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viernes, 20 de marzo de 2020

Historias desde la cuarentena, 4. Somos una isla



Somos una isla

Despierto a las nueve menos diez de la mañana. Abro los ojos. Por una vez nuestra gata no ha venido a mordisquearme los pies para pedir que la alimente; quizás mi marido le dejó algo antes de irse a trabajar, o ella habrá aprendido por fin a esperar que me decida. El sol traspasó ya las tres primeras tablas del piso del dormitorio y en el baldío del fondo los pájaros no entienden de sábados ni de sueños. Vuelvo a cerrar los ojos, me desperezo con tiempo. Dulce invierno.
Estoy a punto de sacar una mano del calor de las frazadas cuando recuerdo que esta tarde voy a verte y desaparecen los restos de somnolencia. La certeza de encontrarte me atraviesa sin el menor asidero lógico o plan ya definido, pero por ello mismo se me instala en la conciencia, indestructible. Hoy voy a verte de nuevo, y nada importa que no haya sabido de vos en los últimos veinte años. Va a ser hoy, lo sé. 

Me encanta la idea de encontrarte. Casi te estoy viendo ahora mismo, e incluso sé exactamente dónde y cómo será. Vos vas a ir caminando adelante y yo te voy a alcanzar un poco antes de la entrada de Tienda Inglesa, en la parte en que se une con el shopping. No, no he soñado contigo, y en verdad no te he pensado desde hace mucho, pero eso no importa. Vos vas a estar ahí porque yo lo sé, y si yo despierto sabiendo que voy a encontrarte vos no vas a poder no estar.
Se me va la mañana en pequeñas tareas. Lavo mi pelo, pinto mis uñas, elijo ropa. Cuando pasado el mediodía llega Jorge del trabajo comenta que debo haber dormido bien esta noche, porque estoy radiante.
_ Lo sé- quiero decirle- Es que hace mucho que no veo a Santiago.
Pero no emito palabras. Solo sonrío, muevo la cabeza para que terminen de armarse los rulos mientras se secan y aprovecho para sacar a la gata al patio. A eso de tres y media siento unas ganas incontenibles de comprar algo dulce. Me maquillo un poco, me pongo el collar verde y camino contenta las seis cuadras hasta el shopping, disfrutando de la tarde sol después de una larga serie de grises y lluvias.
Vuelvo a casa al poco rato, cargando una bolsa enorme de supermercado en la que entreverados con las verduras y los quesos se ven todavía los paquetes vacíos de un par alfajores. 

No había encontrado a nadie. Entré por la parte en que el supermercado se une con el shopping: todo estaba vacío. 
En el camino voy mirando al piso, a ver si encuentro una carta en la vereda que me explique por qué hoy me falló el sentimiento, pero nada. No hay dos de oros, ni nueve de espadas, ni un comodín de amplio espectro. Por esta vez las señales me dejaron a oscuras, pienso, mientras abro la puerta y me reciben los maullidos de hambre de la gata. 
Jorge está recostado en la cama, mirando películas de autos veloces y persecuciones eternas. Me tiro un rato a su lado pero ni me concentro ni me duermo, así que a la media hora me levanto y cumplo con el ritual semanal de visitar a mi madre, conversar sin sorpresas y recorrer la quinta. Ella vive sola con su perro orejudo y le encanta que charlemos los sábados por la tarde, aunque jamás me escucha. Mucha helada este año; no hay quien aguante el frío, me dice. Cada uno hace lo que puede, respondo, y antes de las seis ya estoy en la parada esperando el ómnibus del regreso. Por suerte viene enseguida; en media hora bajo en mi barrio y comienzo a caminar hacia la casa. 
Espero que Jorge haya prendido la estufa; esto a cada minuto se pone más helado. La primera cuadra se hace fácil porque la hago por dentro del shopping, pero las otras seis son bastante desoladas.
Qué triste llegar a viejo y depender de una hija distante y un perro que no habla. La semana es eterna si uno solo puede cocinar, barrer el piso y tapar las plantas para que no mueran. Inventarse tareas, mirar para el costado: cualquier cosa para estirar el tiempo, pienso, mientras esquivo a la gente, que como siempre se demora en las vidrieras.
Estoy a solo dos pasos de la entrada de Tienda Inglesa cuando levanto los ojos y veo tu nuca caminando adelante, a medio metro. Qué tonta soy, había olvidado que hoy iba a encontrarte. Acelero el paso hasta quedar a tu lado. Nos miramos.
_ Te extraño mucho, siempre. La vida sin vos es sin magia- quiero decirte, pero me sale:
_ Hola. ¿Qué hacés? Qué sorpresa.
Charlamos diez minutos. Me contás de tus hijos, preguntás por mi vida, mi trabajo, hasta que de golpe se apaga la liturgia y los dos nos quedamos sin palabras. 

Las personas cargadas de bolsas, apuradas por llegar a algún lado, nos esquivan. Somos una isla entre las cajas repletas y los carros de las compras. Hay un silencio que pesa veinte años, y cuando ya estás empezando a formular algo que suena a pregunta de pronto escucho mi voz diciendo que debo irme, que se viene la noche y aún me falta por caminar un montón de cuadras desoladas.
Llego a casa con las primeras sombras. 

La estufa no está prendida. 
Le doy comida a la gata y prendo la luz del frente antes de ir al dormitorio. Jorge ronca despacito sobre el acolchado, con el control remoto a punto de caérsele de la mano derecha. 
No tengo ganas de apagar la tele; solo me ovillo en mi lado de la cama y cierro los ojos.

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