extrañas, quizás medio generales de más, pero después afinan la mira y me entran a sugerir a gente a la que he estado viendo estos días en youtube, instagram o radiocut. Gente muy poco conocida, como Ana Carolina o Suzyquiu (feministas, de la banda Pichot), que es como decirme en la cara que ya saben todo lo que hago y miro 24/7.
Ta, después no les gusta mi contraseña y no me dejan entrar, pero esa es otra historia.
Saben todo. Una sabe que saben, pero ante cada confirmación hay como un frío que corre por la espalda... Me pregunto si sabrán que me olvidé de comprar atún para el gato, que me siguen doliendo las manos, que todos los días los mosquitos me corren del patio a las cuatro en punto de la tarde, que tengo el pasto crecido del jardín y una luz que no anda en el piso de arriba.
Bueno, en fin. Ahora ya lo saben. Como todo (o casi todo).




Ocho y pico de la mañana en mi casa. El cielo está semi nublado, pero la luna aún se deja ver. Los gatos maúllan pidiendo distintas comidas, hay bandadas de palomas que van y vienen entre los techos, cantan los pajaritos, suenan sirenas de la policía, sobrevuelan en círculos los helicópteros... Otra mañana de "nueva normalidad" en Arbolito.



Toda la movida que estoy haciendo con los libros empezó cuando me di cuenta de que (con esto de la cuarentena) había empezado y abandonado un montón de novelas que probablemente no iba a retomar. Algunas medio juveniles, otras demasiado crueles, policiales mal planteadas, esas cosas. Lo último que de verdad me había interesado fue un libro de reflexiones sobre la escritura de Pedro Juan Gutiérrez (dios), pero eso fue en febrero. Me entré a cuestionar si no le estaría perdiendo el gusto a la lectura (que es como decir que soy un cura y se me cae el cáliz en plena misa, digo, recordando un cuento de Joyce que -no sé por qué- dimos con Mántaras en el siglo pasado).
Ayer leí La nieta del señor Linh, que me prestó una amiga (la misma que me dio una valija de libros para regalar), y no lo pude largar de principio a fin. Poesía pura.
"Un anciano en la popa de un barco. En los brazos sostiene una maleta ligera y a una criatura, todavía más ligera. El anciano se llama Linh. Es el único que lo sabe, porque el resto de las personas que lo sabían están muertas." Así empieza. Si lo ven por ahí, no lo dejen escapar.

Ps: no lean la contratapa, que adelanta casi todo, y tengan unos pañuelos desechables a mano, por las dudas (y esto no es un spoiler, porque capaz que los usan desde la primera página).

Ps. 2: no lean las contratapas, en general, si pueden evitarlo.




Hoy iba a colgar otro texto, pero de repente me encontré con uno que tiene que ver con alguien que conocí en un viaje de invierno a Carlos Paz, el año pasado, con mis amigas. Fueron pocos días, pero pasaron muchas cosas, de esas que nos cambian aunque no se noten. En ese viaje conocimos a la viejita María, nos reímos con el patovica Guillermo, terminamos queriendo a la tía Elba y nos hicimos un par de amigas maravillosas, Rosa y Laura, una amante de los gatos con unos enormes y negros ojos llenos de paz, que nos dejó hace un par de días.
Me gustaría escribir algo en su memoria, pero la muerte suele dejarme sin palabras. Por eso elegí a María: para recordarnos a todos en la celebración y la risa, en la vida sencilla, en el encuentro con los amigos, los eternos y los pasajeros. Es el mismo amor, en todo caso. Carpe diem.




¿Alguien sabe por qué hace dos horas que anda un helicóptero pasando por el cielo de mi barrio?
Los helicópteros no me traen buenos recuerdos; los asocio con dos momentos bien diferentes, y ninguno de ellos me acerca a la paz.
Por un lado, los 70´, época en la que dos por tres pasaba alguno volando tan bajo que mis primas y yo corríamos a saludarlo con la mano. Ellas tenían un helicóptero precioso y enorme de plástico marrón, a pilas, que les había traído de regalo la abuela de Canadá, la que no era mía, la que les regalaba Barbies cuando acá no se veían y ni les sabíamos el nombre. "Allá las nenas juegan con estas muñecas", decía la señora, y las Barbies anoréxicas de mis primas se rehusaban a juntarse con mis NIcolettas, Mimosas y Dormilonas, todas ellas regordetas y con caras de nenas modositas. Más allá de los juguetes, el helicóptero era en ese entonces una figura simpática, y tuvieron que pasar varios años para que yo entendiera el por qué de su patrullar constante por mi zona, zona de fábricas y de curtiembres, llenas de obreros, de posibles gremialistas, "sediciosos". A partir de ahí el recuerdo me eriza, y no hay Barbies que me saquen la sensación de control y peligro en retrospectiva.
El otro recuerdo es la Zona Cero, en Nueva York, donde está el memorial por las Torres Gemelas. El lugar invita al recogimiento y la tristeza por las víctimas, pero a la vez todo el tiempo hay helicópteros sobrevolando la zona, en lo que se parece mucho a un estado de guerra.
En fin. Cae la noche. El helicóptero va y viene, viene y va por mi zona, como si estuviera buscando algo que no se deja ver, pero mis gatos están adentro, y yo también. Habrá que poner un video para dejar de escucharlo.
Si alguien sabe algo, cuente, cuente.
Siempre es mejor saber.





Un amigo se había quedado a dormir en casa, que no era ni mi casa de hoy ni ninguna que conozca, aunque el pasillo de entrada resultaba un poquito parecido al de la infancia. Yo salía a hacer unas compras y al volver lo veía yéndose ya para el trabajo, pero decidíamos compartir antes el desayuno. Luego nos íbamos juntos hasta la estación, a tomar el tren directo para Montevideo.
Ya adentro del tren, vi que me faltaban la tarjeta de débito y la cédula: seguramente se las había quedado por error Mary, la encargada de las horas de Literatura en Departamento Docente, que está grande y es medio despistada.
Por suerte ella iba sentada unos asientos adelante en el mismo vagón.
_ No sé si las tengo, Mariela Rodríguez, pará que me fijo.- dijo llamándome por mi nombre y apellido, que es lo que siempre hace.
_ Mary pierde todo- le comento a la chica que tengo a mi izquierda, antes de poner mi mano en el bolsillo de la campera y encontrar allí la cédula y la tarjeta.
_ Dejá, Mary, al final lo tenía yo.- le aclaro, y enfrento su habitual (y en este caso merecida) mirada de cansancio.
_ Pero no tengo el boleto del tren- agregué- ¿no lo habré dejado en tu escritorio, Mary? ¿Te animás a ver entre tus carpetas a ver si está?
Mary miró por arriba: no lo tenía. Detrás de mí el inspector esperaba que le diera el boleto o me conminaba a bajar ya mismo del tren. Mi amigo estaba en otro vagón, ya lo buscaría después de regularizar mi situación. Pero no tenía el maldito boleto.
Decidí bajarme y volver a mi casa a buscarlo.
Di vuelta todo patas arriba en mi casa, hasta que lo hallé. Corrí con él en la mano hacia la estación, y llegué justo justo cuando el tren arrancaba.
Ahora iba lleno, y no había rastros ni de Mary ni de mi amigo.
_ Cómo cuesta ser yo- pensé un segundo antes de despertar, vislumbrando ya un Cele en mi futuro cercano.- Cómo cuesta.
Al abrir los ojos no había en casa amigos, trenes ni desayunos. Solo una gata maullando y un despertador preguntando cuándo lo voy a volver a usar.
_ Ya va, ya va- nos dije, sacando una mano de la cama para encender la computadora al costado.- Estos no son tiempos de andar con apuros. Ya va.
Y me levanté.


Apenas para la lluvia salgo a hacer mandados (digamos) por el barrio (digamos). O capaz que salgo una hora a caminar por hacer ejercicio, quién sabe.
En la casa de las rejas sobre Camino Maldonado estaba como siempre el rubio, mi perro ajeno. Apenas me ve viene saltando a hacerme mimos, mordisquea mi campera y casi no me deja seguir, pobre. Estaba medio temblando, con frío. Yo no sé si tiene cucha, porque el lugar en que está (una cancha de fútbol 5) tiene un pasillo largo hacia el fondo y desde la calle no se ve mucho más.
Seguí mi camino preocupada, pensando en el invierno cercano. Por lo menos sé que no soy la única que le hace mimos, porque he visto otra gente sentada en la vereda y jugando con él a través de las rejas.
A la vuelta, ya de noche, antes de pasar por la casa de las rejas abrí la bolsa de carne picada que había comprado para los gatos, así le daba un bocadito al pasar, pero un hombre se me adelantó y (aunque el rubio no andaba en la vuelta) le volcó en su frente una bolsa de huesos de asado.
_ ¿Vos sabés si tiene cucha?- le pregunto, y no hace falta aclarar de quién hablo.
_ No sé, pero debe tener, no te preocupes, que parece estar bien. Yo le traigo comida todos los días.
_ Ah, qué bueno. Menos mal.- digo sin mucha gracia, aunque por dentro me daban ganas de darle el Nobel de la Paz por alimentar al rubio.

Volví a mi casa empujada por el viento y las sombras, sin haberle dejado nada de la carne picada que pensaba darle. Después de todo el perro tiene varios adoradores, pero yo soy la única que alimenta a mis gatos, que no serán rubios pero comen mucho. Se llama filosofía práctica de la vida, o tal vez un poquito ley de la selva. No me juzguen.



Que quede claro que no me estoy quejando. Sarna con gusto no pica, las cosas son como son y todos los lugares comunes que se les ocurran, pero: ¿qué diablos le pasa por la cabeza a mi gata cuando le doy carne picada, que si se la suministro de a puchitos se come un montón pero si pongo el mismo montón desparramado en el plato lo mira con desprecio (igual que a mí, debo decir) y lo deja tirado sin mayores consideraciones?
No como carne, no me gusta manipularla, pero Matilda me obliga a darle pedacitos cada tres minutos hasta que considera que fue suficiente y se va a acostar a algún lado (generalmente prohibido).
Saludos desde el reino de la esclavitud, compañeros.
Los que vivimos con gatos no tenemos feriado.

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