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jueves, 26 de marzo de 2020

Historias desde la cuarentena, 10. El domingo de la cebolla



Mis viejos llegan a Montevideo a las ocho de la noche. Cuando aparece ante mis ojos el ómnibus blanco y azul de Rutas del Plata ya hace media hora que los espero en la parada, tiritando entre el viento y la llovizna, agotada después de una jornada de trabajo que empezó a las cinco y media de la madrugada. Inés y el Cele vienen abrigados, traen las caras rojas, se bajan del ómnibus con dos bolsas de hacer los mandados y un bolso térmico color turquesa promocionando a una tienda de Río Branco. Los saludo con un beso en la mejilla y pregunto por el viaje. Bien, dice él. Ella cambia de tema y se pone a elogiar qué lindo que está el barrio, los edificios nuevos y los bares que antes no había. Mientras caminamos hasta mi casa insinúa algo de que los viajes la ponen nerviosa pero yo sé qué no es cierto, porque siempre dice que le encanta venir a Montevideo. Le pregunto si pasó algo hoy en especial; ella mira hacia adelante y murmura:
_ Yo qué sé… Cosas.
No vuelve a abrir la boca hasta que llegamos, dejamos los bolsos en el living y se sientan en la cocina.
_ ¡Qué lindo ese gordito! ¿Es tuyo?- pregunta mi viejo mirando a la gata gris y blanca, que olfatea a los dos viejos como evaluando si traerán atún, o por lo menos sardinas.
_ No es un gato, Cele, es Matilda. -explica mi madre con cierto fastidio- Vos ya la conociste la última vez, hace dos años.
_ Ah. ¡Mirá vos! No me acordaba.- responde el Cele, y se queda mirando por la ventana. En un momento se para, se asoma al fondo y me mira con la sorpresa pintada en la cara.
_ ¿Y el galpón? ¿Qué pasó con el galpón?
_ Lo achiqué.- respondo, al tiempo que pongo agua en la jarra térmica para una merienda- Como no tengo auto para hacerlo entrar por el fondo, hace diez años que achiqué el galpón y gané un poco de patio. ¿No te gusta?
_ Sí, sí, está bárbaro.-Se queda mirando las paredes de ladrillos, el deck de madera y las plantas aún mojadas por la llovizna, hasta que siente que Matilda se le acerca y se le refriega en una pierna. Él le acaricia la cabeza; la gata empieza a ronronear.
_ ¿Y este gordito? ¿Es tuyo?
_ Sí, se llama Matilda. Es muy buena, te va a caer bien.
Mi madre emite un suspiro que solo ella y yo escuchamos.
_ ¿Quieren que haga algo para comer?- pregunto, como si no conociera la respuesta.
_ No, no, Mari, no hagas nada, que nosotros nos trajimos la comida. Acá están las milanesas, y las galletas de campaña... En esta botellita puse un poco de Sprite, porque sé que vos no tomás refresco.
_No, no tomo, pero ya les compré una Coca. Tirá esa Sprite vieja, haceme el favor.
_ ¡No, nena! ¡Si está riquísima! Está nuevita, de ayer. ¿Cómo la voy a tirar?
Va junto a la mesada y se pone a desenvolver uno tras otro un montón de paquetitos, unos de papel y otros con bolsas de nylon que crujen al ser examinadas. Saca galletitas, sobres de té y un bollón de plástico con azúcar. La miro atónita. Cada vez que aparecen por mi casa creo que estoy curada de espanto, pero ellos siempre se encargan de desmentirlo.
_ ¡No me jodas que se trajeron el azúcar!
_ Y sí, porque vos tomás edulcorante.
Ahora soy yo la que suspira, mientras Matilda los mira con simpatía. A ella le caen bien los viejitos raros, especialmente mi madre, que saca de una bolsa una feta de jamón y se la da hecha un rollito. Mi gata come y ronronea.  
Yo miro a mi vieja rebuscar entre sus veinte paquetes hasta que saca la cuchara del azúcar para el mate y el vaso de vidrio con redondeles azules que usa para poner un chorro de agua fría cuando toma, porque el Cele siempre pone el agua muy caliente y a ella le gusta tibia. Es re petisa, mi vieja. Antes medía un metro con cincuenta y seis; ahora no llega al metro y medio, me dice cuando le cuento que al otro día me voy a sacar el carnet de salud porque es sábado, y no tengo tiempo para ir entre semana. Mi vieja mide un metro y medio, es petisa, flaca y barrigona. Tiene casi ochenta años, el pelo totalmente blanco, un clavo en la rodilla y unas articulaciones tan gastadas que se levanta varias veces en medio de la noche, porque el dolor no la deja dormir. No se calla un segundo, salvo cuando el estado del Cele la supera. Igual se recupera enseguida, y sigue. No importa si una está leyendo, viendo la tele o hablando por teléfono. Mi madre habla, y si me ve con el celular se pone a mirar lo que escribo. No le da curiosidad mi vida privada, es solo que no entiende el concepto. Y habla. Cuando llega m turno y empiezo a decir algo me mira como concentrada y va diciendo “sí… sí…”, pero no es que escuche: solo está esperando una pausa para arrancar con lo suyo. Y así. 
_ No sabés todo lo que me hizo antes de salir- me larga en lo que cree que es un susurro, mientras el Cele sube al baño a lavarse la cara por el cansancio del viaje y a tratar de acertarle al water al orinar.- Primero perdió los pasajes, después los guardó adentro del auto. Sacó toda la ropa del ropero y la tiró arriba de la cama, porque dijo que yo no le había dejado nada para ponerse. Se enojó porque le pedí que dejara todo así, que si nos poníamos a arreglar íbamos a perder el ómnibus, y en el camino me preguntó veinte veces las mismas cosas. Está cada vez peor, yo no sé lo que hacer con él.
Le digo que la comprendo pero me resulta imposible ponerme en sus zapatos, y también comento que tenemos que hacerlo ver con un doctor, aunque sé que él no se va a dejar llevar. Ella dice que el estrés del viaje lo pone peor, que son muchas horas de ómnibus, que en la casa es un santo y que a veces pasan días sin que se le note, pero yo no le creo del todo. Hace rato que dejé de creerle cuando se pone negadora, y ella niega cualquier cosa que no sea esperanzada.  
Suenan pasos bajando la escalera. Cortamos la charla.
_ ¿Y este gordito en la ventana?- pregunta el Cele, y yo ya estoy a punto de explicarle que es una gata y que se llama Matilda, cuando veo que esta vez al que mira es al gato macho, también gris y blanco, que hace rato que nos vigila desde afuera sin decidirse a entrar a la cocina.
_ Ah, ¿ese? Se llama León, pero él no lo sabe. Yo le digo el Viejito.
_ ¡Es lindo el Viejito! ¿Qué tiene en el ojo?
_ No sé. Amaneció así ayer, con ese ojo cerrado. Ya traté de limpiarlo con suero pero no se deja. Cada vez que me acerco sale corriendo.
_ ¿Y no tendrías que llevarlo al doctor?- me pregunta, preocupado.
_ Tendría, sí, pero ¿quién lo lleva? Es medio rebelde. No se deja tocar por nadie. Yo no puedo con él.
_ Y bueno, si él no quiere…
_ Y sí, si él no quiere…
Esa noche los dos están agotados por el viaje y se duermen temprano en la cama grande de mi dormitorio. Yo apago la computadora a la medianoche y me acomodo con Matilda en el cuarto chico, en la vieja cama de mi adolescencia que se queja y rechina porque ahora peso más y me acuesto más temprano.
Cuando me levanto al otro día a las siete ya están mateando en la cocina con todas las ventanas cerradas, como siempre. Abro las cortinas para que entre la luz, converso alguna cosa y me voy sin desayunar a sacarme el carnet de salud.
Vuelvo a las tres horas, preocupada porque la oftalmóloga me dijo que sería conveniente que leyera las letras del cartel en vez de tratar de adivinarlas. La dentista también me estuvo rezongando, y estoy segura de que el examen de sangre me va a dar mal, porque no estoy consumiendo nada de proteínas. De la balanza, mejor ni hablar. Vuelvo a casa muerta de hambre por el ayuno, y sin darme cuenta ando todo el tiempo murmurando en voz baja. De dónde voy a sacar horas para el dentista y el oculista si desde marzo no tengo un fin de semana libre. Ni tiempo de ir a caminar tengo. Y qué voy a hacer con estos viejos, que cuando empiezan a decaer se van a vivir a 500 kilómetros de mi casa, vienen una vez cada dos años y se traen hasta la cucharita del azúcar.
No hay nadie cuando llego.
_ ¿Dónde se metieron?- le pregunto al entrar a la gata, que me mira y maúlla pidiendo atún, o por lo menos sardinas. 
Deben de haber ido a visitar a algún pariente. Podría aprovechar para estudiar o sacarme de encima los escritos pero no, ya sé que no, porque mientras mis viejos están en casa no me concentro, no leo, no pienso, no escribo, no dibujo, no nada. Solo miro el reloj y pienso que se van el domingo, y que si me hago la boba hasta entonces quizás pueda conjurar la angustia y hacer como si todo siguiera siendo más o menos igual, como antes.
Siento el picaporte de la puerta del frente que se mueve. Es mi viejo. Tiene cinco meses menos que mi madre, pero no lo parece. Él también rebajó unos centímetros. Cuando le compro remeras ya no elijo los talles grandes, porque está cada vez más flaco. Se saca los lentes y los pone con cuidado encima de la mesita junto a la ventana.
_ Hola.
_Hola. ¿Dónde estabas?
_ Fui hasta lo de Valmar.
Valmar es el hermano más chico, que recién llegó a los 70 y vive a una cuadra de casa. Hace tiempo que le vengo contando del estado mental del Cele, pero no me cree.
_ ¡Qué lindo este gordito!- dice de pronto mi viejo. -¿Es tuyo?
_ Sí, es mi gata, ¿te gusta? Se llama Matilda.
Por fin, cuando ya hace rato que el Cele se asoma por la puerta del frente y repite que Inés se está demorando pero que seguro que no le debe haber pasado nada aparece mi vieja, que estaba visitando a sus hermanas. 
Viene contenta, despejada. Por un rato vuelve a ser la misma de hace unos años, cuando venían de visita y el tiempo era una fiesta. Ahora los dos almuerzan sus milanesas con puré de zapallo, y cuando terminan suben a hacer la siesta. El gato viejo aparece en la ventana de la cocina apenas dejan de estar a la vista, me mira con un solo ojo abierto y pide atún, o por lo menos sardinas. Yo decido que no voy a trabajar hasta que ellos se tomen el Rutas del Plata de la vuelta, guardo los papeles y llevo los escritos para el cuarto chico, por las dudas que el Cele me los pierda.


De tarde salen a visitar a una tía que tiene diez años más que ellos, y yo aprovecho a hacer algo que no me haga pensar: saco todo del mueble de la cocina y reviso las fechas de vencimiento. Tiro paquetes sin abrir de arroz, lentejas y fideos. Todos los condimentos (menos la canela) terminan en la basura. Tiro latas, restos de chía, paquetes de Royal y un kilo de yerba. En cierto momento saco un táper cerrado y me lo quedo mirando.¿Qué diablos tengo yo en este táper? Trato de adivinar el contenido antes de abrirlo; me divierte pensar que puede ser algo que me sorprenda en medio de las latas con arvejas y los frascos de café apilados en los estantes. El táper es redondo, pequeño, de plástico blanco, y cuando lo sacudo parece tener algo suelto. 
Cuando lo abro miro el contenido y por un momento me viene un cimbronazo existencial. Adentro del táper no hay nada, salvo tierra. Un montón de tierra suelta. ¿Por qué guardo tierra suelta en el armario, desde cuándo, para qué? Me esfuerzo por llegar a una respuesta, trato de inventar razones, pero nada: no hay un recuerdo que ordene la memoria. Quizás la llevé al trabajo para alguna maceta. O es tierra con semillas que iba a plantar. Tal vez fue una broma, o un error. 
Esto es muy raro, o tal vez no, no es raro, es natural. Se llama herencia, genes, destino. Yo qué sé cómo se llama.

La noche del sábado me acuesto temprano y dormimos de un tirón  Matilda y yo. A la mañana mi madre se va al supermercado, a buscar cosas que no encuentra en su pueblo. El Cele va a lo de su hermano y vuelve con él a los diez minutos.
_ Mari, perdóname, ¿podés creer que perdí tus llaves?- dice desde la puerta, con la cara descompuesta por los nervios. Me apresuro a tranquilizarlo.
_ No te preocupes, vos no llevaste mis llaves.
_ Ah, ¿no las llevé?
_ No, no. Inés llevó las suyas, yo tengo acá las mías. Pensaste que sí, pero no, no te preocupes.
Mi tío desde atrás me lanza una mirada que no necesita interpretación: acaba de entender todo y viene en mi auxilio. Invita a mi padre a volver a la casa de él para seguir la charla que interrumpieron por el asunto de las llaves. Mi viejo duda pero termina por aceptar. Se da media vuelta y los dos comienzan a alejarse por el repecho caminando juntos hasta que el Cele se para, empieza a tantearse los bolsillos y pone cara de preocupación.
_ ¿Vos sabés que no encuentro mis llaves?
Mi tío vuelve a mirarme, pero ya estoy cerrando la puerta: que se lo explique solo. 
Paso un rato ordenando mi casa, barriendo las migas de galletas de campaña que se adueñan del piso cuando vienen mis viejos, y lavando el piso del baño. Al rato aparece mi madre y por primera vez en mucho tiempo tenemos una charla sincera y preocupada. Me asegura que va a tratar de sacarle el auto, y yo le digo que le creo pero que no se duerma, que no empiece a patear para adelante, que las cosas van a ir empeorando.
_ Es que esto no viene de ahora- me dice- Yo me he puesto a pensar, y hace como quince años que tu padre empezó con cosas raras. Una vez me acuerdo que me faltaron las monedas que teníamos para el cambio de la feria y él dijo que no las había tocado, pero después las encontré en su mesa de luz, apiladas por tamaños. Es lo mismo que tuvo tu abuelo, lo mismo de los hermanos mayores.
_ Ya sé que esto viene de hace tiempo. ¿Vos no te acordás cuando le vendió los sillones del living a un feriante por doscientos pesos?- le pregunto.
_ ¿Doscientos pesos? No me acuerdo.
_ Estás peor que él. ¿No te acordás que les quedó el living vacío? Un sábado yo vine a visitarlos y estaban los dos mateando en las sillas plegables, con los bizcochos y el termo en la mesa ratona.
Me mira como queriendo ubicar el recuerdo, pero no. 
El silencio le pesa en el alma. 
Comienza a hablar de sus hermanas, de los cuentos de antes que recordaron cuando las visitó ayer de tarde, de la gata del Cele que lo debe estar extrañando y de la manera en que yo tendría que lavar el piso del baño para que quedara más prolijo. Habla y habla sin hacer una pausa, hasta que el movimiento en el picaporte nos indica el regreso de mi viejo.
_ ¿Cómo te fue, Cele?
_ Bien, lo más bien.
Se ponen a cocinar ravioles de verdura de Tienda Inglesa y discuten si van a comer cien o la mitad, hasta que ponen setenta. Mientras acomodan platos y vasos empiezo a buscar las llaves de la cocina. Siempre están en la mesa, pero ahora no aparecen. Reviso sin decir nada los muebles, miro a ver si asoman de la camisa del Cele, pero no. Nada.
_ Mari, ¿qué buscás?- pregunta mi vieja y le digo que unos papeles, que ya van a aparecer. A los diez minutos encuentro las llaves en el bolsillo de mi mochila y recuerdo que fui yo quien las puso ahí, para que el Cele no las perdiera. 
Esto es muy raro, o tal vez no, no es raro, es natural. Se llama herencia, genes, destino. Yo qué sé cómo se llama.

De repente me vienen unas ganas horribles de llorar, justo a mí, que nunca lloro.
La voz del Cele me saca de mis pensamientos, solo para tirarme de nuevo y de cabeza a la oscuridad: 
_ ¡Qué lindo este gatito, y qué gordo, Mari! ¿Es tuyo?
_ Sí. Es una gata, se llama Matilda.- digo, mientras miro el reloj con disimulo.- Es muy buena, te va a caer bien.
Aún faltan cuatro horas para que se vayan. 
Hago de cuenta que me importa mucho empezar a hacer la dieta, y me pongo a cortar una cebolla.

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