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martes, 24 de marzo de 2020

Historias desde la cuarentena, 8. De caminos y vidas



Vivo en un barrio de veredas amplias y personas pocas, pájaros muchos y hormigas infinitas. Salgo temprano para hacer los mandados mientras el sol de marzo aún se muestra amable y cariñoso. Por suerte este fue el verano de arreglar veredas, pienso, mientras avanzo cuadra a cuadra a paso rápido y con las manos vacías. Los acordes de una cumbia se apoderan de pronto del espacio, pero solo es una irrupción momentánea de la mano de dos muchachos que pasean en bicicleta con parlantes gigantescos. Mantengo una breve interacción social con una chica (“disculpá… se te cayó una gomita de pelo”, “ah, cierto, gracias!”) y soy testigo de un amago de comunicación cuando un viejo pasa pedaleando por la calle y me informa que me queda bien la minifalda, pero lo dejo pasar, que no está el horno para bollos ni el ambiente es propicio para discusiones. Contra el cordón de la vereda, rodeada por el agua que sale de algún caño, una cosa peluda y con bigotes: una rata muerta. Me obligo a mirar para otro lado por las dudas que se mueva pero no. Ella solo está ahí, quietecita, con los ojos muy abiertos entre las hojas mojadas del otoño.
Sigo caminando y llego a mi destino. Evito galletitas y yogures con exceso de azúcar y de grasas pero me rindo ante un chocolate medio amargo, que por ahora no tiene ningún sello negro. Compro sal, queso, comida para gatos y otras cosas. Estoy haciendo fila para pagar, a un metro de la persona que me antecede, cuando capto un revuelo de cajas más allá de la mía. Tres mujeres y un hombre están a la caza de algo.
_ Sigue ahí, en la heladera- aclara la más joven de las mujeres, y acto seguido los cinco se apiñan alrededor del aparato.
_ ¿Traigo el veneno?- pregunta uno con pinta de empleado, en tanto su supervisor le contesta:
_ Vos traé todo: veneno, extinguidor, lo que sea, pero vamos a liquidarla.
Como mi caja se demora mientras la clienta anterior pasa tarjeta, cédula y no sé cuántas cosas más observo la cacería, no sin cierto nerviosismo. ¿Sería una rata, quizás la compañera de la que acababa de cruzarme en el exterior? ¿Escaparía despavorida en cuanto abrieran la puerta de la heladera y le rociaran un producto? ¿Agarraría para mi lado?
_ Listo, ya está- dice en ese momento el supervisor.
_ Tirala ahí, en la basura.- acota la mujer más grande.
La empleada joven toma entonces un nylon y lo manipula con extremo cuidado mientras lo conduce bien alejado de su cuerpo durante dos metros, hasta el tacho de los residuos. Adentro va el cadáver de una cucaracha. Los cazadores suspiran aliviados y sonríen. Yo me adelanto hasta la caja, donde ha llegado mi turno.
La cajera de la lado murmura algo a través del barbijo, y la mía le responde, pero no entiendo una palabra de lo que dicen.
_ Le molesta respirar con esto- aclara mi cajera- Es incómodo, pero se puede. Solo hay que acostumbrarse.
Concuerdo con ella, pago las compras y emprendo el regreso a casa bajo el sol ahora más caliente de las nueve de la mañana. Las personas a las que cruzo son expertas en la danza del esquive que todos estamos practicando desde que empezó el miedo al contagio. Es una linda coreografía; se debe ver muy bien desde el aire. De todos modos ellos son pocos, y la mayor parte de las cuadras las hago sola y en silencio. Hay muy pocos autos en la calle; cruzo semáforos con rojo o atravieso la avenida en mitad de la cuadra sin un vehículo a la vista.
En una de las esquinas, una hormiga. Debe haberse extraviado de su grupo porque avanza sola por la vereda, cargando un enorme pedazo de hoja seca de plátano. Miro para todos lados, a ver si veo un camino al que integrarla, pero no. La hormiga es autónoma y parece muy segura, así que la dejo caminando, y sigo.
Cuando voy llegando a casa recuerdo que esta es la zona del Gordo y sería un crimen no pararme a saludarlo. Hace varios días que iniciamos nuestra relación, que consiste básicamente en que ambos nos miramos y sonreímos al cruzar yo por su casa.
_ ¿Cómo andás, Gordito?- le digo, y él se acerca a la reja y mueve la cola en señal de reconocimiento. Es un perro joven, de cara alargada y pelo corto. Hoy en particular escalamos un paso en cercanía, así que apenas me ve acercar trata de sacar la cabeza entre los barrotes, para que lo toque. Le hago un mimo en la frente y le doy la mano, mientras él estira todo lo que puede su patota como diciendo que está bien, que ya somos amigos y no me va a morder ni ninguno de los dos nos vamos a contagiar de esta estúpida peste planetaria.
Llego a casa, me saco los championes, dejo la plata en el escritorio y subo a lavarme las manos antes de atender a Matilda, que como siempre reclama algo. Mientras dejo las bolsas de mandados en la mesada tengo que sacudir la cabeza para sacarme la imagen de la hormiga cargada hasta el límite de sus fuerzas, caminando siempre haca algún lado, lejos de las otras. Ojalá que haya llegado a su destino, pienso, ojalá que realmente estuviera yendo a alguna parte y no solo caminando a tientas con ese enorme pedazo de hoja a sus espaldas.
Bajo la vista y encuentro los ojos de Matilda pidiendo atención y comida. Corto un trozo de mi hojita y se la doy antes de seguir haciendo las cosas a tientas, esperando alguna vez, si tengo suerte, encontrar el camino que me lleve de vuelta al hormiguero.

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