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miércoles, 22 de abril de 2020

Historias desde la cuarentena, 34. El hombre alto.



Había llovido mucho ese jueves; las calles del barrio estaban todas desbordadas. Por el momento el chaparrón había parado, pero un torrente de agua sucia mezclada con hojas secas y papeles de caramelos serpenteaba contra los cordones dificultando todo intento de cruce. En las veredas una cuadrilla invisible de baldosas flojas jalonaba de trampas el camino de los peatones que tratábamos de llegar a alguna parte.
Estaba cayendo la noche cuando pasé por el boliche. Lo vi vacío y decidí quedarme. No tenía mayores motivos: ni hambre, ni aburrimiento, ni esperanza de encontrar a nadie. Especialmente esto último: no había amigos que desafiaran esa tarde la tormenta a cambio de un rato de café y de charla, pero la lluvia parecía a punto de largarse otra vez sobre las calles y el lugar estaba seco, así que entré.


Afuera los relámpagos empezaban a contrastar con las sombras de la calle, pero solo de vez en cuando me llegaba el eco de algún trueno: el ruido de la máquina del café y el televisor con el informativo puesto a todo volumen eran suficientes para amortiguar cualquier sonido. Antes de sentarme traté con relativa inutilidad de sacudirme la lluvia, aún adherida al buzo de lana. El veranillo de San Juan parecía oficialmente cancelado a partir de esa tarde; estaba empezando a refrescar y ya podía ir presagiando un estornudo inicial y varios días de narices acuosas en mi futuro cercano.
_ Buenas. ¿Ya sabe lo que va a pedir? – resonó la voz del mozo a mi derecha.
Era un veterano regordete de bigote oscuro, camisa blanca de manga corta y moñito negro prendido con alfiler.
_ Hola, sí: un cortado, gracias. Con edulcorante. – respondí mecánicamente, mientras trataba de secarme un poco la cara y las manos con servilletas de papel.
El mozo me miró con aire reprobatorio, como si fuera una herejía utilizar sus servilletas a modo de toalla. Por un momento pareció a punto de decirme algo, pero se contuvo.
_ ¡Artigas! ¡Sale un cortado! – gritó dando media vuelta, dos segundos antes de desaparecer detrás de la barra.


Ya en condiciones anímicas de explorar los efectos de la lluvia en mis pertenencias, abrí con sumo cuidado mi mochila. La computadora no parecía mojada, pero un fajo de escritos de mis alumnos había recibido algo más que un par de gotas. Los deposité sobre la mesa: la cosa no parecía grave, nada que un rato de sol o de aire acondicionado no pudieran solucionar. Los estaba sacudiendo un poco, con ese gesto inútil de quien sabe que algo se le fue de las manos, cuando escuché junto a mi mesa una voz que no era la del mozo.
_ Hola, profe.
Levanté la mirada, porque el que hablaba era alto; llegué hasta su rostro y me quedé sin palabras. Dejé los escritos sobre el mármol de la mesa y debo haber tragado saliva, aunque no articulé ningún sonido.
_ ¿Usted sabe quién soy? – preguntó con un tono en el que me pareció percibir un leve dejo de inseguridad. El hombre tenía unos cincuenta años; era delgado, de rasgos fuertes pero armónicos, y me observaba con una seriedad no exenta de simpatía. Nos quedamos en silencio durante un par de segundos, hasta que encontré la forma de responder sin que la voz me temblara.
_ Claro que sé.
_ ¿Y qué es lo que sabe?
_ Que sos profesor, o lo fuiste. Que hace poco te jubilaron, que te fuiste a otro barrio y llevaste a tus amigos. A los tres.
Él no respondió. Se quedó mirándome, como si hubiera esperado otra reacción de mi parte. Por fin abrió la boca y murmuró algo que coincidió con un silencio del informativo y resbaló sobre las mesas no muy limpias y las sillas vacías del boliche:
_ Todo es diferente ahora, ¿sabe? Ya no duermo en la calle. Puedo bañarme.
_ Ah, qué bien. - respondí- Yo también me baño, pero no siempre. Depende del frío.
Hubo un amague de sonrisa en sus labios, que no terminó de definirse. Movió la cabeza y bajó los ojos durante un momento, que aproveché para echarle un vistazo.
Nunca supe su nombre, para mí era el Alto. Era evidente que había sido un hombre atractivo, lo fue mientras vivió en la calle y ahora la ropa nueva y un aire general de limpieza no habían llegado a cambiarlo del todo. Se había cortado el pelo, pero aún se le armaba un principio de rulos grises sobre la frente. La voz era grave y reposada.
_ Me está tomando el pelo, profesora.
_No, no. Para nada.


El mozo apareció en ese momento para dejar el cortado, lo miró como para preguntar algo y se fue sin articular palabra. Se había olvidado del edulcorante, pero la noche no estaba como para andar reclamando pequeñeces, así que vacié un sobre de azúcar en el vaso y empecé a revolver sin ruido, cuidando que la leche no se derramara.
_ ¿Querés sentarte? - ofrecí. El Alto se desplomó en la silla de enfrente y durante un rato largo permaneció mirando por la ventana. Parecía haberse ido.
_ Siempre me pareciste interesante- quise decir, pero continué revolviendo el cortado sin pronunciar una palabra.


En realidad nunca supe gran cosa ni del Alto ni de sus amigos. Ellos eran solo unas presencias habituales a la entrada y a la salida de mi trabajo. Los primeros años me acostumbré a verlos sentados en los bancos de la vereda, siempre juntos y sin meterse con nadie, con esa condición imperturbable que da el vivir en la calle y dormir en las escaleras de un liceo. Ajenos a los gritos de los gurises o a las puteadas de las limpiadoras cuando llegaban por la mañana y había olor a pichí en los rincones de la entrada del edificio. Ajenos a todo; ellos vivían lejos, muy lejos de todo. Supongo que eran cuidacoches, pero al no tener auto eso no me quedó muy claro. Siempre los vi inmóviles, como haciendo tiempo. No sé para qué.


Una mañana en que entraba temprano, el primer año en que di clases en el liceo , fui de las primeras en llegar. Iba subiendo la escalera cuando encontré un libro viejo tirado junto a la puerta principal. Lo levanté y le di una mirada por arriba: era un análisis de las coplas de Manrique, una edición española con pinta de seria a la que le faltaban la contratapa y algunas hojas del final.
_ Mirá lo que acabo de hallar- le dije al Subdirector, que en esa época era un profe de Historia pachorriento y barbudo. -No tiene sello de biblioteca, y hace años que nadie da Manrique en el liceo; ¿de dónde habrá salido?
_ Debe ser de los que duermen en las escaleras. – me contestó el Sub- Ellos siempre están leyendo.
_ ¿Te parece?
_ Sí, sí, no te creas...- agregó al ver mi expresión de sorpresa. - Hay uno que es profesor de Filosofía. Yo dos por tres les paso cerca, y cuando escucho lo que hablan veo que tienen las tales discusiones. Discusiones en serio, ¿eh? ¡No sabés todo lo que saben!
_ ¡Ah, mirá! No tenía idea- le dije, pero no era cierto, o no del todo. Yo nada sabía de ninguno de esos hombres estatuas, pero el Alto tenía más o menos mi edad, y a mí me sonaba de algún lado. Quizás del IPA, o de Humanidades; tal vez de las tardes heladas en Cinemateca viendo películas de imágenes difusas y sonidos entrecortados, no sé, pero yo a esa cara ya la tenía vista.

Desde el día de la charla con el Subdirector más de una vez me había encontrado tratando de armar la historia del profesor devenido en cuidacoches. Era como un juego, un invento de narrador que imaginaba cómo era, qué le había pasado, qué lo llevó a la calle. A veces era una tragedia personal; otras, una rebeldía desencaminada. A veces el padre era militar y pretendía que él siguiera sus pasos. O se le había muerto un hijo, o no había sabido manejar un desamor. En esas divagaciones se iban yendo los meses y años, y no parecía imposible continuar tejiendo historias hasta el infinito. Un par de días por semana los cruzaba a los cuatro al aprovechar la hora puente para ir a la panadería de la otra cuadra, o al ir hasta lo de los chinos a comprar arrolladitos primavera antes de empezar las horas de la Coordinación.
De sus amigos no recuerdo ni una cara.
Él me esquivaba la mirada, pero no siempre.


Este año ya llevábamos como tres semanas de clase cuando tomé conciencia de que los cuatro habían desaparecido. Fue una mañana en que vi a alguien durmiendo en la vereda sobre la puerta del costado y me encontré pensando que había un intruso, porque no era uno de ellos.
_ Se fueron.- dijo el Subdirector cuando pude preguntarle- Al que era profesor le salió la jubilación, y alquiló algo en un barrio, lejos del centro. Se los llevó a todos con él, o al menos eso me dijeron. Y capaz que lo que le dieron fue una pensión, no lo tengo claro.


Afuera la lluvia acababa de largarse con fuerza una vez más. Terminé de tomar el cortado y eché una mirada alrededor. Dos muchachos empapados entraron riéndose fuerte, y se instalaron junto a la barra. En el televisor, terminado el informativo, había comenzado un programa de entretenimientos, en tanto el mozo pareció olvidarse por completo de nuestra presencia, seguro de que no nos íbamos a mover de la mesa mientras no escampara el diluvio de afuera.
Me sorprendió escuchar la voz del Alto, cuando ya lo creía perdido del todo en el silencio.
_ Fue una noche larga, ¿sabe? Una noche de años. Y todo era igual. Ahora a veces los días son diferentes. A veces.
Yo no supe qué contestar; hubo un silencio interminable, hasta que en cierto momento el Alto pareció despertar de un sueño entreverado y movió la cabeza como para despejarse o para barrer algún retazo de oscuridad. Fue ahí que se acomodó en la silla y enderezó la espalda. Por encima de la mesa vi que me extendía la mano.
_ Hola, profe. Yo soy Marcos.
_ Marcos. -sonreí, estrechándola- Me llamo Mariela.
_ ¿Mariela? Tengo una hermana que se llama como vos. Vive en San Pablo, hace una vida que no la veo...
Se quedó unos instantes mirando llover a través de la ventana y temí que volviera a refugiarse en el silencio, pero volvió.
_ Está bravo afuera, y acá se está bien, ¿no? Voy a pedir un café. ¿Querés otro cortado?
_ Sí. -dije, guardando en la mochila los escritos, que ya se habían secado. - Y capaz que una muzzarella. ¿Te parece?
_ Para empezar, sí. Me parece. Me parece muy bien.

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