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miércoles, 15 de abril de 2020

Historias desde la cuarentena, 30. Universos


1. LA PROFESORA
 

Me ve comprando una revista en el Congreso y se pone a charlar conmigo. Ella es bella, cultísima, cálida, maravillosa. Fue mi profesora en el IPA y años después tuve a su nieto en uno de mis grupos, lo que nos da una especie de alianza intergeneracional, o eso me digo, para creer por un minuto que soy su preferida. Mientras hablamos varios intrusos nos interrumpen pero siempre retomamos, hasta que no resisto la cholulez y le pido a un compañero que nos tome una foto. “Salieron sin las piernas”, acota un mirón, y acto seguido ella establece una relación entre la foto, los cuadros de Leonardo y las películas de Peter Greenaway. Me chorrea la admiración por todos los poros.
Antes de irse me toma del brazo y susurra “Gracias por escuchar mis historias”.
Salgo de la sala tratando de no chocar con la cabeza las lámparas del techo, mientras con la vista voy tratando de identificar dónde está la máquina del café, que el alma de una andará flotando de la emoción pero el cuerpo es materia, y la materia establece sus reclamos.



2. EL TAXISTA

Nos ponemos a charlar a propósito del tránsito endiablado del viernes por la noche, los paros del sindicato del taxi y los peligros de la calle. Él parece haber pasado hacer rato los sesenta años, y ante mi pregunta de si deja subir a cualquier persona al coche hace una pausa, me mira por el espejo retrovisor y contesta con voz resignada:

_ Mire, señorita, lo que pasa es que si me pongo a elegir no trabajo.

Y me cuenta una historia de hace unos días, donde venía de sacar un préstamo de diez mil pesos, aceptó un viaje y se le subió al asiento delantero un hombre con pinta de peligroso, que le indicó una dirección en el Cerro. El desconocido lo hizo parar un par de veces en el camino, para bajarse a comprar algo en un almacén primero y en un bar después.

_ Yo le di charla, lo fui conversando, y cuando se bajó la verdad es que respiré aliviado. Ocho rapiñas llevo, ocho. Hasta ahora la he sacado barata, pero pensé que de otra no zafaba. A las cuadras me paró la policía y preguntó dónde lo había dejado: resulta que el hombre acababa de asaltar dos comercios, ¡y yo lo estaba llevando a cometer esos robos! ¡Con los diez mil pesos del préstamo en la billetera! Al final se les escapó.

Después agrega que otros compañeros son mucho más desconfiados. Él, por ejemplo, vive a varios kilómetros de Montevideo y a veces está mucho tiempo en la ruta con su nieta de noche esperando un taxi, porque no hay quien se anime a detenerse.

_ Los otros días levanté a unos en la ruta; hacía pila que ninguno les paraba, pobre gente. Iban a la emergencia porque el señor mayor se sentía muy mal y necesitaba ver a un médico. Al ratito se murió. Ahí, mire, en el asiento de delante de donde usted va sentada, señorita. Bueno, ya llegamos. Son 127 pesos.



3. EL MILITAR

Tiene casi noventa años, está todo el tiempo sentado pero siempre sostiene con la mano derecha la empuñadura de su bastón de madera. Su aspecto es agradable y prolijo. A su alrededor los demás conformamos un auditorio variopinto compuesto por su tercera esposa, su sobrina, dos amigos y yo. Casi no osamos hablar para no cortar el ritmo de los recuerdos que fluye de sus labios sin un error y sin el menor rastro de senilidad, recorriendo el norte del país, la educación rural, la formación de los militares de carrera, los abusos de los poderosos.

El militar nos cuenta que hizo 33 procedimientos contra el contrabando y en ninguno se procesó al culpable.

_ Lo que pasa es que esa era la zona de influencia del CURSA: Contrabandistas Unidos de la República, S. A.- dice con cara de pícaro. Y sigue contando.

_ Yo en esa época tenía un hurón que me habían regalado. Mansito. Viajaba a caballo conmigo, adentro de la chaqueta, y cuando quería salía, se iba a recorrer el lomo del caballo y se metía de nuevo en la chaqueta. Un día volví al destacamento y mi asistente me dijo “mire que el coronel le mató el hurón… dice que le estaba comiendo las gallinas”. Yo hice un reguero de maíz hasta mi carpa, puse a mi asistente en la puerta con el sable en la mano y le di orden de no dejar entrar a ningún bicho. Al rato había una montonera de gallinas sin cabeza a la entrada de la carpa. Esa noche preparé una olla podrida y lo invité a cenar al coronel, que trajo vino y todo. Al otro día me dice: “capitán… ¿dónde están mis gallinas?”. “¿Sus gallinas? No sé… se las habrá comido el hurón…”.

La charla dura dos o tres horas. Después los visitantes nos decidimos y empezamos a abrigarnos para salir a la noche. Por un momento me quedo sola con él. Conversamos sobre un amigo en común que tenemos, sobre las únicas dos visitas por semana que le dejaban recibir en la cárcel adonde fue a parar por negarse a aceptar el golpe de Estado, sobre su rancho en Valizas y sobre la gata negra, que fue la última que tuvo.

_ Usted sabe que ella y la blanca se hablaban entre ellas. Yo no quería creer hasta que lo vi. Una le decía algo a la otra, iba y le dejaba todos sus gatitos mientras salía por un par de horas. Al regreso, otra conversación, iba hasta la negra y se llevaba en la boca de vuelta todos los hijos, uno por uno. De no creer, mire.

Terminamos de despedirnos luego de un rato, y salimos al mundo exterior. En la vereda de enfrente un grupo de muchachos combatía el frío tocando tambores. El invierno estaba cada vez más cerca. Y nos fuimos.

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