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domingo, 22 de marzo de 2020

Historias desde la cuarentena, 6. Cuento de invierno





Nunca me va a gustar el frío, pensé, mirando a la gente a través del vidrio empañado de la ventana. Figuras embutidas en camperas, gorros, bufandas. No dan ganas de abrazar. Todos se apuran, nadie mira a los ojos. Nadie sabe quién sos. 

Aparté la mirada del vidrio sucio del bar y traté de concentrarme en la gente que me rodeaba, pero no lo logré. La mesa era grande y tanto el barullo alrededor como el partido en el televisor sobre nuestras cabezas me impedían escuchar a la persona que leía. Era una chica de voz grave; el texto hablaba de úteros y hospitales. Todas las cabezas estaban inclinadas en su dirección, y mis compañeros del taller parecían ir siguiendo la lectura sin mayores inconvenientes. Debe ser cosa de la edad: cada vez oigo menos, me dije, y dejé de prestar atención.

Esa noche había por lo menos otras seis mesas ocupadas en el bar Las Flores. Desde mi sitio en un costado, cerca de la barra, solo veía fragmentos de escenas: la espalda del hombre canoso cerca de la puerta, las caras de la mamá y un niño de la familia que comía una pizza silenciosa en la mesa de enfrente, la parte de arriba de los mozos tras el mostrador. Dos adolescentes enamorados jugaban a sacarse fotos simultáneas. Un par de ancianos acababan de reencontrarse frente a la barra y conversaban con evidente alegría y pocos pelos. Infinidad de botellas polvorientas sobre los estantes, y los infaltables paquetitos de chicles en un costado de la vitrina, al lado de empanadas y pascualinas.

En mi mesa, la chica de voz grave había terminado la lectura y comenzaba el momento de las devoluciones. Yo seguía sin poder escuchar la mitad de lo que se decía pero no importaba, porque igual no había atendido. La grapamiel no era Valdi. Quizás Serrana. Alguien pidió un fainá, y uno de los mozos gritó un gol que al final fue anulado. La dinámica de continuar el taller en el bar había parecido al principio una solución, porque el sótano donde nos reuníamos habitualmente se inundó con las lluvias de la tarde y Las Flores quedaba a pocas cuadras, pero nosotros éramos muchos y pronto la mesa se hizo demasiado larga. De los cinco compañeros a mi izquierda, por ejemplo, no percibía más que unas matas de pelo y dos o tres narices. De los de enfrente sí, les veía los rostros, y escuchaba la mitad de las palabras. Los de mi derecha, arrinconados, de vez en cuando preguntaban qué había dicho alguien en el extremo opuesto. De alguna manera, pese al partido, a las voces de otras mesas y al frío que nos esperaba más allá de la puerta, igual la nuestra resultaba una buena ceremonia. Había un ritmo como de olas que se movían con suavidad perezosa. Lectura, comentario, grapamiel, sugerencia, lectura, mirada, comentario.

La reunión de esa noche terminó un poco más tarde de lo habitual. Demoramos un rato con el tema de dividir la cuenta y al salir nos saludarnos, esquivando mesas y sillas. Mientras me detenía a comprar unos chicles, después de hacer la cola para el baño, vi cómo la gente del taller se iba yendo, algunos solos, otros en grupo. Voy a ver si los alcanzo caminando rápido, pensé al salir dirigiéndome a la puerta, pero en ese momento una voz familiar pronunció mi nombre y ya no pude dar un paso más. 

El hombre de las canas, al que hasta entonces solo había visto de espaldas, me miraba fijamente y trataba de sonreír. Capaz que si lo pensaba un segundo me habría dejado pasar sin mirarlo, pero esas cosas solo suceden, sin tiempo para meditar. 

_ Hola. -murmuré, cayendo como una bolsa de papas en la silla de enfrente. -Hola, no lo puedo creer. Sos vos.

_ Soy yo. Un poco más viejo. Vos estás igual.

Lo miré. Él bajó los ojos. Las canas no eran la única novedad; en su frente había caminos, surcos, recorridos que nunca había visto. Estaba flaco; los años no habían sido piadosos con él. Por un momento nuestras miradas se cruzaron. Me tomé su vaso de agua mineral, y traté de hablar sin que la voz me temblara.

_ Pensé que nunca más iba a verte. ¿No estabas en Suecia?

_ Pero volví-.  respondió- Hace tres meses. ¿Querés un café?

Me miró con intento de sonrisa. Yo hice un esfuerzo sobrehumano y aguanté las lágrimas. 

_ No. No quiero café. Mejor grapamiel. Sin hielo.

Hacía media vida que no lo veía, pero recordaba perfectamente el momento de la despedida. Cómo me abrazó al final, cómo se fue caminando encogido, como sin fuerzas, en una tarde helada y de viento en mitad del invierno. 

_ Te extrañé, ¿sabés? -me dijo- Sos la única persona que he extrañado en la vida. No hay día en que no tenga ganas de verte, pero no sabía cómo ibas a reaccionar si te buscaba.

Traté de mirarlo con enojo, pero me salió el dolor. Eran demasiados años de abandono. Ya no había furia, solo una herida que ninguna charla de café ni ninguna de sus miradas de ahora iban a poder cerrar, nunca.

_ No te gastes, igual no te creo. Hablame de vos, y no mientas. Sabés que no podés mentirme. 

_ ¿Qué querés saber?

_ Todo. 

Y me lo dijo. Me habló de su casa en Upsala, de su perro Fidel (“igual al Frodo, ¿te acordás del Frodo?”), de su trabajo en la Universidad. Del matrimonio con Paula, del divorcio, los líos por la plata. Yo también le conté cosas, pero menos. No voy a confiar en vos, pensaba, me dejaste. Fuiste una mierda.

Al rato vino el mozo con la cuenta, porque ya estaban por cerrar. Propuso acompañarme hasta la parada, pero me negué. Aunque el camino hasta 18 se hiciera largo y oscuro necesitaba irme sola, o al menos sin él. 

_ Sabés… Me gustaría pasar un día por tu casa y conocer al nene-. me dijo en la puerta del bar- ¿Puedo?

Lo miré. Tenía los ojos llorosos y la voz le temblaba. Estaba a punto de decirle que no, cuando estiró la mano y la pasó por mi cabeza, desordenándome el pelo. Fue solo un segundo; en seguida la retiró, con los ojos bajos. Yo di un paso atrás, acusando el golpe. 

_Está bien.- dije, aguantando las ganas de abrazarlo. -Pasá cualquier día de entre semana, que mamá me lo deja temprano, pero dame un par de días para prepararlo. Él no sabe que tiene un abuelo.  

Comencé a alejarme. La noche estaba aún más helada que antes, ya no quedaba gente caminando. No había andado ni diez metros cuando escuché el ruido de la cortina metálica del bar, cayendo con estrépito de bomba sobre las baldosas. 

Ojalá que el próximo martes no llueva, así el taller vuelve al sótano de siempre, pensé. No me gustan los bares de viejos, nunca me gustaron. Son traicioneros. 

Y seguí caminando.

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