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martes, 31 de marzo de 2020

Historias desde la cuarentena, 15. Sucedió el último invierno




Ahí estaba yo, caminando de nuevo por la avenida que llevaba a nuestra playa. Cada paso que daba parecía encajar en el molde de otros pasos, míos o ajenos, porque éramos muchos los que habíamos realizado a través de los años la misma peregrinación en busca de las mismas respuestas. Solo que esa vez era invierno, y nadie parecía moverse en la pequeña ciudad recostada al océano, como si el pacto únicamente se renovara bajo el sol del verano, en una procesión vertiginosa de autos, comercios y luces. El cielo nublado y el viento de la tarde realzaban la desolación del paisaje. Las marcas de viejos arreglos en el pavimento remedaban un entramado de cicatrices que yo conocía. Un mapa de heridas y ausencias, mi alma, triste como la calle, como las nubes cada vez más negras, como el ruido del mar a lo lejos. No había nadie en ninguna parte, pero no era momento de detenerse y derrumbarse a llorar en un banco del puerto. Restaba poco del día y era imperioso arribar al lugar exacto, a la última hora de luz en que la iglesia estuviera abierta.
La vieja iglesia de La Candelaria. Pintada de un celeste color cielo que nunca terminó de gustarme, hacía ya cien años que presidía la zona del Faro y levantaba erguida su vieja campana de bronce para llamar a los fieles a la misa de los domingos. Allí iba yo aquel viernes de julio, persiguiendo un indicio tan sutil como la espuma de las olas.
Podría haber ido por la calle, qué más daba. El tránsito se limitaba a un par de bicicletas y un auto azul destartalado que me cruzó despacito, como tratando de no interferir con mi soledad. Entre tanta inmovilidad y silencio me detuve a observar a una gaviota que se había enseñoreado del pavimento. Ella también estaba sola. La seguí por media cuadra, hasta que se cansó del juego de apurar el paso para no permitirme adelantarla. Por un momento pareció preferir la seguridad de la vereda, y los dos caminamos en paralelo. Casi sin darme cuenta sonreí, por un momento, pensando en el dúo cómico que haríamos a los ojos de un espectador ajeno, el viejo de pasos largos y la gaviota a los saltitos. Dejé de verla cuando aceleré el ritmo, porque el viento se hacía cada vez más helado y la luz se iba demasiado aprisa. Los años comenzaban a pesarme más de lo debido, y mis torpes intentos de apurar el paso no eran más que patéticos esfuerzos por emular al joven que había sido. Aún no usaba bastón, ese era mi orgullo secreto. Aún no usaba bastón, pero bien sabía que el precio era alto, y a la noche lo pagaría en dolor y entumecimiento.
Cuando llegué a La Candelaria la puerta aún estaba abierta. Me colé antes de tener tiempo de arrepentirme, y tras persignarme me paré en el centro mismo de la nave, bajo la araña de caireles que contemplaba desde abajo como a un gigantesco mandala suspendido del infinito y señalando mi centro.
Respiré hondo, y esperé.
La señal que había ido a buscar era tan vital como incierta. Si es que ella aún estaba allí en alguna forma, yo debía saberlo. Era el día de nuestro aniversario, en el mismo sitio en que realizáramos un juramento mentiroso. “Hasta que la muerte nos separe”, habíamos dicho, pero no era cierto, porque ni la muerte podría cortar nuestro lazo. Ya hacía ocho años de su muerte. Yo seguía yendo a nuestra iglesia cada 12 de julio en busca de respuestas, y aunque nunca recibí una señal inconfundible debo decir que el llanto me liberaba en parte de la pesada carga de ser el que se queda, aunque la sensación era fugaz y poco consistente. Las lágrimas se iban y no venía el consuelo.
Esa tarde lloré, como siempre. Cómo hubiera podido evitarlo. Lloré parado sobre la estrella del piso, en el centro mismo de la nave, frente al altar mayor. Lloré hasta que una mano en mi hombro me recordó quién era y dónde estaba.
_ ¿Puedo ayudarlo en algo? Ya estamos por cerrar.
No podía ayudarme. Le agradecí con un gesto y salí a la noche sin estrellas, donde empezaban a caer unas gotas heladas. Estaba solo a esa hora. Ni siquiera la gaviota había quedado en la calle. La luz del faro con su silenciosa intermitencia alumbraba de a ratos el camino a mi casa. Traté de no pensar.


Un sonido molesto se repitió durante un rato en mi cabeza antes de que advirtiera que el teléfono estaba sonando sobre la mesita de luz. Era mi hijo, para avisar que mañana traería a los mellizos a almorzar con el abuelo. Los niños me extrañaban, dijo, y hasta habían hecho unos dibujos que querían regalarme para adornar las paredes vacías de mi cuarto. Me preguntó cómo me adaptaba a la residencia de ancianos y le contesté que bien, bárbaro, sin problemas.
_ Bueno, viejo, mañana nos vemos, entonces. Cuidate, ¿eh? Tengo mil cosas para contarte.
_ Bueno, hijo, muy bien. Hasta mañana.


Al otro día no hubo necesidad de avisarme de la llegada de mis visitas a la residencia: las voces de Cata y Gabriel me lo anunciaron desde mucho antes. Tenían cinco años; estaban en esa edad en que el silencio es un concepto aún no aprendido. Entre abrazos y besos, una vez que lograron desembarazarse de los mitones de gamuza con que su padre había intentado protegerlos del frío, se sentaron conmigo, uno a cada lado del sillón, y me dieron los dibujos. El de Nahuel representaba un paisaje marino recortado contra un cielo azul donde los rayos del sol se hacían gruesos y fuertes. En el de Cata, en cambio, había una calle gris y desierta, rodeada de nubes de tormenta, donde solo se veía una gaviota caminando.
_ ¿Y este pajarito? ¿Qué es?_ pregunté.
_ No es un pajarito, ¡es una gaviota!_ aclaró Gabriel, quitándomelo de las manos mientras su hermana explicaba, mirándome con sus enormes ojos oscuros:
_Es un amigo mío, abuelo, pero yo te lo presto. Como hace mucho frío le pedí que te acompañara si algún día estabas triste y no tenías a nadie cerca.


Los años han hecho de mí un viejo llorón, qué duda cabe. La ciudad seguía gris y vacía, pero ya no importaba. Cuando pude hablar de nuevo le pasé un brazo por los hombros a mi hijo y salimos en busca del único restaurante abierto en esta zona del balneario.
_ Y, contame, Cata, ¿cómo es tu maestra?
_ ¡Ay, es buenísima! Ayer aprendimos diptongos. ¿Vos sabés lo que son los diptongos?
_ Los aprendí pero hace mucho, no me acuerdo. ¿Me contás qué son?
_ ¡No, ella no, yo te digo!
_ Bueno, me cuentan los dos. Uno explica los diptongos y el otro pone un ejemplo, ¿ta?

Fue tenue y duró menos de un segundo pero lo vi. Un pequeño rayo de sol se coló entre las nubes y sonrió entre nosotros, mientras seguíamos caminando. El mediodía de domingo por fin parecía ir mejorando; unos buenos ravioles con tuco nos harían entrar en calor en un momento, y todo iba a estar bien, por un rato. Al menos por un rato.

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