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lunes, 6 de abril de 2020

Abril 2020



En medio de la calesita de sensaciones que han sido estos días, ayer al mediodía compartí un texto breve a partir del diálogo con un par de gurises de mi barrio en el marco de esta extraña situación de la pandemia, de la luc, de la crisis económica y de la incomunicación generalizada en la que de una u otra manera hemos terminado todos, o casi todos.

Llegando ya la noche (y por sugerencia de una amiga), alguien que no conozco me lo pidió para publicar en un medio digital pensado para uruguayos en el exterior. Dije que sí y ahí está el texto, encontrando miradas ajenas de personas que no me conocen pero en fin. Todo bien.

Hoy de tarde mi amigo de la cooperativa vino hasta casa a tomar un cafecito, a llevarse algunos libros y a abrirme un frasco de yogurth (porque sigo con las manos doloridas y sin fuerzas; él no es ningún forzudo pero abrió en un segundo el maldito Parmalat que me venía venciendo desde hace una semana). Entre café y Drambouie (porque no solo de cafeína se vive en la pandemia) charlamos de veinte cosas en media hora, como siempre. Entre ellas me aportó un final diferente a la situación de uno de los dos veinteañeros que yo un poco fui delineando en el texto de ayer: hoy de mañana el más canchero terminó tratando de robarse una bici de la cooperativa y fue perseguido por una nube de adolescentes, que lograron recuperarla. La vida no se deja recortar como un cuento, y a veces una no quisiera saber los capítulos que siguen, pero ahí están.

Esta introducción me ha quedado casi más larga que la historia que comparto. De ayer a hoy le cambié algunas cosas, como siempre que leo lo que escribo, pero la esencia es la misma. Un montón de palabras para barajar la tristeza que flota en el aire, a ver si alguna vez empezamos todos a jugar con comodines y no con los 4 de copas que nos tocaron como destino.


Bueno, bueno. Déjenme estar triste un día. O dos.





Salgo a hacer mandados. Voy con el pelo atado y tapaboca, de remera manga larga y pantalón, porque ya se está yendo el tiempo de las minis y las musculosas. Me siento otra persona, una que avanza cubierta casi de pies a cabeza. Soy solo un par de ojos que observan por encima de la mancha celeste del tapaboca. Me cruzo con vecinos, con parientes, conocidos y ex alumnos, y nadie repara en mi presencia, excepto él. Él me ve desde lejos, y aunque está a veinte metros de la reja viene corriendo a saludarme moviendo la cola y metiendo las patas entre los barrotes para que yo le haga mimos. Es mi amigo rubio de Camino Maldonado. El ver más allá de la apariencia es la esencia amorosa de nuestros encuentros esporádicos. Esta no es una relación exclusiva, y los dos lo sabemos, pero no importa, nada importa, excepto el reconocimiento y la alegría del encuentro. Somos seres vivos que se reconocen iguales pese a la especie, simple energía divina repartida por igual en todo lo que existe. Panteísmo, creo que se llama algo de esto, o tal vez se llame día cuarenta de cuarentena, día más, día menos. Después de todo, qué importan los nombres. Cada día menos.




Leo en el diario que en Chile la expresión "mascarilla 19" servirá para denunciar situaciones de violencia intrafamiliar, y no sé si acá o en Argentina se planteó lo mismo si alguien pide un "barbijo rojo", y pienso: ¿sirve una campaña lanzada a nivel nacional donde los agresores saben tanto como las víctimas cuál es la forma en que pueden ser denunciados? Es como cuando en los boliches se hablaba de pedir el trago tal o cual en la barra si alguien te estaba dando inseguridad: mientras la cosa no pasó de un cartel en el baño de mujeres funcionaba, pero si se le empezaba a sacar fotos y poner en las redes se iba todo el protocolo al carajo.
¿Cómo puede ser efectiva una clave secreta que es de dominio público?
Si soy un violento y escucho a mi mujer hablar de un barbijo rojo la cosa probablemente vaya a empeorar. Con suerte el tipo decidirá alejarse, pero francamente no lo veo, no lo veo. Lo más probable es que la situación se complique aún mas.
En fin, díganme si hay algo que se me está escapando; capaz que no terminé de entender como funciona este mecanismo. Ojalá.




Paso años sin escucharla pero cuando caigo en una canción ya no puedo abandonarla. La oí mucho en otra época de mi vida, fui a verla una vez en un boliche (del que recuerdo, entre el público, la entrada intempestiva de Taddei, que entró a la sala como un ventarrón y se robó todas las miradas) y su muerte me pegó como si la hubiera conocido. Chipi Chipi inolvidable y viva, como Claudio, como tantos que se fueron demasiado temprano. La banda musical de mi vida me los trae una y otra vez, y es una suerte no tener vecinos cerca para aturdirlos mientras canto a los gritos, en medio de un presente sin tiempo que se parece mucho a la eternidad.



Trabajo por turnos en mi oficina, a partir de esta semana. Vine en un 103, luego de intentar inútilmente que me pararan dos Copsas. El ómnibus fue lleno hasta la Unión, la mitad de los pasajeros con tapaboca, cero toses o estornudos. Más de la mitad de los comercios del Centro cerrados, pocas personas en la City, pero la gente que sabe dice que esta semana la actividad empezó a reanimarse poco a poco. Las plantas sobrevivieron y están regadas, los pisos de mi edificio brillan como nunca y yo acá estoy, sola en la enorme y un poco fantasmal casa de los ex dueños de La Ibérica al caer la tarde, cuando la ciudad se silencia aún más y las maderas de los pisos empiezan a crujir quejándose del paso del tiempo, como siempre.

Saludos desde el trabajo presencial, mientras me dispongo a preparar el cafecito del estribo. Feliz lunes.




Matilda que no se decide entre la casa y el patio.
Al rato, León con mirada de víctima pidiendo para entrar.
La pared manchada en el sitio en que se apoya el gato al bajar.
La nueva albahaca esperando sobrevivir más que las anteriores.
Jirones azules que volaron desde la casa de la vecina cuando el viento le destrozó su toldo en el patio.
Yo detrás del teléfono, a punto de hacer un cafecito.
La lluvia, el viento y el otoño.
Así estamos.



Imaginate que cumplís 80, vivís en Tucumán, sos viuda, con hijos, nietos y bisnietos, con una casita y la jubilación que te corresponde por haber sido toda la vida profesora de Inglés. El retiro es tiempo de descansar, ir a un club de ancianos, mirar tele o cocinar para la familia, no? Para algunos es así, para Sara no. Sara vendió su casa, remató los muebles con los vecinos poniéndoles precios bajísimos, se compró un motorhome y hace años que viaja por el continente. A veces la acompaña alguien, la mayor parte del tiempo va sola. No tiene una fortuna, no le sobra la plata, pero va encontrando formas de financiarse y seguir. De esto hace tres años, y ella no para. No para. Salvo ahora, en la cuarentena, pero apenas la cosa pase se vuelve a piantar en busca de nuevos horizontes.
Sara es (a mi juicio) la mejor versión posible de los "años dorados". Admirarla es poco. Una grande. Digo, para no quedarnos solo con la visión más oscura de los seres humanos y la falta de salida, esa que la pandemia está fogoneando de continuo en estos tiempos por todas las vías posibles. No somos todos iguales, por suerte, y yo cuando sea grande quiero ser Sara.



La tormenta empieza poco a poco a descolgarse sobre la ciudad desierta. Primero llovizna, luego lluvia, ahora truenos. Es tan raro estar esperando un ómnibus, caminar por otras calles que las de mi barrio, ver que el otoño siembra hojas que no son de plátano, para variar.

Llegué a la consulta con la oftalmóloga un cuarto de hora tarde, pero igual me atendió con eficiencia y amabilidad. No me había adaptado a los lentes para ver solo de cerca, y no daba para esperar a que esta cosa pase, porque hacía tres meses que había agendado la consulta.

Mientras espero el 405 le saco una foto al cartel de la parada y me pongo a escribir estas líneas, y cuando al fin aparece el ómnibus me doy cuenta de que es el mismo de la ida.
_ ¿Viste?- me dice la guarda- te trajimos y te llevamos de vuelta.
_ ¡Y por el precio de un boleto!- agrego, viendo que el anterior aún valía.
_ No te podés quejar.
Y no, no me quejo. Voy mirando por la ventanilla como si fuera una turista que ve la rambla por primera vez.

Es linda Montevideo aunque llueva, aunque haya cuarentena y aunque algunas personas sigamos siempre mirando para todos lados con prevención y recelo, porque sabemos que ni todos los peligros están en los cuentos ni hay leñadores que puedan salvar a todas las víctimas.




Basta de policía honoraria.
Basta de posts insultando a un hipotético "x" que hace las cosas mal.
Basta de compartir cualquier cosa, aunque lo que se pone hoy contradiga lo que se puso ayer.
Basta de flechar todo full time, para el lado que sea.
Basta de fogonear el miedo, la rabia, la desconfianza.
¿Quiénes somos para juzgar al de al lado?
Tratemos de leer de fuentes confiables, mantenernos actualizados sin dejar que nos manejen como a títeres. El miedo paraliza, saca lo peor de cada uno.
Un poco de amor al prójimo, especialmente para aquellos que dicen preocuparse por los demás.
Hechos, no palabras, y mucho mirar para adentro, que es donde toda limpieza tiene que empezar.




Hoy el Cele cumple 80.
Me tuve que poner un recordatorio, no porque me olvide de su cumpleaños sino porque hace rato que no sé en qué día vivo.
Cuando lo llamé por teléfono y demoraron en hablar supe que mi vieja le había dado el celular, cosa que él casi no maneja. Charlamos un rato, y en ese rato fue mi viejo de siempre, el de antes. Están los dos tranquilos y contentos. Dicen que en la laguna hay gente haciendo turismo, pero en su calle casi no han visto a nadie nuevo. Que ya estaban haciendo empanadas para el almuerzo. Que mi vieja tuvo que salir en defensa del Gatón porque las tres gatas lo agarran de punto y el pobre ya se estaba quedando casi todo el día en el patio de un vecino. Que Guaytica, Blanquita y el Gatón duermen con el Cele y Carolita aparte, en un sillón. Que mi madre puso a airear unas sábanas en el patio y Guaytica se les acostó arriba. Que qué bueno que tienen esos cuatro gatos para entretenerse.
Mientras hablábamos yo iba preparando el desayuno. Matilda había salido al patio del frente y el viejito me miraba pidiendo más atún, cuando sucedió algo imprevisible: la gata de los vecinos, la Juancha, osó bajar al patio del fondo. Una imprudencia temeraria, teniendo en cuenta que Matilda la odia; supongo que no encaró hoy el frente porque había perros en la vereda. Le di comida en la ventana. Después anduvo husmeando el territorio y terminó yéndose, cinco minutos antes de que por el muro del fondo descendiera al patio mi gata, que olfateó minuciosamente todos los sitios que había profanado la foránea, antes de entrar a la cocina y pedir su segundo desayuno.
De tal palo tal astilla, mis queridos. Lo que se hereda no se roba, y todo eso. Yo hoy iba a estar en la laguna, antes de que todo se pusiera patas para arriba. Ahora solo puedo hablar por teléfono, alimentar felinos y soñar con playas nuevas llenas de escudos gigantes. Tocó cuarentena, por ahora.
Por ahora.

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