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sábado, 28 de marzo de 2020

Historias desde la cuarentena, 12. Mi mejor amiga



Honestamente, nunca pensé que fuese capaz de hacerme aquello. Yo la quería; la quería como se quiere a los que nos acompañan desde hace años, a los que han sido y son fieles depositarios de todos nuestros pensamientos, a los que acompañan todos nuestros sueños.
Pero lo hizo.
La primera pista debió dármela Raúl, cuando me recriminó que hubiera dejado de responder sus mails. Raúl, mi compañero de Facultad, aquel flaco de ojos verdes con el que durante los últimos meses habíamos mantenido una relación que bordeaba los límites del coqueteo pero que no se había atrevido a ir más allá de las bromas o alguna mirada expresiva. 
Fue un poco extraño que justo cuando iniciábamos las vacaciones, en el momento en que las cosas entre nosotros parecían irse (por fin) encaminando a una concreción él de pronto se hubiera borrado así de mi vida. Ni un mail, ni un comentario en el Facebook, ni siquiera un impersonal “Me gusta” de cortesía cuando colgué mis fotos del fin de semana en Piriápolis, en las que se advertían los resultados del tiempo invertido en el nuevo gimnasio del barrio.
Raúl desapareció de la noche a la mañana y nada supe de él hasta que me lo crucé hace un mes, en la fotocopiadora.
_ ¡Hola, perdida!_ me increpó con una sonrisa que tenía algo de forzada.
_ ¿Cómo que perdida? El que se ha perdido es otro, que yo sepa._ respondí, sin poder evitar defenderme a la primera oportunidad, como siempre.
_ ¿Eh? ¡Si te mandé como mil mails! Y vos ni escribís ni contestás. ¿Qué pasó, Laurita?
_ Pero… pará, pará, que hay algo que no entiendo. ¿Vos decís que me has estado escribiendo? ¿A mí?_ pregunté, ya de lo más confundida.
_ Sí, a la dirección que tenías. ¿La cambiaste?
_ No, es la de siempre. ¡Qué raro! No recibí ni uno.
Llegamos a una conclusión, si no lógica, al menos posible: algún cataclismo cibernético nos había jugado una mala pasada. Nada grave, después de todo. Ya reconciliados, pronto nos despreocupamos del tema para dedicarnos a asuntos más placenteros. No era cosa de seguir perdiendo el tiempo, que bastante valioso resultaba.
A partir de ese día nos acostumbramos a intercambiar mensajes por teléfono. La comunicación se hizo fluida e interesante, de modo que prescindimos de los mails y fuimos descubriendo entre charlas y mensajes lo maravilloso que es asomarse al interior de un nuevo alguien. Un otro.
Dos semanas más tarde se produjo una nueva situación inexplicable. Raúl había resultado ganador de un concurso de fotografías urbanas organizado por la Intendencia Municipal de Montevideo y me llamó para contar que varias de sus fotos y una entrevista que le hicieron estaban ya colgadas en la página de la Intendencia. Pero yo no pude hallarlas. Recorrí de arriba a abajo toda la página y nada, ni rastro de Raúl ni de las fotos, ni siquiera una mención al concurso. Es verdad que entre una noticia del Centro Comunal de Peñarol y otra sobre cambios de horarios de atención se veía un recuadrito en blanco vacío, pero supuse que sería alguna clase de publicidad novedosa o un error de la página, y no le di importancia.
Esa misma tarde había quedado en reunirme a estudiar con mi amiga Leonor, quien apenas llegué a su casa me recibió alborozada:
_ ¡Felicitaciones a la novia del fotógrafo! Te lo tenías calladito, ¿eh, querida?
_ Eh… No, calladito, no, nada que ver. ¿Vos cómo te enteraste? _ le pregunté mientras subíamos rápidamente a su habitación, pues no queríamos que nos encontrara la mamá, que es de las que dan charla y no te dejan ir.
_Lo vi recién, en la página de la Intendencia._ me contestó.
_ ¿En serio?
_ Sí, claro. ¿Por?
_ Porque siempre entro a esa página: qué raro que no haya visto nada. A ver, mostrame.
Y allí estaban. Seis preciosas fotos y una página y media de entrevista con el galardonado fotógrafo Raúl Iturria, “una joven promesa en el registro casual de los fenómenos ciudadanos”, al decir del redactor.
El recuadro en blanco no existía en la pantalla de mi amiga, y lo de Raúl estaba justo entre la noticia del Comunal de Peñarol y lo de los cambios de horario de la Intendencia.
Quedé un poco amoscada. ¿Por qué no podía visualizar el artículo y las fotos en mi computadora? Tal vez existían problemas de configuración, me dije, como si supiera lo que significaba.
Pero no lo eran.
El martes pasado estaba intercambiando mails con Soca, mi profesor de Derecho Penal, tratando de convencerlo para que extendiera por una semana el plazo de entrega de un trabajo. Cuando llegó Raúl, que venía a hacerme una corta visita en el tiempo que le dejó una clase de consulta cancelada a último momento, le conté en qué estaba. Él, cuyo padre había sido toda la vida amigo del catedrático, quiso sumarse a la cruzada y participar del diálogo con Soca, pero no llegó a escribir mucho: a la primera palabra se incorporó de un salto con un grito:
_ ¡Me dio un choque! ¡La laptop me dio una descarga! _exclamó con cara de loco.
_ Imposible, Raúl, ¿no ves que está a batería?_ le pregunté, tratando de no reírme de su reacción.
Él la miró con atención y después se pasó un rato repitiendo que sin lugar a dudas eso había sido un choque, hasta que logré calmarlo y hacerlo volver al mail, donde Soca seguramente empezaba a impacientarse. Si terminábamos por aburrirlo la extensión del plazo para el trabajo se esfumaría de un momento a otro. Convencí a Raúl de intentar escribirle nuevamente, pero no llegó a completar una palabra cuando se repitió punto por punto la escena anterior, solo que ahora los gritos iban en un crescendo, así como su expresión de susto, cercana al terror.
_ Es ella… ¡Tu laptop me está dando corriente!_ repetía como en estado de trance, mientras llegaba un correo de Soca confirmando que ya se iba a desconectar y que el plazo del trabajo no se modificaba_ ¡Te quiere para ella sola, trata de echarme!
_ Pero Raúl, ¿qué decís?
_ ¡Te digo que me odia! ¡Está celosa porque me das más corte a mí que a ella, pero yo no soy un archivo que se pueda mandar a la papelera! ¡No, no y no! ¿Me oís? ¿Me oís? _ gesticulaba y gritaba interpelando a la laptop, que se mantenía tranquila y silenciosa sobre la mesa del living.
_ Me estás preocupando, Raúl. ¿Estás enfermo? ¿Cómo te va a odiar un montón de plástico y metal, un aparato, una máquina igual a todas las máquinas del mundo?
Fue entonces, juro que fue en ese mismo momento que la computadora, la colaboradora de mis proyectos, fiel depositaria de mis ideas y mis sueños, se apagó. No sé qué pasó; solo vi que las luces parpadearon un instante, la pantalla se puso oscura y ya no volvió a encenderse.  
De eso hace cuatro días. Los técnicos no dan con la tecla; el de hoy es el quinto sitio al que la llevo y todos coinciden en que no entienden qué sucede, que el problema debe ser muy complejo, que tal vez si la llevo a la fábrica de origen...
A veces estoy tentada de hablarle. De decirle que la extraño, que no es para tanto, que su reacción fue desmedida, que podríamos intentar llevarnos bien, que Raúl trabaja y estudia todo el día y yo podría estar con ella muchas de mis horas... Pero no me animo. Tal vez mañana. Eso. Mañana voy a ver si le conecto la cámara de fotos, que aún conserva las imágenes del fin de semana sin Raúl en Piriápolis, y en una de esas, a lo mejor las luces vuelven a encenderse. Si eso pasa voy a prometerle al menos un par de horas por día de mi atención exclusiva, que bien se la merece. Y si a Raúl le molesta… Bueno, después de todo, Raúl no es el único hombre del mundo. Se pone pesado con lo del estudio, solo quiere rendir, y no le gustan los recreos. Además ronca, y si se pone nervioso arranca a comerse las uñas; yo lo he visto. No, decididamente, Raúl no es el que yo creía. Mañana mismo se lo digo.

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