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jueves, 19 de marzo de 2020

Historias desde la cuarentena. 3. La visita






Bajaron del jeep a eso de las diez de la mañana, luego de media hora de zarandeos y bandazos entre las dunas. Eran dos hombres, uno de unos treinta años, el otro un poco mayor. Se sentaron a la mesa del único puesto que estaba abierto a esa altura de la temporada y pidieron cada uno un café con leche y dos alfajores de maicena. La chica que los atendía fue la última en caer. El resto del pueblo se fue dando por enterado antes aún de que el azúcar se derritiera en las tazas, y uno a uno empezaron como zonceando a  pasarles cerca pero no tanto, a ver si captaban alguna frase suelta o un destello calculador en la mirada.
Pero nada. Los dos hombres simplemente dejaron cada portafolio sobre la silla de al lado y se dedicaron a consumir su desayuno en completo silencio, mientras miraban con desinterés la línea verde del mar sobre el horizonte. El hecho de andar de camisa y pantalón en el balneario los diferenciaba más que si hubiesen ido disfrazados como osos de lentes.
A sus espaldas, detrás del puesto, hervían los contactos, avisos y comentarios. La DGI había llegado. Es una vergüenza, caerles a esta altura después de un verano pelado donde los argentinos no habían hecho acto de presencia y los uruguayos estaban cada vez más escasos y sin plata. No se puede creer. ¿Y a quién van a inspeccionar estos tipos? A las posadas de las rocas, espero, porque si se meten con los puestitos de comida están fritos, y si se ponen a ver la de ranchos particulares que ofician de hostel tienen para rato. Capaz que hasta al tartero le caen, pobre tipo, que anda siempre con el nene repartiendo las mismas pascualinas y empanadas de carne y de pescado…
_ Uy, mirá, mirá: ahí se levantan.
_ Están agarrando como para lo del Oreja. No, empiezan antes, en lo del Pedro. Mirá, golpean las manos.
_ Pobre Pedro, alguien debe haber batido lo del hostel…
Por un momento pareció que nadie iba a responder el llamado, pese a que la puerta del rancho estaba, como siempre, abierta para atrás, pero al fin el dueño de casa se asomó por la ventana, y pegó el grito, fingiendo una calma que estaba lejos de sentir.
_ ¿Sí?
Allí fue cuando el más joven de los dos hombres abrió el portafolio, sacó unos papeles y se acercó a la ventana.
_ Buenos días. El fin del mundo se acerca, hermano. ¿Te gustaría salvarte a ti y a tu familia? Te traemos la Palabra de Dios.
El suspiro de alivio colectivo hizo tambalear los pocos pastos del pueblo. La atención de la gente, lejos de ocuparse de palabras pasadas e hipotéticos futuros, volvía a centrarse en la zona de los jeeps por donde algún día, tal vez, volverían a venir los turistas.

2 comentarios:

  1. Es increíble cómo en tan breve relato lográs una tensión tan fuerte, y sin que te des cuenta baja totalmente. Buenísimo.

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  2. Qué bueno que sintieras eso, Marisa, gracias por el comentario!

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