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lunes, 30 de marzo de 2020

Historias desde la cuarentena, 14. Operación verde


I
El encuentro

Eran las seis de la tarde, un jueves de primavera. Mi relativa concentración frente a la laptop y el trabajo para la facultad se vio interrumpida por unos chillidos de cotorra desesperada en el patio del frente. Era algo así como un “¡crcuíiik!”, acompañado por unos “mieowweeeu” que conozco a la perfección: son los maullidos de Griselda, mi gata barcina, la única cazadora de la familia. Largué el trabajo y me disparé hacia la puerta. Llegué a tiempo para ver parte de la persecución, que culminó con las fauces de Griselda alegremente rellenas de una masa verde plumosa. Le di un sorpresivo sopapo que logró liberar a la víctima, pero la víctima no era muy viva, al parecer, porque fue derechito a esconderse atrás del enano de jardín, dejando a la vista un 80% de su anatomía. La cacería fue reanudada. Griselda actuaba a velocidad vertiginosa, yo veía como mil gatas que trataban de esquivarme, hasta que al fin la atrapé y pude encerrarla dentro de la casa. La víctima, para entonces, se aferraba a su silenciosa e inmóvil posición de solo cabeza escondida entre el enanito y los ladrillos de la pared del jardín, y no me animé a tomarla con la mano porque ya tengo experiencia en picotazos de loro y porque (¿a qué negar lo evidente?) la valentía no es lo mío.
Tras mil proezas, gritos y amenazas de por medio, logré entrar a la casa y volver a salir sin que la gata se escapara. Había ido a buscar un repasador y el pet carrier. Aldo me pedía desde adentro que no asustara más a Griselda, que estaba aterrorizada por mis gritos y que solo quería probarnos lo buena que era cazando para garantizar su sustento, pero yo no estaba para admirar predadores.
Volví a la zona del enanito. Intenté agarrar a la cotorra con el repasador pero se me escapó y se fue derechito al rincón que queda entre la cucha de las gatas y la pared del muro lindero con la casa de la vecina. Primero insistió en dejar la mitad el cuerpo a la vista; al rato se avivó, y se internó en el corredor entre cucha y pared, de diez centímetros de ancho. Imposible meter la mano en un espacio tan pequeño: había que mover la cucha. Moverla implicó en realidad desarmarla, sacando primero el techo y después la pared del fondo, hasta que al fin la casi merienda de Griselda quedó a la vista y pude tomarla envuelta en el repasador, para dejarla suavemente en el pet carrier hasta que se le pasara el susto.
Con la jaula en la falda traté de mirar a la víctima con actitud evaluatoria. No estaba lastimada, y en el patio no había ni una pluma, pero tenía la cola demasiado corta. Quién sabe si volaría. Resultaba imposible soltarla en el frente, donde andaban cuatro o cinco  perros en la vuelta. A todo esto el resto del destacamento felino de la familia  (Bruna, Roldana, Beta y Tania) no se enteró de nada: solo siguieron disfrutando de su plácida siesta de veinte horas por día. Griselda me estuvo persiguiendo desesperada por toda la casa hasta que la saqué al patio del frente, donde pasó largo rato olfateando para ver si reencontraba el juguete verde.
Con el tema felino controlado, abrí la reja del fondo. Aldo y yo subimos al techo para iniciar la operación de despegue. Fuimos hasta el límite con el baldío del fondo al que todos le llamamos “la quinta” aunque nunca se plantó nada y es solo media manzana tapada de árboles y yuyos, y ahí abrimos la puerta del pet carrier. El bicho salió volando bajito, pero volando, y se quedó posado en el piso entre unos árboles, a unos diez metros del muro de la casa. Nos miramos con expresión de misión cumplida. ¡Qué linda la sensación de salvar una vida! Ya me estaba postulando mentalmente para algún capítulo de Biography de AyE Mundo, aunque en mi fuero íntimo siempre supe que las buenas acciones rara vez trascienden las fronteras del hogar.

II
La identificación

Salía a la tarde siguiente para ir el liceo cuando me crucé con Christian, el vecino de enfrente, que preguntó si había encontrado el plumerío en mi patio. Se ve que había sido testigo del inicio de la persecución y daba por  sentado el deceso de la víctima, pero no contaba con mi astucia. Trepé imaginariamente a un pedestal de unos tres metros antes de comunicarle que la había salvado.
_ ¿No se murió la cotorra, entonces? ¿Y dónde la tenés?- preguntó muy interesado y con cara de preocupado.
Bajé metro y medio del pedestal, por las dudas.
_ La solté a la quinta… ¿Por?
_ ¡Porque era nuestra!- contestó, antes de salir raudo y veloz a dar la vuelta a la manzana, a ver si desde el alambrado del otro extremo de la quinta la podía divisar. Fui con él, mientras me contaba que era de su tía, que se había mudado a su casa hacía un par de semanas. La cotorra era muy mimosa, y la tía estaba desesperada pensando que mis gatas se la habían comido. En vano esforzamos nuestros ojos tratando de encontrarla entre los yuyos y plantas de la quinta. Como tenía las plumas cortadas no podría haber ido lejos, pero ni Christian ni yo encaramos traspasar el alambrado, por aquello de invadir la propiedad ajena, que demás era de la embajada rusa y ya se sabe que con los rusos no se juega ni allá ni en ningún lado. Salí hacia el liceo hecha un mar de confusiones, a la vez que mi auto adjudicado status de heroísmo se iba diluyendo un poco más a cada paso. Qué difícil es ser bueno en este mundo.

III
Sonidos 

La escucho. Está en la quinta, gritando. ¿Está pidiendo ayuda? No puedo verla, pero la escucho. ¿Le avisaré a Christian? ¿O será que esta es la oportunidad de la víctima para iniciar una nueva vida sin jaula ni vieja que le pida que aprenda a decir cosas repitiéndole hasta el cansancio gansadas que ella no entiende ni quiere aprender?
Aldo, a quien transmito mi dilema moral, opina que hay que decirles que el bicho sigue ahí porque seguro que después del cautiverio la pobre no debe saber comer ni defenderse y al no poder volar resulta que la salvé de una muerte rápida para condenarla a una lenta agonía por inanición, pero igual no les digo nada. No estoy segura de que no pueda comer sola, y yo ayer la vi volar. No mucho, pero la vi
_ No la viste volar: la viste caer en picada- acota Aldo.
De todos modos a la tardecita él le contó todo a Christian. El vecino no se animó a entrar a la quinta porque está prohibido, hay vecinos que denuncian si ven a alguien merodeando, y más si está oscureciendo. Me propongo mentalmente acompañarlo mañana y ver cómo nos metemos en la quinta, porque a veces una rubia inspira menos sospechas que un morocho, y además porque en la charla con Christian me contó que a la cotorra no la tenían presa en una jaulita sino que andaba suelta en la casa, y que por eso le habían cortado las plumas, para que no se fuera muy lejos.

III
La noche

¡La pucha, cómo diluvia! Me la imagino tiritando y haciendo glup, glup, glup, mientras a su alrededor la marea creciente sube y sube, tapándola sin piedad. Estará estornudando, o desvariando por el frío, diciendo frases humanas sin sentido para ver si alguien viene en su auxilio… “Prrr… la patita…lorita… prrrr!” Sigue lloviendo. ¡Maldito Ramis, que dijo que no caía ni una gota de agua en todo el fin de semana!

IV
Mañana de sábado

Me levanto temprano, confiando en poder retomar el trabajo interminable de Humanidades, y en el momento en que pongo el agua para el té de limón en la taza un sonido del mundo exterior llega repentinamente a mi conciencia. ¡Hay máquinas de cortar pasto! ¡Están cortando el pasto de la quinta!
En medio segundo pasaron por mi cabeza las más variadas imágenes de cotorra despedazada por filosas cuchillas. Sangre y plumas verdes, una pata, un pico, unos ojos aterrorizados. Dejé té, dejé trabajo, dejé todo y salí. Di la vuelta a la manzana y entré por el portón de la quinta, que estaba abierto. Cinco hombres cortaban el pasto con bordeadoras, divididos en sectores. Pensé que iba a ser difícil hacer toda la historia, pero no hizo falta. Apenas nombré a la víctima, me dijeron:
_ ¡Ah, la cotorra esa! Sí, la vimos, y nos imaginamos que era de alguien. Anda por ahí, a los saltitos.
Me acompañaron hasta un grupo de árboles donde la habían visto, pero ni rastros de ella. Volvieron  sus sectores y siguieron trabajando mientras yo, con una maceta de plástico vacía en la mano y un repasador colgado de la cintura, me dedicaba a recorrer todo el terreno que, como dije, abarca media manzana. Era difícil esto de buscar algo verde entre lo verde. Caminé, tanteé con una varita, llamé, enfrenté a las tarántulas y posibles alimañas como una hora, pero nada. Tenía miedo de pisarla, porque el pastizal me llegaba a la rodilla. Las hojas pinchudas de los yuyos se me pegaban al jogging, que iba incorporándolas, de modo que pasaba de violeta a verde. Varios abrojos se me prendieron a las medias, y los championes se empaparon. Hice técnicas de control mental para ver si la invocaba mágicamente pero se ve que la cotorra era resistente a este tipo de manipulaciones, porque ni pío. A todo esto, los cortadores de pasto avanzaban a gran velocidad en su tarea, limitando cada vez más la probable zona de refugio.
Decisión desesperada: di la vuelta manzana, volví a mi calle, y busqué a la dueña, a ver si llamándola ella el bicho daba señales de vida. Pero no. La doña anduvo un rato gritando “¡Tati! ¡Tati!”, sin el más mínimo asomo de respuesta, hasta que concluyó que la Tati andaría escondida por el miedo, y que no iba a haber quien la hiciera aparecer. Se volvió a su casa, yo me quedé media hora más, y también hice lo propio. Cuando volví mi té ya estaba helado. El tiempo me dio justito para hacerme otro y salir para el liceo, donde debía estar a las diez. De todos modos los muchachos del pasto iban a estar tratando de no cortar muy al ras del suelo, me dijeron. Les di las gracias, y me fui.

V
Luz verde

Vuelvo del liceo al atardecer, cargada con los mandados, y ya voy llegando a mi portón cuando oigo la voz de la tía de Christian que me grita desde enfrente:
_ ¡Preciosa! ¡Ya apareció!
Los del pasto le habían traído a la Tati hacía unas horas. Estaba agotada, muerta de hambre y de sed, pero entera.
Entro a mi casa contenta, pensando que esto de las heroicidades cuesta mucho trabajo y que a ver si me pongo las pilas con el informe de Humanidades, que desde el jueves no avanza ni media carilla, y yo no quiero que en mi capítulo de Biography de A&E Mundo digan que ando dejando las cosas inconclusas.

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