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martes, 14 de abril de 2020

Historias desde la cuarentena, 29. De música y latidos




Mi canción es dispersa y accidentada. Tiene maullidos de gatos por las mañanas y reclamos de madre día por medio. Como sonido de fondo, siempre, el ronroneo bajito de la computadora. Mi canción cambia a cada momento; no tiene continuidad de entonaciones. Me cuesta seguirla, es difícil, pero si dejo de oírla siento que pierdo el ritmo y me silencio, resbalo hacia un pozo oscuro sin orillas, muy abajo y muy negro, hasta que en algún momento aparece una nota conocida. Me aferro a ella, vuelvo a subir, me relajo. En mi canción a veces hay palabras de amor, casi nunca llantos. Verso por medio los acordes estallan y tienen ganas de gritar hasta el límite del tiempo y más allá. Aparecen puños cerrados y ojos heridos, las palabras enrojecen, se agrandan, se estampan en el cielo y en la tierra, se vuelven pared, libro, huella. Hay veces, sin embargo, en que voy por la vida tarareando al compás de las olas por la mañana y de la crepitación de la leña por las noches. Son los días felices, los de entre tormentas, los de pájaros y abejas, los del café recién hecho y las hojas de los libros sin apuro. En mi canción hay lugar para otras voces. Roncas, agudas, susurrantes. Algunas no se escuchan pero están. Otras suenan fuerte aunque nadie las entiende. Los motivos van y vienen pero nada se repite, nunca. Mi canción es guitarra, viento, sangre, latido. En un momento signo de exclamación y al siguiente puntos suspensivos. Un acorde ondulante, indefinido, que me lleva al silencio final, agazapado.

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