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sábado, 21 de marzo de 2020

Historias desde la cuarentena, 5. Ante todo



Yo siempre he sido, ante todo, una mujer muy tranquila. Por eso me sorprendí cuando a las cuatro horas de vuelo no había conseguido pegar los ojos ni por medio minuto. Era algo raro en mí, que no sufro de miedo a volar ni tengo problemas para estirar las piernas en el poco espacio de los aviones. Quizás me estaría complicando para conciliar el sueño cierta dificultad respiratoria propia de los últimos días, producto de un incipiente resfriado. No tenía mocos (o al menos no muchos), pero el aire no terminaba de encontrar un camino despejado para entrar ni para salir. Ojalá sea solo un resfriado, pensé, recordando que la última vez que volé la comida de a bordo me cayó horrible y vomité todo el viaje, para delicia de mis compañeros de asiento. Ahora, por suerte, me había tocado junto al pasillo.
Miré alrededor. En caso de que me volviera a descomponer ya podía imaginar la cara que pondría la pituca sentada enfrente, en el lado del pasillo de su fila. Si empezaba una función de vómitos made in Uruguay se le iba a desarmar el brushing progresivo, del asco. Era rubia, casi platinada, con el pelo largo y bien cortado. La miré con disimulo, y debo reconocer que me produjo cierta envidia. No por el marido, un pelado con pinta de baboso que al comienzo pensé que era el padre, sino por la piel cuidada, los dientes perfectos, las pulseras de plata, la blusa blanca de seda, el saco gris con pinta de comprado en otro país y hasta los zapatos de taco aguja, con los que yo jamás podría caminar. Eran zapatos negros, de charol y punta fina. Cuando la regia movía la patita se les reflejaban todas las luces del techo del avión.
Como pude miré el reloj en la pantalla, frente a mis ojos. Tenía por delante unas cinco horas de vuelo, Y más allá del incipiente resfriado lo cierto es que no me estaba sintiendo nada bien. Me pregunté si sería tiempo de activar el protocolo de alarma sanitaria nivel 1, y por las dudas lo hice. Revisé entre las revistas y las indicaciones del bolsillo del asiento: ahí estaba la mareo bag, pronta a servirme en caso de necesidad. Tragué saliva. La sugestión empezaba a avanzar, sin compasión ni de mí ni de las potenciales víctimas de los alrededores.
Algo andaba mal.
La náusea moderada devino al rato en escalofrío, en empujes de frío y de calor. Ya no sabía si sería mejor abrigarme o desvestirme. Tenía las paredes del abdomen durísimas, no precisamente por ir al gimnasio, sino de los nervios. Cada vez que el tarado de atrás clavaba las rodillas en mi asiento me venían unos retortijones que me obligaban a elevar los ojos al techo, mientras lo puteaba por dentro, pendejo idiota, ojalá se fuera a la mierda (de ser posible en el mismo baño del avión, que es más incómodo).
En cierto momento tuve un amago de arcada.
Sé cómo es esto, se cómo comienza, sé cómo termina y, especialmente, sé qué significa. Significa que me estoy convirtiendo en mi vieja. Es ella la que vomita cada vez que se pone nerviosa, no yo. Yo soy la sana, la fuerte, la joven. Mi madre es una viejita frágil desde que cumplió los 35 y arrancó dos por tres a joder a mi padre con aquello de "mirá que estamos por cumplir los cuarenta y ya no podemos comer cualquier cosa, ¿eh?" Y ahora esto.
A la segunda arcada terminé por aceptar que había que hacer algo, respiré hondo, junté coraje y recorrí como pude los diez metros hasta el baño. Por suerte estaba cerca. El avión iba pasando por unas turbulencias, pero nada dramático: solo me tambaleé un par de veces, y le pisé la punta de uno de los zapatos de charol a la regia de enfrente.
_ Sorry- murmuré, y me sorprendió mi ronquera. La rubia corrió el pie del pasillo, pero no respondió.
Una vez en el baño me di cuenta de que no quería ni vomitar ni orinar. Más bien nada. Aquella había sido una exploración cautelosa de un terreno seguro, armada por mi inconsciente para irme preparando por si en verdad llegaba a necesitarlo. Respiré hondo y me apoyé en las paredes del cubículo cuando el avión se sacudió al pasar por una turbulencia más fuerte que las anteriores. Cuando enfrenté al espejo entendí por qué la regia me miró apenas una milésima de segundo antes de desviar los ojos: ante mí veía la imagen de una mujer madura y despeinada, con el rímel corrido y cara de cansancio. Encima se me había ocurrido viajar de camisa a cuadros, vaquero y championes: era un tipo. Un tipo de pelo largo, rubio y de rulos, pero un tipo. El Pibe Valderrama, mierda. O una señora bonachona con ropa de leñador. Una osa.
Soy un desastre. Así no voy a conquistar nunca a nadie, pensé, y recordé que mi amiga Cecilia pensaba presentarme en esos días a Jeff, uno de sus compañeros de trabajo en Boston. Por la foto no parecía gran cosa el tal Jeff: poco pelo, demasiado rubio, con esa cabeza rectangular típica de los yanquis, especialmente de los que van a la guerra, aunque nunca se sabe. Igual en la valija tenía ropa linda, y es verdad que una ducha y un poco de pintura arreglan cualquier desbarajuste, pero por ahora eso no parecía nada fácil.
Mientras enfrentaba al espejo algo en la imagen me llamó la atención, y me acerqué para ver mejor. ¿Qué eran esas manchitas que me estaban saliendo en la pera? ¡Me estaba brotando! Pero no. Aquello no era alergia. Miré de nuevo, entrecerrando los ojos para compensar la miopía, y cuando pude enfocar mi piel ahogué un grito, porque lo que tenía en la cara no eran granos, sino pelos. Me estaba creciendo barba. ¿Cómo voy a tener barba? Seguí mirando al espejo: también asomaban unas sombras de bigote sobre el labio superior.
_ Maldita menopausia- murmuré o pensé, al tiempo que escuchaba un discreto golpe en la puerta del baño. Estaba demorando demasiado. Los desarreglos hormonales traen consecuencias de lo más floridas, aunque nunca había escuchado de algo tan jodido y repentino como esto. Terminé el lavado de cara y de manos y volví a mi asiento con la cabeza baja. La regia dormitaba en el suyo, con la cartera de animal print reposando descuidadamente en la falda. Hay mujeres que no saben vivir si no es con una cartera en las manos; por suerte yo era diferente.
Ya instalada en mi sitio me toqué la cara y sentí claramente los canutos de unos pelos asomando. No eran tantos ni tan duros como los de un hombre, por el momento, pero tampoco tenían nada que ver con el vello facial femenino. Estos no se disimulan con base. ¿Qué va a decir mi amiga al verme? ¿Y el tal Jeff? 
Bueno, que el tal Jeff piense lo que quiera, que a mí igual no me gustaba. 
El problema es que si sigue saliéndome barba capaz que en la aduana me niegan la entrada, porque mi cara no estaría coincidiendo ni con la visa ni con el pasaporte. 
Traté de concentrarme en mi estado de salud, aunque desde hacía un rato el malestar y los mareos habían dejado de preocuparme. Esas son cosas de blanditos, pensé, hay que aguantarse; ¿para qué tiene uno huevos si no?
Quedé paralizada, con la boca abierta como un pescado. ¿Acababa de pensarme en masculino? Yo no tengo huevos (creo).
Ese vuelo se iba poniendo muy raro.
Una de las azafatas con las que había conversado al principio, una mexicana bajita y de ojos verdes, al pasar por mi fila se me quedó viendo con aire de extrañeza pero no dijo nada. Desvió la mirada al encontrar mis ojos y continuó recorriendo el pasillo con su bandeja llena de vasos de agua y jugo de naranja.
Algo en mi columna crujió, de repente. No podía quedarme quieta en el asiento. Me dolían las cervicales, y las piernas empezaban a acalambrarse por el poco espacio disponible.
Alto. Yo no puedo tener poco espacio, porque mido 1.60. O eso medía, porque, ahora que lo miraba bien, el pantalón me iba quedando ridículamente corto. Miré mis tobillos, cada vez más rotundos. Casi podía sentir el estiramiento de la piel, dando paso a una nueva estructura. 

¿Qué diablos me estaba pasando? ¿Se crece después de los cincuenta? Salvo que fuera todo consecuencia de un estado febril, o de extrema debilidad... Apenas bajara a tierra iba a tener que medirme para salir de dudas, y después ver a un doctor, pero para eso faltaba mucho: aún quedaban más de cuatro horas antes del aterrizaje. Si pudiera dormir un rato, o al menos dormitar, con seguridad toda esta pesadilla se desvanecería cuando despertara lúcida y despejada. Sí, eso. Tenía que dormir. Cerrar los ojos y dormir. Era eso.
Cuando el gigante de American se sacude fuerte dos o tres veces recupero la lucidez y salgo de golpe de un sueño estrafalario. La pituca de enfrente abre los ojos y demora un segundo más de lo apropiado al mirarme, mientras el pelado del marido ronca a pata suelta en el asiento de al lado. Parece que por primera vez ella advierte mi presencia, porque antes ni me había mirado. De repente me invade una sensación desconocida en la entrepierna, y al instante termino de despertar, y tiemblo. La incipiente barba sigue ahí, en una cara que ahora es más grande, porque la línea de comienzo del pelo ha retrocedido como cinco centímetros. 

Quedo desconcertada; hundo en el pecho la cabeza y miro al piso, de donde no pienso levantar los ojos en las horas o los siglos que nos queden de viaje. 
Igual no dejo de registrar que la regia está buena, más allá de las pilchas y las pulseritas. Buenas tetas, piernas largas, labios gruesos. Del culo no digo nada porque no la vi de espaldas, pero me lo puedo imaginar: un producto de primera, hecho a base del esfuerzo propio y de las indicaciones de algún personal trainer. La cara es un poco alargada, es cierto, pero al menos no tiene la cabeza rectangular como Jeff. Mientras se demora buscando algo en la cartera me doy cuenta de lo hermosas que son sus manos. Manos de quien vive para mimarse, manos suaves, delicadas. Seguro que saben lo que hacen.
Me incorporo en el poco espacio de que dispongo y echo una mirada más allá de su asiento. El tarado del marido sigue durmiendo, lo que contribuye a que deje de dar vueltas y me decida. Termino de restregarme un ojo en el que me pareció que podía haber quedado algo de rímel y la voy relojeando de a poco, mientras pienso qué frase inolvidable le podré tirar para arrancar a conocerla. Sin apuro ni ansiedad, eso sí, porque yo siempre he sido, ante todo, un tipo muy tranquilo.


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