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sábado, 11 de abril de 2020

Historias desde la cuarentena, 26. Mundo Barreto. Capítulo 1.


1. La visita de la prima Corina


_ ¡Albino! ¡Albino! Despertate. ¿Qué es aquel mundo de gente al lado del alambrado? ¡Vení a ver, despertate, te digo!

Mi abuelo iba volviendo a la vigilia en cámara lenta, como todos los días, pero al oír que había gente en su campo abrió los ojos y saltó de la cama tan rápido que medio se enredó con las cobijas y terminó pateando sin querer al perro que dormía desprevenido sobre las baldosas del cuarto. Miró por el ventanuco del dormitorio: efectivamente, aunque lejanas, se veían acercar varias figuras humanas y una cosa más grande con pinta de camión, o tal vez tractor.

_ Mantené las gurisas adentro.- fue lo único que dijo mientras se ponía el pantalón que estaba tirado en la silla desde el día anterior, manoteaba el sombrero y sacaba el infaltable 38 de abajo de la almohada. La yegua se sorprendió al verlo aparecer tan temprano porque el viejo nunca fue hombre de madrugar, pero no dijo nada y partió al galope tendido, dejando a mi abuela a los gritos en la tranquera y a las niñas amontonadas contra la ventana preguntando qué pasaba.

El viejo no desmontó. Llegó hasta el alambrado y miró desafiante a las personas que allí estaban. En realidad en ese entonces no era viejo; tendría unos cuarenta años y aún le quedaba bastante del pelo que solo le conocí por fotos, sin contar con que la actitud de gallito le restaba unos cuantos abriles y la costumbre de ser el potentado del poblado Las Ratas lo había dotado de cierta apostura dominante. Especialmente ahora, que comprobaba con incredulidad que la que estaba al frente de esa comitiva era nada menos que la prima Corina Sosa, hija del primer matrimonio de don Juan Brum, su abuelo. Los otros eran sus dos hijos, un par de peones y el Pelado Grillo, que era un milico de Noblía.

_ ¿Qué está haciendo, prima?- dijo Albino con voz grave.

_ ¿Y no lo ves? Toy cortando el alambrado, pa’ marcar lo que es mío. Esta parte del campo me corresponde por herencia y vos te la apropiaste, hijo’una gran siete. Ahora es mía.

La prima Corina tenía más actitud beligerante que el resto de los hermanos juntos. Ellos de vez en cuando afirmaban que aunque mi abuelo pagara los impuestos, alambrara y sembrara el campo desde hacía añares, ese reparto casero de tierras que le adjudicaba la mayor parte de la herencia resultaba más que dudoso. La discusión hasta ese momento no había pasado de las palabras; al parecer ahora empezaba el reclamo en otros términos.

Pero el viejo no estaba para disputas legales, las que, por otra parte, no eran el camino frecuente para zanjar diferencias en el Cerro Largo de 1950, de manera que apenas hubo oído la declaración de intenciones sacó del cinto el 38 y le apuntó a la prima Corina directo a los ojos.

_ Si das un paso más te mato, y vos sabés que no le erro.

La mujer tragó saliva, porque sabía que era cierto. Mi madre siempre cuenta que el viejo tenía ojo de lince. Era capaz de bajar cualquier paloma al vuelo o de acertarle a una pequeña perdiz entre los yuyos. Hubo un silencio espeso que duró unos segundos. La prima Corina se dirigió al milico Grillo, el único de la comitiva que no era ni empleado ni de la familia y estaba ahí como zonceando, con evidentes ganas de rajarse del lugar a la primera de cambio.

_ ¡Dale, Grillo! ¡Hacé algo! ¿O para qué te creés que te pago?

El Grillo miró a mi abuelo, pasó la vista por el 38 que seguía inmóvil apuntando a Corina y dijo algo de que la autoridad no estaba para pleitos de familia y que él solo había ido para mantener el orden. En asuntos de tierras la policía no tenía nada que ver, terminó diciendo, con la mirada perdida en el horizonte. Esos eran asunto de jueces.

Mi abuelo se mantuvo firme mientras los demás se miraban preocupados y poco a poco empezaban a recular bajo la mirada despreciativa de la prima Corina. Al fin los dos hijos montaron al tractor y ya todos emprendían la retirada, cuando escucharon desde lo alto de la yegua una orden de alto.

_ Momentito. Ustedes no me dan un paso más si no arreglan esto y lo dejan como lo encontraron.

Y tuvieron que remendar el alambrado, que en la embriaguez de la reconquista habían empezado a cortar. El pobre Grillo fue el que más sudó la gota gorda para unir los alambres y reenterrar los postes, devenido de milico a peón por unas horas.

Una vez que se fueron Albino se volvió al trotecito para las casas, donde mi abuela no paró de renegar por el susto que había pasado.

Meses después uno de los hijos de Corina que había participado del suceso le pidió disculpas al viejo, que no las aceptó.

_ Mirá, m’hijo, vos sos grande. Tenés mujer y tenés hijos. Ya no podés andar diciendo que tu madre te obliga a hacer las cosas, así que lo que hacés es por cuenta tuya. Andá pensando pa’ la próxima.

Ni ley ni perdón.

Así era en esos tiempos el Cerro Largo de mis orígenes.

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