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lunes, 23 de marzo de 2020

Historias desde la cuarentena, 7. Casi las diez




El jueves termina con los sonidos de veinte tambores que viajan cinco cuadras para entrar a mi casa por los vidrios cerrados de todas las ventanas. Son casi las diez de la noche. A los pies de mi cama la gata Matilda duerme encima de una alfombra peluda de la que cree ser la dueña. A ella no le importa el ruido; solo se despereza con suavidad de vez en cuando o mueve los ojos en el sueño. Dejo de mirarla e intento concentrarme en la lectura, pero los acordes hipnóticos de la comparsa me llevan a bailes y pasos acelerados. Chicas muy flacas que se sacuden con frenesí sobre sus tacos plateados, muchachos de cintura breve que se saben poderosos. Los bailarines giran celebrando belleza. Los percusionistas tocan con expresión ausente, como si les fueran ajenos los cuerpos que responden a su llamado, pero esa distancia no es verdad, y lo sabemos. Nadie pasa por ahí sin ser tocado. 
La comparsa ensaya cerca de mi casa cuatro noches por semana, en el patio de la terminal. Casi siempre los oigo desde lejos, pero a veces puedo verlos. Unos tocan, otros bailan. Las miradas cruzan promesas silenciosas que las pieles parecen respaldar. Después vendrán o no vendrán caricias, sudores, gemidos, y que vengan o no es lo de menos. Los tambores suben su ritmo hasta niveles que solo pueden seguirse con pieles electrizadas y ojos inundados. Suben, suben, repican, enloquecen, explotan al final y terminan por disolverse de pronto en el silencio del barrio, cortado apenas por los ladridos de dos perros a lo lejos.
Dejo el libro a un costado de la cama, miro a la gata Matilda durmiendo sobre la alfombra y me quedo tirada boca arriba, contemplando en el techo las manchas de los mosquitos que maté el verano pasado.
Esta va a ser otra larga noche.

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