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lunes, 6 de abril de 2020

Historias desde la cuarentena, 21. Un poema triste



El romance entre Graciela y Hugo comenzó un mediodía de febrero, en el living de mi casa. Estábamos los tres sentados en las sillas de cármica marrón, esperando que se hiciera la hora para la clase de apoyo de Matemática en mi cooperativa. Era el verano de 1984, y los gremios estudiantiles apelaban a todas las estrategias posibles para convencernos a los de las nuevas generaciones de que la solidaridad colectiva era el único camino. Esa era quizás la razón principal por la cual unos gurises del IPA apenas un par años mayores que nosotros habían organizado una especie de academia honoraria para ayudarnos con los exámenes del liceo. 
Ahí estábamos los tres, mirando nuestros apuntes y esperando que se hicieran las dos de la tarde, cuando en medio de una charla sobre ecuaciones y polinomios de repente el cabezón de Hugo miró de frente a Graciela y se descolgó con una frase que ni ella ni yo nunca hubiéramos esperado:

_ Yo de esto no sé mucho: estoy lleno de dudas. Lo único que puedo decir que hoy tengo claro es que te quiero.

Hubo un minuto de silencio en el living. Tres pares de ojos empezaron a deslizarse de las carpetas de plástico a los adornos de la mesa, al cenicero con el cartel de Lembrança de Porto Alegre y el cuadro con el paisaje nocturno pintado con óleo sobre terciopelo negro. Yo nunca había querido con tanta fuerza ser capaz de desaparecer, porque esa declaración no me incluía, aunque al mismo tiempo las palabras habían salido con tanta naturalidad que hasta parecía que no estaba del todo mal mi existencia de testigo.

Hugo cerró su cuaderno y guardó la lapicera en el bolsillo del vaquero.

_ Eso. Que te quiero-. dijo, y continuó- Igual si querés hablamos después, porque ya está por empezar la clase y no quiero que lleguemos tarde. Yo solo quería que vos lo supieras.

_ Bueno, vamos-. respondió mi amiga. Y nos fuimos.

Tres semanas más tarde empezamos las clases de nuestro último año en el IAVA. A Graciela le había tocado en mi grupo pero a Hugo no, porque él estaba trabajando en una editorial y había pedido pase para el Nocturno. Los dos habían comenzado a salir después de aquella tarde en mi casa, y cuando hicieron un mes él le hizo no uno, sino dos regalos: una cadenita de plata con un corazón y una colección de poemas escritos a mano, en hojas de block, bajo el título de “Poemas tristes”.

_ Me muero… ¿Te escribió esos poemas? - pregunté apenas vi el fajo de hojas manuscritas, pero mi amiga en seguida aclaró que no, que no eran suyos, que los había copiado de un libro del trabajo.

_ Deben ser de un uruguayo-. agregó- porque la editorial se llama La casa del Autor Nacional, pero no sé de quién. ¡Tenés que leerlos, son divinos!

Y lo eran. Unos diez o doce textos cortos, escritos con lenguaje sencillo, cercano a nuestros sentimientos. Una los leía y tenía ganas de abrazar al escritor. Aquel hombre sí que entendía lo que era el amor. Me hubiera encantado ser la musa de sus creaciones, o saber al menos el nombre de quien podía ser capaz escribir como si sacara las palabras del fondo de mi alma.

_ No me acuerdo de quién son-. había dicho Hugo cuando le preguntamos el nombre- Yo solo los vi en un libro y los copié, porque me gustaron.

Por más que buscamos en la Biblioteca del liceo y en la Nacional no encontramos el nombre del poeta, pero Graciela y yo los leímos tantas veces que acabamos por memorizar fragmentos enteros. Nuestro preferido era uno que hablaba de la importancia de las palabras al decir “te quiero”, siendo que son las únicas posibles. Amábamos ese texto. Lo copiamos en los cuadernos de Derecho, en los bancos y pizarrones, lo aprendimos de memoria. Soñábamos con él. Graciela moría de ilusión pensando si no sería que Hugo se lo había escrito en secreto, y yo fantaseaba con que me lo dijeran a coro los dos gemelos de Arquitectura que me gustaban, o por lo menos uno.

El tiempo pasó. Dos años después de haber terminado el liceo, un domingo de primavera me encontré de pronto con el poema en plena feria de Tristán Narvaja. No lo podía creer, pero ahí estaba, en una antología de poetas uruguayos editada por La Casa del Autor Nacional. El texto estaba impreso en grandes letras, y como en una suerte de ceremonia demoré unos segundos antes de dar vuelta la hoja y leer quién lo había escrito.

Tuve que apoyarme en la mesa de los libros para no caerme redonda, porque la feria acababa de darme una bofetada existencial con solo dos nombres y un apellido. El poema no pertenecía al poeta de mis sueños, el lector de mi propia alma, el motivo de mis éxtasis poéticos de adolescencia, sino a una de mis profesoras del IPA: una señora cincuentona que daba unas clases aburridísimas y que solía desternillarse de risa leyendo en público los errores que sus alumnos cometíamos en los escritos. Esa vieja desagradable, la pesadilla de un instituto que no abundaba en sueños placenteros, ahora venía a ensuciarme uno de los recuerdos más limpios de los 16.

Levanté la mirada de la mesa de los libros. Necesitaba algo que me borrara el mal gusto de la poesía, del amor y la tristeza. Dejé el libro en el puesto, respiré hondo y caminé media cuadra antes de detenerme frente a otra mesa, buscar los ojos del librero y preguntar:

_ Hola, decime… ¿Tendrás algo de Agatha Christie?

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