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miércoles, 25 de marzo de 2020

Historias desde la cuarentena, 9. Malvín quedaba lejos.




Si la inundación de la calle de mi abuela hubiese sido en julio probablemente el suceso habría pasado sin pena ni gloria, pero era enero. El sol pegaba fuerte sobre los muros bajos y los portones de metal pintados de negro, los que se cerraban con un pasador sencillo para que entrara el lechero pero el perro no se escapara.

En esa época a mi viejo lo habían mandado al seguro de paro en la metalúrgica, así que yo aprovechaba y todas las tardes le pedía que me llevara a jugar con las primas. Él decía que sí, porque si no visitaba a la familia se ponía a escuchar la radio y se amargaba. Mi madre, en cambio, prefería quedarse en casa aunque las paredes eran de chapa y el calor de la tarde las ponía peor que nunca. Yo no la entendía.

Hasta lo de la abuela había nueve cuadras. Podíamos ir caminando, si no hacía mucho calor, aunque la mayor parte del tiempo yo aprovechaba a usar la Ondina, mientras mi viejo iba a pie sosteniéndola por atrás, a la altura del portaequipajes. Los Reyes me la habían traído demasiado grande; no podía controlarla, apenas me dejaban sola perdía el equilibrio y me iba al piso. El camino era de piedritas y tierra, y además estaba caliente, porque era enero. Yo no quería caerme.

La inundación de la calle de mi abuela no duró mucho: solo un día. Cuando mi padre me contó que se había acumulado tanta agua que aquello parecía una playa pensé lucir mi malla de baño azul y roja, la del cinto con hebilla dorada que todas me envidiaban, pero mi madre me obligó a ir con la verde floreadita, ese mamarracho que me regaló la tía Mirtha cuando cumplí los ocho, en noviembre.
_ ¡Esta porquería es horrible y me queda gigante!- había dicho yo, tratando de sumar un par de lágrimas al argumento, e incluso agregué que la malla floreada me tapaba hasta las rodillas como en las fotos de 1900, pero demasiado bien sabía que cuando mi vieja se ponía terca no había forma de convencerla.
_ Mariela Beatriz- dijo al final, con una seriedad sin paciencia- O vas con la malla que te regaló tía Mirtha o te quedás en casa, y se terminó.

Salí rezongando por dentro aunque sin pronunciar palabra, porque a mi viejo no le gustaba que me peleara con mi mamá. Si le decía algo para ponerlo de mi lado él iba a salir con que las nenas tienen que obedecer a los mayores, esas cosas que los grandes repiten cuando no tienen razón, así que opté por callarme y concentrarme en la Ondina. De todos modos iba contenta, porque iba a ver una playa en la calle de  mi abuela, y eso era algo que nadie nunca había visto. En Malvín sí había una, pero en mi barrio hasta esa tarde no habíamos tenido nada parecido.

No se veía ni una nube en el cielo. La bici avanzaba dejando un surco de tierra removida por las calles sin pavimentar. Era fácil andar a esa hora, porque casi no había nadie en ningún lado: todos dormían la siesta, estaban en la escuela (los que iban de tarde) o trabajando (los que tenían trabajo). Había mucho silencio en todas partes. De vez en cuando, una chicharra. No mucho más. 
Mi papá y yo hicimos la mayor parte del camino jugando a adivinar de qué color iba a ser el próximo perro que nos ladrara, y yo casi siempre ganaba. Él iba como distraído, y un poco se sorprendió cuando al pasar la canchita de la esquina y llegar a la calle de mi abuela de repente me quedé parada en los pedales con la boca abierta.
_ ¡Mirá: la playa!
_ ¡Si te dije que ahora teníamos! ¿No me creíste?- dijo con una sonrisa, y por un momento se pareció al papá de antes, cuando todavía no estaba en el seguro.
Yo no contesté, solo le dejé la bici y corrí hasta el borde mismo de la playa, maravillada. La visión de la cuadra de mi abuela tapada por el agua era tan, tan linda que me dejó sin palabras. Era una calle de tierra y de pasto, una de las últimas que quedaban sin pavimentar en la Montevideo de esa época, pero ahora, entre los yuyos y las lomitas, solo se veía un espejo de agua limpia y quieta, sin una ola. Como esperando.

_ Dicen que fue un caño de la OSE que se rompió acá a la vuelta- escuché que mi viejo comentaba con un vecino que pasaba y se paró a conversar- Por ahora no saben cuándo lo arreglan.
_ ¡Qué desgracia, este país!- protestó el vecino- Todavía que no terminan nunca de hacer las calles, encima las inundan. ¡Qué desgracia!- y siguió su camino, acompañado por un perro marrón y otro negro.

_ ¿Vos creés que en esta playa habrá caracoles?- pregunté expectante, provocando que mi viejo volviera a reírse. Hacia mucho tiempo que no lo veía reír dos veces en el mismo día.
_ Si hay será de los marrones, los de las plantas. Pueden estar por ahí, en la orilla, tené cuidado de no pisarlos. ¡Mirá, ahí vienen las mellizas!- señaló hacia la vereda, donde las primas Silvia y Estela se acercaban corriendo por la orilla.

Toda esa tarde la pasamos ellas y yo de remojo en la playa de veinte centímetros de profundidad. Era enero, hacía calor, y el agua con fondo de pasto se mantenía fresca y transparente. De vez en cuando los grandes de la cuadra nos miraban chapotear y sacudían las cabezas diciendo algo de qué lindo era ser chicos, la inocencia, y ojalá disfruten esta etapa, todas las cosas que dicen los mayores. Esa tarde no pasaban autos, porque la playa no los dejaba. Solo había gente caminando y algunos en bicicleta que iban pegaditos a las casas, donde quedaba una franja como de medio metro de pasto seco para pasar sin mojarse.

Mientras nosotras inventábamos juegos y gritábamos con las olas imaginarias en la calle, mi viejo y sus hermanas habían armado el mate en el frente de la casa, debajo del paraíso. El perro Batuque quiso venir con nosotras pero los grandes no lo dejaron, porque era muy peludo y capaz que se embarraba. Era plena tarde y no había ni un mosquito en el aire. El único problema era mi horrenda malla verde floreada, aunque como yo estaba todo el tiempo metida en el agua la tela casi no se veía. En realidad si me paraba el agua me daba apenas por la mitad de las canillas, pero la mayor parte del tiempo pasábamos sumergidas, tratando de hacer la plancha o buscando peces entre los yuyos. 
¡Qué suerte tener una playa en la casa de los abuelos! Una va inventando un juego, y después otro, y otro. Meter la cabeza bajo el agua, ver quién aguantaba más tiempo y salir de golpe a la superficie haciendo gorgoritos, por ejemplo, era de lo más divertido.

Creo que fue en una de esas veces que estaba sumergida que escuché desde abajo del agua los gritos de la tía Carmen. Sonaba rara, como de lejos. Demoramos un rato Silvia y yo en entender que algo pasaba. Cuando empezamos a salir del agua vimos a los mayores corriendo como hormigas atontadas, sin saber para qué lado. De repente la cosa pareció organizarse, y alguien sacó a empujones de la casa de al lado al borracho del vecino, un viejo mugriento al que le decían el Julio. En ese momento el padre de mis primas empezó a pegarle patadas en el piso, mientras en el frente de lo de mi abuela la tía Carmen lloraba, apoyada en el tronco del paraíso. Silvia y yo entramos al patio y nos quedamos agarradas de la mano al lado del portón, sin entender gran cosa y sin pronunciar una palabra. La mujer del Julio, una vieja chiquita que eternamente tenía un pañuelo en la cabeza, estaba parada en la puerta de su casa mirando la escena, con las manos en la cara y sin moverse. Mientras tanto, mi viejo forcejeaba con el padre de las mellizas y trataba de separarlo del bulto de ropas arrollado en el suelo que parecía ser el vecino.
_ ¡Dejame que lo mato! ¡Dejame que lo mato!- gritaba el tío Antonio, y mi viejo respondía:
_ ¡Pará, hermano, pará! ¿No sabés que el Julio es un viejo de mierda? ¿Vas a perderte por esta cascarria?
_ ¡Hijo de puta!- gritaba el tío- ¿Qué me importa que sea un viejo? ¡Siete años tiene mi hija, siete años!
_ ¡Pará, Antonio, pará!- repetía mi viejo, con una cara peor que la del día que le dijeron lo del seguro. 
La prima Silvia y yo salimos corriendo para adentro y nos zambullimos en brazos de la abuela, que en seguida nos tapó a cada una con una toalla y ordenó que fuéramos a la cocina, que esas no eran cosas para ver las criaturas. Desde ahí seguimos oyendo los gritos de la vereda, pero ya no entendimos las palabras.
_ ¿Y mi hermana?- preguntó de repente Silvia, percibiendo por primera vez que faltaba Estelita- ¿Dónde está mi hermana? Hace rato que no la veo.
_ Shhh… -susurró la abuela, sentándonos con suavidad ante la mesa de la cocina- Estelita está en el dormitorio, con tu mamá. Tienen que hablar unas cosas, no las molesten. Vengan, vengan conmigo. Vamos a hacer algo de comer.

Nunca más volvimos a ver al viejo Julio por el barrio, ni tampoco a la viejita del pañuelo en la cabeza. Esa misma noche abandonaron la casilla, y se fueron muy lejos, dijo mi padre. Al otro día estuvieron trabajando mucho rato en la calle de mi abuela los de la OSE, y lo que por unas horas había sido nuestra playa de a poco fue bajando, hasta que la calle terminó hecha un barrial que demoró semanas en secarse. 
Yo la tarde de lío aproveché que los adultos andaban medio alterados y le hice un siete a la malla verde floreadita con un clavo que salía de la silla de la cocina, así mi vieja nunca más me obligaba a usarla, pero igual fue inútil, porque no volvimos a la playa ese verano. 
Malvín quedaba lejos, y en casa no había plata para paseos. A veces mamá llenaba de agua la pileta de lavar que teníamos en el patio, pero no era lo mismo. Nunca volvió a ser lo mismo.

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