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martes, 28 de abril de 2020

Historias desde la cuarentena, 38. La función de las cinco.



Había empezado a hacer mucho calor en la sala del cine; la película llevaba recién media hora de empezada cuando me encontré transpirando inquieta en la butaca. Miré hacia la derecha: Eduardo estaba tan concentrado en la trama que ni notó cuando le solté la mano y me separé de su cuerpo, buscando aire fresco. 

En la pantalla, una historia de amor adolescente. Los dos jóvenes se conocen en un tren por la Toscana, charlan interminablemente y se enamoran sin importar el tiempo ni el espacio. Él es norteamericano, ella francesa. Ambos rubios, bellos, de ojos claros. 
Mientras la historia avanza sin escollos hacia el amor infinito yo sigo moviéndome con incomodidad en el asiento. Pienso que es noviembre, casi verano, y que quizás no fue buena idea la de Eduardo de proponer que viniéramos al cine a la función de las cinco, como dos viejitos.
El muchacho yanqui, una vez abandonado el tren, le dice a la francesa que lo espere un momento en la vereda antes de meterse a la carrera en el bar más antiguo del pueblo. Ya no le queda dinero, pero va a a intentar que el anciano de ojos resecos detrás de la barra le regale una botella de vino y dos copas de cristal para celebrar con la rubia sus primeros cuarenta minutos de amor. En este preciso momento pienso que necesito un vaso de agua, pero no lo tengo. La chica en la pantalla se ve fresca, hermosa y descansada tras una larga noche en el tren. Miro de reojo a mi costado: Eduardo se está pasando un pañuelo de papel por la cara y el cuello para secarse la transpiración. La sala se va pareciendo a un sauna. Siento los muslos pegados a la butaca y la espalda empapada.

La tarde de sábado comienza poco a poco a instalarse en el casillero de las olvidables, y con ella se va tambaleando la historia de los jóvenes ilusionados cuando de pronto algo por completo ajeno a la película cobra forma ante mis ojos. Algo absurdo, inverosímil. Algo tan fuera de lugar como mi rancho de Valizas. 
La imagen aparece sin aviso y se instala en mi presente. Dejo de ver el parque y el muchacho que corre hacia su enamorada con las copas y el vino. Ya no siento calor, ni tengo a Eduardo a mi costado. La sala de cine se desvanece, y en su lugar aparecen la mesada rústica, los bancos de madera con el logo de Ikea, los caracoles de mar amontonados en las repisas y la escalera despintada que lleva al dormitorio.
¿Qué quiere ahora Valizas? ¿Por qué de repente me disuelve a Linklater, al lindo Ethan Hawke y la rubia Julie Delpy?

Muevo la cabeza para ver si puedo volver al brindis nocturno de los amantes en el parque, pero Valizas se niega a ser desalojada. Desconcertada, doy unos pasos por el piso de abajo que, como siempre, está tapado de arena. Observo los estantes, tanteo los postigos y miro por las ventanas. Voy hasta la puerta delantera y la abro de par en par. El viento de la playa me golpea, haciéndome enderezar la espalda y abrir los ojos al mar. Un olor fuerte a salitre se abre paso hasta mi cara, y por un momento cierro los ojos para concentrarme en la sensación. El sonido de las olas me envuelve, me arropa como una manta, y ya no quiero moverme ni volver. 

Quiero estar ahí. 
Quiero estar ahí. 

Empiezo a llorar sin emitir ni un sonido, y una vez que las primeras lágrimas se abren paso el dique entero se desmadra, avanza y desborda un mar de llanto. Lloro, lloro, lloro inmóvil y en silencio, mientras mi cuerpo de Valizas se despide y mi cuerpo de Montevideo se hace pequeñito y transparente, traspasado por la tormenta.

Cuando el momento termina de pasar, Valizas ya se ha ido. Vuelvo a estar en el cine y miro alrededor por si tengo que dar explicaciones, pero nadie (ni siquiera Eduardo) se ha dado cuenta de nada. Los dos rubios terminaron amándose en el parque, me parece, aunque demoro mucho rato en volver a tener los ojos secos para mirar la pantalla.

Cuando la película termina no son ni las siete. Eduardo me toma de la mano y mientras salimos de la sala propone ir a tomar algo hasta el bar que nos gusta.
_ ¿Compartimos un vino, como en la película?
_ No, muy temprano. Mejor un capuchino.
_ Tenés los ojos rojos... ¿Pasa algo?
_ No, no, nada. Vamos ahora para el bar; de repente me vinieron ganas de comer algo dulce. 

La tarde es soleada y tranquila, como siempre. Antes de salir me lavo la cara en el baño, y trato de componerme, porque ya sé cómo es esto. Estas cosas llevan su tiempo. Aún van a pasar varias horas hasta que suene el teléfono de línea de mi casa, y cuando escuche la voz de mi amigo Marcelo desde el único teléfono de Valizas contándome de la tormenta, de las crecientes de la luna llena, de las olas de quince metros y de mi rancho sucumbiendo ante el mar con un crujido, la noticia no me va a tomar desprevenida. Sé cómo son estas cosas. No las entiendo, pero son.

Cuando haya pasado media vida, cuando Eduardo ya no sea más que un recuerdo y a mí se me ocurra contar esta vieja historia para nuevos oídos, quizá les diga que por un momento fui feliz mientras estaba en mi rancho de Valizas, antes de que se fuera a vivir para siempre entre las olas. 

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