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martes, 17 de marzo de 2020

Historias desde la cuarentena. 1. Dejà vu



Esa noche lo intenté por primera vez. Todo estaba bien si miraba de frente, pero a los costados se perfilaban sectores oscilantes y de difusa apariencia. La visión a través de los nuevos lentes multifocales me enemistaba con los detalles y la estaticidad de las cosas, y eso no era algo desconocido. Cerré los ojos para evitar que todo se siguiera moviendo, y traté de ubicar la sensación. Esto ya me había pasado.
           
Fue hace muchos años. Yo había ido con mi amiga Diana y sus hijos a recorrer unas cuevas en la base del Cerro Pan de Azúcar, en una salida decidida a último momento, cuando en vez de dirigirnos hacia la playa tomamos el camino contrario. Eran las nueve y media de la mañana. Los cuatro íbamos casi sin protección: de ojotas, remeritas, short, sin lentes ni sombreros.
El cartel que proponía el paseo era una tabla pintada con letras blancas: “Conozca las cuevas del cerro con guía informes aquí”. “Aquí” era una modesta casita al costado de la ruta, y la guía resultó ser una niña que no pasaba de los siete años, acompañada por un par de perros de raza indefinida.
_ Es que los otros guías ya andan por ahí llevando a más turistas- nos aclaró con mucha seriedad, y supusimos que los otros guías serían sus padres y tal vez algún hermano mayor- Pero yo sé el camino, porque lo hago siempre. Yo los llevo.
Y fuimos. 
La nena y los perros se movían con paso de conocedores por caminos apenas trazados entre la espesa vegetación y nosotros caminábamos tratando de no quedarnos atrás. Tres cuartos de hora más tarde seguíamos marchando, cada vez con menos aire, subiendo siempre, sintiendo el cercano calor del mediodía. La playa a lo lejos parecía llamarnos. No teníamos agua. El sol nos cocinaba entre yuyos y piedras. La nena seguía avanzando.
Hubo un momento en el que miré hacia arriba y dije “hasta aquí llegué”. El motivo: una roca enorme, que había que escalar a pura maña y esfuerzo. Nunca me gustó eso de trepar por las piedras, es una especie de fobia. Los demás trataron de convencerme pero al ver que yo estaba paralizada por el miedo me dejaron hiperventilando y continuaron la subida. Al rato gritaron que lo volviera a intentar, que ya habían llegado a la primera cueva, pero era mirar la mole de piedra y sentir náuseas ante la sola idea de levantar un pie. Me quedé en un reducido espacio de pasto entre las piedras, sola, en el más absoluto silencio. Traté de llamar  alguien: no había línea. Me senté en el piso pero salté al pensar que podría haber víboras, arañas, alacranes. Respirar. Había que respirar y no pensar en bichos. Ni en fantasmas. Ni en perderse. Ni en…
_ ¡Dale, Mariela, no seas boba!
La voz venía desde arriba. Era Maxi, el hijo de mi amiga. Un gurisito de diez años, dándome ánimos.
_ No puedo.
_ Probá, yo te ayudo.
Miré la roca otra vez. Si los dos niños y mi amiga habían subido yo debería poder, pensé. Salvo que me cayera al vacío, me quebrara una pierna o quedara colgando de un arbusto, claro. En fin. Respiré hondo. Dejé de pensar. Y pude.
Diana y Romina ya estaban en la cueva con la nena, admirando un lugar fresco, enorme, sombrío. El hueco principal era grande como una sala de teatro, de forma levemente ovalada. Hacia el fondo se bifurcaba en varios pasajes más angostos, por los que solo el perro más chico se animó a meterse. En las paredes había cuatro o cinco inscripciones medio borrosas de color rojizo, que a mis ojos inexpertos (y un poco desconfiados) me parecieron bastante recientes, quizás hechas por la misma niña que nos había guiado hasta el lugar y ahora nos apuraba para ver otras cuevas, más pequeñas que la primera.
Cuando volvimos a salir al exterior todos quedamos un rato pasmados contemplando el panorama. La vista era increíble, pese a que solo habíamos subido la tercera parte del cerro, o quizás un poco más. Mientras tanto, el sol hacía rato que había pasado la línea del mediodía. Era hora de iniciar el regreso.
La bajada fue más sencilla, pero también más veloz. Casi íbamos corriendo entre las plantas y piedras, siguiendo la sombra de una huella que solo nuestra guía y sus perros visualizaban con claridad. Yo era la última de la fila.
De repente pegué un grito y en un segundo los pasé a todos.
_ ¡Una víbora, corran, corran!
Acababa de ver una serpiente al costado del camino. Estaba enroscada, era gris y enorme: una cascabel. Todos corrimos un buen trecho, hasta que pusimos distancia y aflojamos. La bicha había quedado atrás, y aquí no ha pasado nada.
El resto del camino lo hice en un estado particular de conciencia. Estaba y no estaba. Fui incapaz de fijar la vista por media hora. Si intentaba mirar el suelo aquello se convertía en gelatina, temblaba y bailaba ante mis ojos. Las plantas y los pastos eran una ensalada de lechuga y espinacas. Todo era verde y se movía. Traté de alternar entre el control de lo que pisaba y la contemplación del cielo, que me serenaba un poco, pero el mundo se siguió moviendo por un buen rato más.
           
Eso es exactamente lo que estaba sintiendo ahora con los lentes: la visión periférica no se quedaba quieta, todo se concertaba para bailar y temblequear. Dadme un punto de apoyo y contemplaré el mundo, pensé, mientras con un suspiro me sacaba los nuevos multifocales y los guardaba en el estuche.
Cosa brava llegar a los cuarenta, reflexioné mientras decidía dejar de ver y poner el programa de Dolina en la radio, justo antes de y apagar la luz y acostarme.

16 comentarios:

  1. Muy bueno. Espero con ansiedad los siguientes. Gracias por compartir. Beso

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  2. Me encantó recorrer contigo este trecho aventurero de nuestra tierra. Genial, Mariela.

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  3. Me encanto sinceramente extraño tener clase de literatura con usted

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  4. Me encanto sinceramente extraño tener clase de literatura con usted

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  5. Me encanto sinceramente extraño tener clase de literatura con usted

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  6. Te leo y le pongo tu voz, aquella de la que tengo recuerdos del 2010 en un banco de 3°9 en el 30... Gracias.

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  7. Cada vez cant... contás mejor, Rodríguez!!

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  8. Cada cuento que leo de tu autoría, es mejor que el anterior. Y todos me sorprenden. Y todos me encantan!

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  9. Apa, eso si es revivir lo vivido!!! Gracias amiga por volver a caminar ese trecho juntas!!! A la víbora la recuerdo marrón, je. Los años nos tiñen de subjetividades el recuerdo!

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    1. Jaja! Si era marrón no había problema... pero era gris, y gigante!!

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