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sábado, 4 de abril de 2020

Historias desde la cuarentena, 19. Acá estamos



Eran las diez y media de la mañana. Caminaba por la vereda desierta rumbo a la fábrica de pastas cuando escuché una voz, casi grito, que me dirigía un inarticulado mensaje.
_ ¡Ou!
Miré hacia el lugar de donde venía el sonido. Contra la pared de un comercio cerrado estaba parado un hombre flaco, sucio y andrajoso. Quizás tendría unos treinta años, aunque es difícil calcularle la edad a las personas que viven en la calle. Era rubio, de ojos claros, y las arrugas le dividían el rostro en cientos de territorios pequeñitos. Estaba sonriendo. Cuando nuestras miradas se cruzaron pareció contento, y me saludó con la mano.
_ ¡Hola!- le sonreí, saludando a mi vez antes de seguir caminando.

En la cuadra siguiente caminé por el cordón para alejarme de cinco o seis personas que hacían fila para entrar a un local de cobranzas. Todos vamos todo el tiempo dando vueltitas y haciendo desvíos para alejarnos de los otros en estos días de miedo y de distancias. Un carro pasó en ese momento, un carro de cartoneros tirado por un caballo. No vi quién lo conducía, pero el niño que iba sentado del lado de la vereda me miró al cruzar y canturreó un cantito inventado, del que solo llegué a entender una palabra: “coronavirus”.

Más adelante, cuando me aprestaba a cambiar de vereda para sortear las 70 personas que hacían fila para entrar al supermercado barato del barrio, un hombre canoso al pasar me dirigió un sonoro:
_ ¡Buenos días!
_ ¡Buenas!- contesté, volteando a mirarlo y comprobando que nunca lo había visto en la vida.

A los pocos metros, una viejita:
_ ¡Hola!
_ ¡Hola tía!
A ella sí la conocía. Era la hermana de mi vieja, que vive en la otra cuadra.

Qué necesidad imperiosa estamos teniendo todos de no ser invisibles, pensé. No podemos tocar al otro ni pasarle cerca, pero queremos al menos que alguien nos mire, que alguien sepa que acá estamos.

Continué con mis vueltas; hice los mandados rápido y sin demoras. Fui a la fábrica de pastas, a la panadería, al kiosquito del 5 de oro. Solo me faltaba el puesto de la esquina.
Cuando iba llegando había un carro con caballos parado en la vereda, frente a la puerta. Era otro carro, no el que había visto antes. Al pasar junto al caballo él y yo nos miramos, y frente a sus ojos enormes sentí la puntada de dolor que se me clava en el alma cada vez que veo un bicho esclavizado.
Desde el pescante del carro una mujer rubia y de ojos claros, de edad indefinida, llamaba a un niñito pequeño que se demoraba en subir. El gurí parecía querer decirle algo al dueño del puesto, que estaba cargando cajones en su camioneta a unos metros, pero no se animaba. Al fin, dijo con voz finita:
_ ¡Señor, señor!
_ ¿Qué?
_ ¿Me da algo?
_ ¡Sí, botija! Dale algo al gurí- ordenó dirigiéndose al empleado, que le alcanzó al niño un cacho de seis bananas preciosas y grandes.
_ ¡Gracias!- dijeron a la vez madre e hijo, y se dispusieron a continuar su camino.
Yo compré unas verduras, paré al lado del puesto a saludar a mi amigo perro a través de las rejas, y entré a la cooperativa.

Llegué a casa y en una de las redes tenía el mensaje de un alumno excelente del año pasado: se había dado cuenta de que nunca me entregó un par de trabajos de los últimos días, y me pedía el mail para enviarlos por correo. Charlamos algo, le mandé saludos para los compañeros que siguiera viendo, dijo que se los daría.

Nadie quiere ser invisible en estos días. Nadie puede. Existir para otros es cuestión de vida o muerte. Y acá estamos.

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