Vistas de página en total

miércoles, 18 de marzo de 2020

Historias desde la cuarentena. 2. Jaureguiberry, tierra de acción y aventuras



1. La previa 

En cierto momento del viaje el señor del asiento de al lado dice exactamente lo que quiero escuchar:
_ Bueno, mejor te dejo descansar y no hablo más por un rato.
Recuesta su cabeza y se queda en silencio, como pensando, pero sé que no es verdad lo que dice, porque no demorará dos minutos en arremeter de nuevo con el cuasi monólogo que lleva ya la mitad del viaje de Montevideo a Jaureguiberry. Comienzo a culparme por haberlo saludado al sentarme: no fue más que un “hola”, pero sirvió para iniciar la comunicación entre los asientos 20 y 21. 
El señor del asiento 21 es canoso, flaco y de voz agradable, con esos ojos claros bordeados de agua propios de los viejos con cataratas. Debe andar por los ochenta y pico y aún se mantiene erguido, tan firme en su postura corporal como en la tendencia infalible a ver lo peor de cada situación. 
Un par de kilómetros más adelante retoma el hilo de la charla, como si contestara a alguna de sus voces interiores.
_ No, no, acá no se puede plantar, porque no hay tierra. Puro arenal, nomás. Sí, podría plantarse frutilla y sandía, pero ni eso crece: mucho sol y mucha hormiga. Hay gente que dice de juntar restos de comida para hacer un canterito, pero no, m’hija, no sirve, porque el yuyo se come toda la tierra. Poco bicho también. Los otros días vi un ciervito Axis en la carretera, precioso: lo había matado un coche. Lo que sí se ve seguido es la víbora: cruceras, yararás, de todo… Y no hay médico cerca, ¿eh? Yo en invierno estuve esperando que me parara un ómnibus como una hora, porque andaba con bronco espasmos y quería ver un doctor en Piriápolis, y al final terminé con congestión. Los choferes te ven y ni te paran, se hacen los vivos.
Como era inevitable, la pseudo charla continúa sin interrupciones por un largo rato, hasta que voy armando de a pedacitos la biografía del asiento 21. 
Había habido una mujer, muerta hace doce años. Varios hijos (“a uno me lo mataron”). Una novia con la que estuvo siete meses, en 2009. 
_ Yo la tenía como una reina. Le compraba dátiles de Tienda Inglesa, nueces, lo que ella quería. Y ropa. De la barata, eso sí, pero ella con su jubilación solo tenía que comprar el pan, nada más. Era bien derechita y delgada. Una vecina después me dijo que parece que al segundo marido lo había matado, pero yo no sé. Siempre me decía que yo era su ángel de la guarda, y que cuando me muriera me iba a tener agarrado de la manito, hasta el final. Un buen día se fue. Ni avisó: se fue. Ochenta años, tenía ella, y no volví a verla más. No sé qué le pasó.
Pobre viejo. Me entra a jugar la tristeza, que se va haciendo culpa cuando me invita a pasar por su casa a tomar un té o un café en estos días en que estaremos de vecinos. Trato de decirle que no, se lo insinúo con toda la fuerza que puedo sin llegar a ser maleducada, pero él no me escucha. Mirando hacia mi asiento con los ojos vidriosos de las cataratas me repite que pase por ahí, que tiene un gato y tres perros malcriados, que le voy a dar una alegría al pobre viejo (se nombra así, en tercera persona), que vive solo al Norte del balneario y no ve a otras personas más que cuando tiene que ir a cobrar la jubilación a Montevideo, como hoy. Llega mi parada, tomo mi bolso del portaequipaje y me bajo, sabiendo que no pasaré por su casa, no crearé un lazo de afecto y dependencia que pudiera hacerse difícil de cortar. La adicción a la culpa no es lo mío. 
Pero me siento como el culo.
Quién me manda andar saludando viejos en los ómnibus de Copsa.
Miro hacia delante, me cuelgo el bolso al hombro y comienzo a caminar para el lado de la playa, rumbo a mi loca semana de vacaciones en la colonia de Fenapes de Jaureguiberry.



2. La rutina

Tres días después, a la caída de la tarde, salimos mis dos amigos y yo de recorrida por el balneario. Más que el deseo de ejercicio nos mueve la curiosidad de saber si esto es todo, si el pueblo es este manojo de predios gremiales con unas pocas casas abandonadas alrededor, sumergidos en un bosque gigantesco lleno de aves y viento. Hace tres días que estamos, pero nos parece un siglo. La playa es hermosa y previsible. Grandes barrancas de tierra rodeadas por balnearios pequeños e iguales, llenos de familias y niños. La colonia de Fenapes es como la extensión de la Sala de Profesores de todos nuestros liceos, y aunque nuestra cabaña es preciosa tratamos de evitar pasar mucho tiempo en el trabajo, e incluso hablamos bajito y sin dar nombres, porque nunca se sabe quién puede estar escuchando. Por ahora no hemos encontrado más comercio que el almacén de Maurente a un par de cuadras, pero después de mucho preguntar unos chicos nos dijeron que tal vez sobre el arroyo a la altura de la ruta hubiese algo abierto, aunque no estaban seguros. 
Cada día repetimos las mismas rutinas. Desayuno, playa, mandados, almuerzo, siesta, playa, merienda, nada. Ya hemos conversado todo lo conversable. Ya suspiramos y miramos el techo de la cabaña como calibrando si falta mucho para volver a Montevideo. Jaureguiberry es como un manto de moho que de a poco va cubriendo nuestras pieles. Nos sentimos oxidados, tensos, estafados. Empezamos a ponernos quisquillosos, y es ahí cuando decidimos salir de recorrida, ayudados por la tormenta del tercer día que inhabilita la playa vespertina. 
De camino al puente, a un par de kilómetros de la colonia de vacaciones, encontramos un sitio parecido a una urbanización con calles, otro almacén, alguna persona caminando, perros, juguetes y bicicletas en los porches de las casas que no están tapadas por la maleza. Salimos al arroyo: descubrimos un paisaje soberbio de agua, arena, barrancas y luna. Ahora el pueblo suma algunos puntos, al menos hasta que un perro cimarrón nos corta el paso por un camino angosto y solitario y casi pegamos la vuelta, aunque con un par de gritos y algo de actitud neutralizamos el ataque, hasta conseguir heroicamente llegar al bar de la ruta. 
El  Yacht Club de Jaureguiberry es poco más que un comercio familiar con pizzas y tele, pero dado el nivel de sociabilidad de los últimos días el simple hecho de sentarnos junto a la ventana y ver caras nuevas ya de por sí constituye un evento removedor. La que viene es noche de clásico, dice el mozo, y no hace falta que nos miremos siquiera para decidir que sí, que allí vamos a estar aunque detestemos el fútbol, los bares familiares y las pizzas con poca salsa. Si hay fútbol hay hombres, nos decimos con la mirada. Y ahí estaremos. 

3. El Yacht

Un rato antes del partido hacemos nuestra entrada triunfal en el boliche: dos mujeres y un hombre bañaditos, perfumados y arreglados para el evento mayor del verano. Hay varias mesas ocupadas y dos libres, pero preferimos quedarnos alrededor de la barra, donde poco a poco comenzamos a interactuar con el entorno.
La primera persona con la que charlamos es un veterano de más de setenta años, que pasea entre las mesas a una cachorra Yorkshire de lo más simpática y demandante, atada con una correa rosada. 
_ Yo tenía a otro igual que ella hasta hace unos meses, pero me lo robaron.-nos aclara- Lo dejé solo unos minutos, ahí frente a la Colonia de Fenapes, y se lo llevaron. No sé quién pudo ser porque había un simposio con 160 estudiantes, pero tuvo que ser uno de ellos. No tengo consuelo. Lo busqué por cielo y tierra. Hasta puse papeles pidiendo que me lo devuelvan, que hay diez mil pesos de recompensa. Y los tengo aquí mismo, ¿eh? ¡No es un invento!_ aclara, sacando del bolsillo del short su billetera de cuero marrón, rebosante de dinero.
Mi cabeza comienza a evaluar la posibilidad de pegar papeles en el IPA que ofrezcan una recompensa algo menor por el perro, cuando advierto que mi grupo ha cambiado el ángulo de sociabilidad y se pone a charlar con otras personas: un pelado que está solo y una pareja con bebé y perro policía. El pelado, Jorge, viene a Jaure (él dice “Jaure”, como todos los locales) desde que nació, hace 55 años, en tanto los del bebé son advenedizos: una arquitecta cuarentona y su barbudo y gordo marido, con rancho de reciente construcción. 
_ Lo que pasa en este pueblo es que el Intendente solo se ocupa de darle predios a los gremios, sin exigirles contraprestaciones.- dice Jorge mientras toma su segundo vaso de caña sin hielo- Cuatro gremios hay, cuatro, que no pusieron nada por el terreno, que pagan cero peso de impuestos y lo único que se les pide a cambio es una bajada a la playa a construir de acá a treinta años. Ahora, con toda esa gente, la napa freática está contaminada. Ya no hay pozo que no esté contaminado, hasta los dieciocho metros de profundidad. Ojo que no es contra ustedes, ¿eh?- aclara, mirándonos por igual a los tres de la colonia y a la pareja de recientes vecinos- sino contra el que decide todo esto… 
_ Jaureguiberry ahora está teniendo un boom de la construcción- responde el barbudo del perro, dejándonos con la boca abierta ante semejante revelación, tan en pugna con nuestras apreciaciones visuales del balneario- Se están haciendo pila de casas, y no se planifica nada.
_ Nadie planifica nada, nunca- concuerda Jorge.
_ ¿Y hay víboras por acá?
Adivinen quién quiere salir del tema, como siempre.
Jorge me mira como calibrando si retoma su queja anterior, pero yo abro mucho los ojos y se ve que lo conmuevo, así que responde.
_ Sí, haber hay, pero no tantas, ¿eh? Yo la última que vi fue cuando mi hijo era así.- afirma poniendo la mano a un metro del piso- Y hoy tiene 17. Se estaba dando una ducha en la canilla de afuera y cuando quiero ver había una rama al lado del botija. ¿Y esta rama? Cuando vi lo que era le clavé una pala en la cabeza. Una crucera. 
Seguimos charlando con los parroquianos, felices de tener nuevos temas de conversación luego de media semana de aislamiento.
_ ¿Y esto de acá enfrente, de quién es?_ pregunta el barbudo, aludiendo al terreno frente al arroyo
_ Ah, ¿esto?- responde Jorge-  Parece que es de una de las descendientes del viejo Jaureguiberry, que hizo una prescripción con testigos truchos y se quedó con un montón de terrenos frente a la costa. Igual no todos son para construir, porque se inundan, pero algunos sí. 


4. La partida

La noche avanza despacito. Mis amigos y yo terminamos por instalarnos en las mesas de afuera, donde nadie mira el partido. Mi concentración se divide: mitad en la conversación, mitad en un canoso de bigotes y ojos claros que entre cigarro y cigarro me mira con insistencia. Tiene pinta de Suboficial Bermúdez, aunque mi amiga opina que milico con zapatillas de jean no tiene visto hasta ahora. 
El Suboficial Bermúdez, con todo y sus muchos años, es el único hombre relativamente mirable del entorno, pero nuestra capacidad de atención y sociabilidad está más que menguada por estas fechas. Terminado el primer tiempo nos viene el aburrimiento, y pegamos la vuelta. Cuando paso por su mesa el veterano hace un gesto simpático e intercambiamos un saludo, antes de comenzar mis amigos y yo la caminata de un par de kilómetros hasta la cabaña, alumbrados con una linterna de pilas gastadas y luz apenas visible.
No sé si encontramos alguna crucera: la víbora que cruza entre nuestros pies a la media cuadra es oscura, pero no le vemos bien los dibujos. Lo que sí vemos con claridad son las luces de la camioneta del bigotón, que se acerca a nosotros y se pone a mi altura. Avanzamos un rato charlando, yo a pie, él desde el vehículo, que avanza sin problemas por el pasto al costado de la ruta. Me habla con voz grave, algo rasposa. Propone “en una buena” llevarnos hasta la colonia, y claramente se percibe que el plural incluye a mis amigos pero el interés es de corte singular. Qué momento. Es como retroceder diez casilleros en el túnel del tiempo y encontrarse de nuevo en los ochenta; solo falta que me invite a tomar un Martini. Evalúo la situación por un segundo: el bigote, la voz, la camioneta. Este pueblo desolado donde faltan las personas pero sobran las sombras. Puro árbol y yuyos, puro viento y silencio. A la tercera imagen mental de mi cuerpo tirado en las blancas arenas de la playa, de las cámaras de Teledoce y de mis amigos al día siguiente dando testimonio del crimen ya mi cabeza decide que no, que ni ahí, que todo bien pero no, que mejor seguimos caminando, que gracias de nuevo, pero no.
Cuando las luces de la camioneta comienzan a alejarse en sentido contrario al nuestro hacemos el kilómetro que nos falta, siempre mirando al piso, por si las bichas.

5. Epílogo

Jamás volví a ver al Soboficial Bermúdez, que se llamaba Roberto y era en verdad un comerciante. Al otro día nos volvimos a Montevideo, pese a que nos quedaban tres días de la cabaña ya pagados por adelantado. Muy linda la playa y el paisaje de Jaureguiberry. Todo muy lindo, pero nunca más.

No hay comentarios:

Publicar un comentario