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domingo, 26 de abril de 2020

Historias desde la cuarentena, 36. La última va por vos


La noche estaba demasiado linda como para encerrarse. Todos queríamos hacer vereda, pero en Las Flores solo había dos mesas libres, cada una para cuatro personas, separadas por varios metros de distancia. Nos miramos con los compañeros del taller: éramos demasiados, aunque quizás moviendo una de las mesas y arrinconándola junto a la otra se podría llegar a una solución. No necesitábamos mucho espacio, solo queríamos tomar algo y compartir unas pizzas.

_ Disculpá- le dije al mozo, un veterano de uniforme negro que estaba parado inmóvil y con rostro inexpresivo al lado de la caja registradora- Somos nueve. ¿Nos podemos quedar afuera?

_ No. -respondió, cortante, antes de dar media vuelta y empezar a secar un par de vasos sobre el mostrador.

Volvimos a mirarnos, derrotados. No había habido explicación, propuesta alternativa ni mirada de disculpa. Solo un rechazo claro y contundente: acabábamos de ser devueltos a la calle.

_ ¿Por qué todos los mozos de los bares que están buenos tienen que ser tan fucking garcas? - preguntó uno de los nuestros ya comenzando a caminar para ver si encontrábamos otro lugar, uno que tuviera sillas en la vereda y donde no resultáramos invisibles.

_ ¡Es verdad! Todos. Sobre todo los veteranos. -respondió una chica rubia, de lentes.

_ Y lo peor es que uno sigue yendo.- siguió el primero- Yo no sé si es porque el bar está bueno o porque nos gusta que nos traten así.

_ ¿Así cómo? -preguntó un veinteañero que siempre caminaba a los saltitos, pero ya no escuché la respuesta. Me había rezagado en la modesta caravana que avanzaba ahora por Pablo de María; la vereda era angosta y no admitía más de dos personas a la vez. Algo de la escena me había quedado dando vueltas en la cabeza, una reminiscencia que subía desde lo profundo de la memoria, pero demoré un par de minutos en lograr enfocarme y recordar, hasta que lo vi.

Era Julio.

Hubo una época larga de mi vida en que pasé todas las noches de lunes a jueves y de marzo a noviembre en el Periplo, un viejo bar que era a la vez un bar de viejos, en la esquina de Martí y Benito Blanco. El Periplo era el punto obligado de peregrinación para quince o veinte fieles que lo visitábamos diariamente a la salida de Bellas Artes a las diez y nos quedábamos hasta alrededor de medianoche, según a qué hora saliera el último ómnibus de cada uno. Ocho mesas adentro y ocho afuera, barra de madera, botellas polvorientas en los estantes: el Periplo no precisaba de fotos autografiadas ni de cuadros de Gardel en sus paredes. Tampoco había música, ni tragos elaborados. Solo bebidas, pizzetas y a lo sumo un pote con manicitos, si Julio quería.

Eternamente de camisa blanca y moñito negro, Julio era un veterano regordete, de bigote y pelo teñidos, que andaría por los cincuenta y tantos, o quizás sesenta años. Era el único mozo del Periplo, atendía a todo el adentro y el afuera. Durante el día el bar tenía unos pocos habitués, todos hombres, probablemente del barrio. No eran más de seis o siete veteranos, que se pasaban las horas sentados con una grapa en las mesas de la vereda viendo cómo caía la tarde sobre la playa y cómo se iba yendo la luz, con el ruido infernal del tránsito de Benito Blanco como sonido de fondo. Con ellos Julio era amable y considerado, tal vez porque no complicaban su accionar y dejaban buenas propinas. Por la noche, en cambio, los estudiantes de la Escuela caíamos en masa a armar cada vez un mapa diferente de amistades, cambiando la disposición de las mesas y dificultando el paso entre las sillas. Consumíamos poco, gritábamos mucho, andábamos siempre con la plata justa. Queríamos solucionar el mundo, y el Periplo era nuestra sala de sesiones.

_ ¿Ya vienen por acá? ¿Ustedes no faltan nunca? ¡Qué cruz, dijo Fierro!- solía ser la bienvenida por parte del mozo.

_ ¡Hola, Julio! Tres grappamieles sin hielo, una cerveza y manicitos, si podés…

_ Manicitos, manicitos… ¡Esta les voy a dar! -decía con cara de pocos amigos, resoplando y dando media vuelta hacia la caja donde Artigas, el encargado, se ocupaba de administrar las bebidas y los tickets.

_ Ahí tienen. -tiraba los vasos y el pincho con la cuenta sobre la mesa. -No pidan más. Hoy no hay maní. ¿Por qué tengo que aguantarlos todos los días, no tienen otro bar adonde ir?

_ Dale, Julio, no rezongues… ¡Si vos nos querés! - le decíamos.

_ ¡Qué los voy a querer! Rezo cada día para que no vuelvan, pero ustedes… ¡Ay, dios, qué cruz! – y se iba, con la bandeja plateada en una mano y el trapo blanco sobre el hombro, como si alguna vez limpiara las mesas.

Una noche le tuve miedo. Era un secreto a voces que cada vez que servía un Usher en nuestra mesa Julio volcaba una medida a escondidas para él, en un vaso extra que dejaba entreverado con los otros, por si se daba la ocasión. Artigas estaba enfrascado en los asuntos de la caja y nunca se daba cuenta, o al menos no decía nada. Julio lo iba tomando con disimulo, de a traguito, y parecía ponerse más cascarrabias, pero solo parecía. Los ojos se le empezaban a achinar y hasta se mandaba algún chiste, sin que se le fuera el rictus de malhumor constante de la cara. La noche en que me asusté fue cuando sin querer le di un codazo a su vaso, lo volqué y el whisky fue a parar a la mesa y al piso. Al escuchar el ruido Julio se dio vuelta y me miró como si estuviera a punto de entrar en ebullición. Vino hasta nosotros, apoyó las manos en la mesa y los ojos se le pusieron saltones, con unos hilos de sangre en cada esquina. No dijo una palabra; solo se quedó ahí, mirándome, en un silencio que duró una eternidad. Yo me fui haciendo chiquitita, hasta que pude tocarle la mano y con un hilo de voz le pedí que trajera otro whisky, que yo lo pagaba. Ahí se le descongestionó la cara en un segundo, se puso de nuevo el trapo blanco al hombro y con la voz de todos los días le gritó a Artigas que salía un whisky para la mesa de Bellas Artes, que ya le tenía las bolas llenas.


_ ¡La puerta libre, la puerta libreee!- se escuchaba veinte veces por noche su grito desde el mostrador si había quienes dudaban entre entrar o instalarse en la vereda. "Nuevitos" pensábamos los habitués, conocedores del mandato que Julio repetía eternamente y que todos obedecíamos. 

_ El otro día me lo encontré en el Umbral de la Noche, después de que cierra el Periplo- me contó una vez Alejandra, una de las compañeras de la Escuela. -Estaba medio en pedo, no conseguía que nadie le diera bola y se puso a charlar conmigo. Dice que en realidad nos adora, que se divierte peleando pero le caemos bien. Él tiene dos hijos de nuestra edad, pero no los ve. Cosas de familia, parece. No me quiso contar mucho.

“Yo sabía que nos querías, viejo loco”, iba pensando una noche, tiempo después, mientras volvía a casa al caer la tarde y no sé por qué andaba medio perdida en los recuerdos. 

El Periplo ya hacía meses que había cerrado para siempre. 
Julio se murió un día antes.
Hacía pila que no pasaba por la esquina de Benito Blanco y Martí, y al verla desde la ventanilla del 405 me golpeó el vacío de la vereda sin mesas y las cortinas de metal de lo que había sido el Periplo cerradas y en silencio. “Julio, la última va por vos!” había grafiteado alguien con aerosol negro sobre la puerta, y yo me puse a llorar como una idiota en el medio del ómnibus, hasta que la chica del asiento de al lado me ofreció un pañuelito descartable para que me secara los ojos.

Desde entonces han pasado años, bares y mozos, y no, ahora no estoy llorando, por lo menos no por afuera. Levanto la cabeza; los compañeros del taller acaban de encontrar un bar que parece dispuesto a dejarnos quedar en la vereda. Sacudo las imágenes del pasado y la memoria: es tiempo de pedir algo para tomar y empezar otra vez a pensar cómo solucionar el mundo.

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