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sábado, 25 de abril de 2020

Historias desde la cuarentena, 35. Digamos que.




Digamos que eran las tres de la tarde y que las dos mujeres charlaban animadamente. La veterana de pelo corto y lentes había llegado sofocada de calor hacía media hora, cargando en una bolsa negra los huesos de su madre. La dueña de casa, su sobrina, era quien iba a llevar la urna a Cerro Largo para juntar esos restos con los del hombre que durante setenta y seis años había sido su marido.


Apenas llegó la visita ambas mujeres se ocuparon de depositar la urna con sumo cuidado en un estante del galpón, del cual cerraron la reja al salir. La estadía de los huesos en la casa iba a ser transitoria, y ni el viaje de la tía en un 195 desde el Cementerio del Norte ni el que haría la sobrina en un ómnibus de Núñez hacia Río Branco con la urna en un bolso les producía demasiada impresión. Son cosas de la vida y de la muerte, que a todos nos van a tocar.


De cremaciones y reducciones, de cuerpos envueltos en bolsas negras y de ataúdes tapados de cucarachas estaban conversando las dos en medio de un café acompañado de una bandeja con galletitas surtidas cuando la más joven, para cambiar de tema, preguntó a la otra cómo se sentía en su nueva casa.
_ ¿Te adaptaste bien?
_ ¡Ah, bárbaro, sí, por suerte!- respondió la tía, mientras elegía la más grande de las galletitas rellenas- Estoy muy cómoda. La casa da al frente, tengo pila de espacio, es preciosa y la dueña vive al fondo, así que estoy acompañada.
_ Me alegro, Tita, me alegro pila.
_ El único problema es que siento cosas. Hay algo en esa casa, ¿sabés?
_ ¿Eh?
_ Sí, no sé… De noche escucho ruidos, como estrallos, todo el tiempo, y dos por tres me despierto por un par de golpes en mi mesa de luz, del lado izquierdo de la cama. Así. -dijo, golpeando el armario del costado para ilustrar la intensidad del sonido.
Ante el ruido la sobrina pegó un salto en su sillón, pero enseguida disimuló como si la hubiera picado un mosquito.
_Ahí hay algo, una presencia. Yo la siento, Lela, te juro. Hay alguien en esa casa, especialmente en el baño.- concluye la señora, eligiendo ahora una galletita de chocolate con baño de frutilla.
_ Pará..._ pide la Lela mientras toma un trago largo de café para asimilar mejor lo que había creído escuchar.- Vamos de nuevo. ¿Qué dijiste?
_ ¡Te juro que hay alguien, m´hija! Los otros días me estaba bañando y sentí un golpe en el pecho, como que me dieran un empujón. Apenas tuve tiempo de decir “¡Jehová!” y agarrarme de la canilla, o me caía para atrás. La semana pasada fue peor: llegué de la calle y encontré un rastro de gotas de sangre desde el baño hasta la cama. Unas gotas enormes, las tuve que limpiar con detergente.
_ Oíme, capaz que te entró un bicho. Un gato lastimado, una rata…
_ Eso pensé yo, pero no. No tengo nada abierto, todas las ventanas tienen rejas y mosquitero. Incluso me asusté porque pensé que se me habría metido una víbora por los caños, pero revisé por todos lados y no había ningún bicho.
_ Che, Tita, ¿y vos no te estarás volviendo loca?
La pregunta era una broma, y las dos se rieron. La Lela sabía perfectamente que su tía a los sesenta años estaba tan lúcida como siempre lo habían estado todas las mujeres de su familia, y que pese a usar lentes desde chica era incapaz de confundir un rastro de sangre con una mancha de comida o de pintura. Si ella decía haber visto sangre, era sangre. Pero había que racionalizar, y pronto. La zona borrosa de los miedos le era familiar a la Lela desde la infancia atravesada por historias de fantasmas justicieros y de almas en pena asesinadas para ser luego enterradas en sótanos improbables, pero desde que vivía sola aquellos cuentos habían empezado a no ser saludables para su buen dormir y mejor descanso. Tal vez los ruidos que la Tita escuchaba en la noche eran propios de una construcción vieja, con muebles quejosos. Los supuestos golpes en la mesa de luz podían ser ruidos de la dueña de casa, una octogenaria que quizás no estaba tan bien como parecía, vaya una a saber. Siempre hay explicación para todo.
El problema era que esa tarde la tía estaba embalada, y parecía no haber racionalización posible.
_ Eso no es todo, pará que hay más. Otro día entré a la casa y una cigüeña de madera enorme, así de alta, que tengo contra una pared, estaba tirada en el piso y degollada.
_ ¡No me digas que esa vieja de mierda te rompió un adorno!
_ Yo no sé si fue ella.
_ ¿Pero tiene llave de tu casa?
_ Vos sabés que capaz que tiene; yo tendría que haber cambiado la cerradura cuando me mudé. La de la inmobiliaria me dijo que lo podía hacer pero al principio, con todo el lío de la mudanza, me fui olvidando. Después pasó el tiempo y se me fue de la cabeza.
_ ¡Ah, pero vos estás regalada! Tenés que cambiar ya esa cerradura. Y otra cosa que podés hacer _agregó entusiasmada la sobrina, gran lectora de novelas policiales_ es dejar un hilo metido en la puerta, algo que delate si te la abrieron mientras estuviste fuera. ¡No: ya sé! Antes de salir tirás disimuladamente algo de harina en la entrada, a ver si quedan huellas. Es una pavada; mirá.
Uniendo la acción a la palabra se levantó, buscó el frasco de la harina en la cocina, volvió con él al living donde tomaban el café y esparció un puñadito por el piso. Quedó una fina capa blanca poco visible en el piso de portland lustrado que daba inicio a la escalera. Una vez hecho esto ambas se quedaron mirando su obra con interés casi científico.
_ Para mí que eso no funciona.- murmuró la Tita, moviendo la cabeza.
Había que probar el dispositivo. Hicieron caminar sobre la harina a la gata de la casa, no sin cierta decepción, porque la pisada de gato es sutil y difícil de percibir. Pero cuando la Lela dio un par de pasos por la zona marcada las huellas quedaron, ahora sí, bien visibles. Tal vez demasiado visibles. El plan debía ser ajustado: habría que tener cuidado de no volcar mucha harina, porque la octogenaria tiene una vista de lince y se puede avivar.
_ Che, Tita… ¿Y quién puede ser ese fantasma del baño? ¿Se murió alguien en tu casa?
_ Por lo que sé sí, debe ser la madre de la vieja, que vivió ahí antes de que yo me mudara. Era muy longeva: llegó a cumplir los 105.
_ Mmmh… No, no. Tiene que ser alguien más joven y que muriera violentamente, por lo de la sangre… La viejita no me sirve. ¿Algún marido? ¿La dueña de tu casa estuvo casada?
_ Sí, tres veces. Justo los otros días la peluquera, que no la banca, me dijo “Ah, esa mosquita muerta ya mató tres maridos…”
_ Ta. Listo. Es un marido que la vieja asesinó en la bañera.
_ ¿Te parece?
_ ¡Y, sí! Los ruidos y cosas rotas, vaya y pase. Incluso lo de la sangre, porque capaz que ella esté entrando en tu casa de puro loca y haciendo cualquier cosa, pero… ¿Y la sensación de que hay una presencia? ¿Y el empujón de la ducha?
_ No sé. Menos mal que yo soy creyente y rezo todos los días. Incluso le pedí a la Susana que me ayudara, como es pastora… Ella me enseñó unas oraciones y me dio unas piedras bendecidas. Desde que las puse en la casa las cosas están mejorando, pero igual hay ruidos y eso.
_ Así que capaz que la vieja mató a tres maridos… _ murmuraba la sobrina, como hablando consigo misma._ ¿Qué apellido tiene, sabés? La podemos buscar en internet, o mirar por la calle de tu casa, a ver si aparece algo.
La tía le dijo la dirección de la casa, en Belvedere, y acto seguido la Lela fue hasta la mesa de la cocina. Estuvo sumergida en la pantalla por un rato, antes de volver al sillón con el fracaso pintado en los ojos.
_ No, en esa dirección no aparece ningún crimen. ¿Y si buscamos por el apellido de la vieja? ¿Cómo se llama?
_ Le dicen Beba, el apellido no sé… Era enfermera.
_ ¿Era enfermera? ¡M’hija, entonces sabía bien cómo matarlos, está clarito!
_ Sí… Además una cosa rara es que hace años que cerró el sótano que había bajo la casa del frente, que es donde estoy yo.
La Lela levantó la mirada de la pantalla y se quedó observando a la otra con expresión de incredulidad.
_ ¿Un sótano? ¿Jodeme que te tocó una casa con sótano, y encima cerrado? ¡Pero no se puede creer! ¿Otra vez?
_ ¡Sí, otra vez! Pero en la casa de Mamá nunca comprobamos si había sótano o no, ni si habían enterrado un cadáver, y si había uno era el de una mujer, y nunca nos hizo nada, pero acá es distinto. Yo no sé qué hacer. No me quiero ir, pero en junio se me vence el contrato…
_ Yo me iría apenas pueda. Mirá, en principio, cambiá la cerradura y tirá un poco de harina a ver si la vieja te está entrando cuando te vas. Y con el fantasma… ¿Y si llamás a alguien que se dedique a esto?
_ Yo qué sé.
_ La verdad, yo tampoco sé.
_ ¿Qué hora es, m´hija? ¡Uy, ya me tengo que ir!- dijo de golpe la tía, poniéndose de pie- Mi nieta está por salir del patín y tengo que ir a buscarla.
La sobrina la acompañó hasta la puerta.
_ Bueno, suerte, che. Después contame, y averiguame el apellido de la vieja, a ver si encontramos algo en las policiales, aunque sea una historia de hace muchos años. Ah, y sacale algo más a esa peluquera, a ver qué sabe.
_ Lo hago, lo hago. Bueno, chau, Leli, nos vemos. Me voy o llego tarde y mi nieta me mata.

La Tita se fue con paso apurado por el repecho rumbo a la avenida, al tiempo que la sobrina llamaba a su propia madre para actualizarle las noticias, no de los fantasmas sino de los huesitos de la abuela reposando ahora en el galpón del fondo, prontos para ir a juntarse con los del viejo en unos días.
_ No te vayas a quedar con miedo._ le pidió la madre desde el otro extremo de la llamada_ Mirá que la de la urna es Mamá, y Mamá nunca va a asustarte.
_ No, ya sé. La vieja más bien me protege, no te preocupes.
_ Sabés que cuando me traje los restos de Papá para acá, hace como diez años, tuve la urna en casa un par de días y cada vez que entraba me parecía verlo sentado a la mesa de la cocina. Ni comer pude en esos días.
Mi madre pintada de cuerpo entero, pensó la Lela. Como mandada a hacer para decir siempre lo más inoportuno. Pero disimuló al teléfono y continuó hablando con la voz más tranquila que pudo.
_ Bueno, listo, te aviso cuando saque el pasaje.
_ No te olvides de traerme a Mamá.
_ No, no me olvido.
Después de cortar la Lela se quedó con el teléfono en la mano, pensando que la suya siempre había sido una familia un tanto peculiar. Mordisqueó la última de las galletitas de chocolate que habían quedado en la bandeja, se sirvió un poco más de café y decidió que a alguien iba a llamar, aunque fuera a un ex de esos que no se lo merecen, porque esa noche no se iba a quedar sola en la casa, por las dudas.
Digamos que por las dudas.

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