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jueves, 2 de abril de 2020

Historias desde la cuarentena, 17. Como siempre




Mañana va a ser un día soleado, con nubes blancas entre las siluetas de los edificios. O tal vez sin sol. Mejor sin sol. Solo nubes.
Mañana va a ser un día gris, de esos en los que el invierno parece demorarse. Un día de viento, con pelusas que atraviesan las veredas y se dirigen como minúsculos alfileres dorados hacia los ojos desprevenidos.
Yo voy a salir de la oficina a eso de las tres y cuarto, cuando la mirada se me empiece a cerrar frente a la pantalla y necesite el café extra fuerte del quiosco de la vuelta. Tres y cuarto, tres y media. A esa hora mi jefe ya no va a estar, y voy a poder demorarme en el espejo del baño mientras me arreglo el pelo y retoco el maquillaje. Delineador, lápiz labial… O quizás no. Quizás la oscuridad del comienzo nublado de la tarde me lleve a estar mejor de cara lavada, y en ese caso solo iré al baño a mojarme un poco el pelo hasta que se armen los rulos y el viento con ellos no logre demasiado.
Cuando baje la escalera de mármol y toque como siempre los relieves de yeso que adornan las paredes me voy a sentir como si fuera la niña mimada de la familia que levantó esa casa. Por un momento seré la veinteañera de 1935 que baja danzando los escalones blancos rumbo a la calle Rincón adoquinada y reluciente tras la lluvia de la noche, pero solo por un momento. Después volveré a ser la oficinista de hoy que trabaja encima de un bazar, en una casa centenaria sembrada de escaleras y con grandes cocinas llenas de azulejos.
Uno, dos, tres, catorce escalones. La tarde va a seguir gris, y la vereda mojada. Empezaré a caminar.
_ ¿Torta frita, niña?- me va a gritar como siempre el cubano de la esquina.
_ Gracias, hoy no. Otro día.-voy a decir sin pensar.
La calle estará gris, pero seca. Te voy a ver en la esquina, revisando el celular. En ese momento te ponés los lentes y te quedan bien, pero te vas a concentrar tanto en lo que leés que cuando nos crucemos no te vas a dar cuenta y a mí a último momento me va a faltar la decisión y la estrategia para hacerme la sorprendida y decirte hola, qué hacés, tantos años.
No.
Mañana voy a encontrarte pero no va a ser en la esquina y no estarás mirando tu teléfono. Vendrás caminando en mi dirección, te voy a ver desde lejos y voy a bajar los ojos mientras siento que el corazón se me apura y la sangre afluye desbandada a mis mejillas. Tropiezo con una baldosa, pero nadie lo nota. El viento me tira el pelo sobre los ojos, no veo bien. El humo de las tortas fritas del cubano larga un olor a grasa que pasea por mi nariz y se instala en todos los poros de mi cara, dejándome en un segundo la piel reluciente.
No.
Mañana va a ser un día gris. Cuando te encuentre vos no vendrás caminando hacia mí, sino al revés. Yo voy a ir hacia el kiosco. Segura, esbelta, decidida. El cubano va a estar en su media hora de descanso, y la tarde será nublada pero sin viento. Voy a pasarte al lado sin darme cuenta, y vas a estirar hacia mí una mano que llegará apenas a rozarme el hombro. En ese momento me daré vuelta levantando los ojos en cámara lenta para encontrar los tuyos, pero en la puerta de mi trabajo estarán los de mi jefe, mirándome con expresión acusatoria.
No.
Mañana va a ser un día gris, de esos en los que el invierno parece demorarse. Un día de viento, con pelusas que atraviesan las veredas y se clavan como alfileres dorados en ojos desprevenidos. Cuando termine mi horario y me vaya de la oficina voy a bajar la escalera de mármol tocando como siempre los relieves de yeso que adornan las paredes. La tarde va estar anocheciendo. Las siluetas de las personas irán apuradas, como siempre que son las seis y Ciudad Vieja empieza a despoblarse. El cubano de la esquina ya se habrá ido. Voy a estar maquillada, con los rulos en orden. Segura, esbelta, decidida. Antes de llegar a la plaza voy a sentir tu voz a mis espaldas pronunciando mi nombre. Me daré vuelta con naturalidad, casi en cámara lenta, buscando encontrar tu sonrisa desplegada y tus ojos de antes. Encontraré tu sonrisa indecisa bajo tus ojos de antes envueltos en las arrugas de ahora. Tus canas, tus entradas, tu espalda encorvada y vacilante de oficinista a punto de jubilarse. Dónde estás, qué te hicieron. Por qué me mirás así. No quiero ver tu mirada. Espejo sin brillo, agua de lluvia empozada contra el cordón mientras la muerte espera en alguna tarde gris al final de la vereda. Dónde estás, dónde estamos. Qué nos hicimos.
No.
Mañana va a ser un día gris, de esos en los que el invierno parece demorarse. Un día de viento con pelusas. La tarde estará anocheciendo. Las siluetas de las personas van a andar casi corriendo, como siempre que la Ciudad Vieja empieza a despoblarse. Yo voy a estar maquillada, con mis mejores ropas, segura, esbelta, decidida. Caminaré hasta la Plaza Independencia y cuando llegue a la parada del Solís va a venir el 103 que me lleva a mi casa. Será otro día de buscarte y no encontrarte, otro día de ojos que se cierran ante la pantalla, de jefes que controlan y de olor a tortas fritas. El 103 va a venir vacío y me iré directo hacia el fondo, desde donde pueda ir mirando las gentes que caminan por 18 al comienzo de la noche, no vaya a ser cosa que vos estés en una esquina y yo pase de largo. Mañana será otro día de buscarte y no encontrarte.

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