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domingo, 19 de abril de 2020

Historias desde la cuarentena, 32. La tarde de las flores rojas

                         


Miro el reloj: ya son casi las cuatro. El cielo sigue gris, todo está húmedo, pegajoso y quieto. No hay mucha gente por mi calle. Tres obreros salen de una obra, un hurgador se detiene en el contenedor de la esquina, se me acerca alguien con cara de sospechoso que controlo discretamente, pero pasa sin mirarme y sigue su camino. Cada vez es más difícil vivir en Montevideo.
Evito tomar por Basáñez, porque siempre me da miedo la soledad de los dos muros de cementerios enfrentados: el Británico y el del Buceo. Es un tramo largo, como de dos cuadras encajonadas y desiertas, donde hasta los autos pasan rápido tratando de no pensar. 

En alguna época había un gato blanco y negro asomado a un agujero en la pared del Buceo al que yo le llevaba comida todos los días. Él era viejo y flaco; nunca se dejó tocar pero me reconocía y parecía contento al verme aparecer. Cuando los grafiteros pintaron por primera vez los muros del cementerio le dibujaron un portal para su casita, a la que decoraron con un techo y unas flores. En cierto momento el gato pareció encontrar un compañero, porque por unos días lo vi asomado junto a uno nuevo, tan mugroso y asustadizo como el dueño de casa, los dos venidos a menos, pero ya no solos. Después desaparecieron.
Camino un par de cuadras hasta que salgo a la avenida Rivera al costado del cementerio Británico, y ahí el panorama es otro. Hay gente, hay mucha gente en actitud de espera. Algunos simplemente están parados en la vereda, solos o en pequeños grupos, otros están sentados en el pasto de la plaza. Miro hacia el cementerio del Buceo: una multitud ya se ha congregado ante sus puertas, pese a que la radio está diciendo que el cortejo fúnebre recién va por Bulevar Artigas. Se me hace un nudo en la garganta: es el primer desaparecido que vamos a poder enterrar y hay un clima de respeto y de momento histórico que se palpa en el aire. Camino seis, siete cuadras, para ir al encuentro de la marcha que viene. Cada vez se suma más gente a la espera, personas con banderas, algunas con un clavel rojo entre las manos. Una chica está sentada en una silla plegable, en la vereda, y solo al rato me doy cuenta de la panza de nueve meses que le impide estar mucho de pie. La vida sigue. Otra muchacha pasa caminando sola: todos le abren paso mientras tantea el camino con su bastón, y avanza.
La gente me ve con auriculares y preguntan dónde van, dónde están, ¿ya pasaron?
_ Van por Rivera y Soca.
_Están pasando el zoológico.
_ Ahí vienen.
Un policía de tránsito enorme que llega aplastando a una moto de tamaño normal es el primer anuncio de que la calle se corta al paso de los vehículos. Apago la radio.
Al rato empiezan a pasar las personas de la organización, motos, taxis, banderas, dos vehículos cargados de flores. Aplaudimos el paso de la carroza fúnebre, sin saber que va vacía. El cajón viene atrás, flanqueado por todas las fotos de los desaparecidos, acompañado por la viuda y la hija y el nieto, y un mundo de gente que aplaude y camina, aplaude y camina. Imposible estar ahí y no llorar; todos estamos igual.
Pasan cuadras y cuadras de personas muy juntas, muchos con remeras rojas, llevando una bandera de la UJC del ancho de la calle y de muchos metros de largo. Otros han desplegado un cartel blanco, gigantesco: “Nada puede más que la lucha de un pueblo”, y sobre él va depositada una flor roja. Una sola.
Encuentro a una amiga y me integro a la caravana, que no termina. Éramos demasiados para entrar al cementerio, pero el entierro fue breve. Treinta años después de su muerte dejaron sus huesos en un nicho como cualquier otro, envueltos en la bandera de su partido.
Tenía 38 años.
Igual que yo, hoy.




Martes 14 de marzo, 2005.

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