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viernes, 12 de agosto de 2022

La mujer del vestido antiguo




_ Respiramos con tranquilidad, dejamos que el aire suavemente recorra nuestro cuerpo y sentimos que todo se va aflojando, aflojando… No hay nada que sostener, no hay nada que demostrar. Solo dejamos que el cuerpo se relaje y se vaya deslizando hasta lograr la posición que necesite.

La voz de Sonia me iba guiando; yo solo escuchaba y obedecía (o trataba de hacerlo), aunque no siempre era fácil. Sucedió el año pasado; íbamos por el tercer o cuarto encuentro de biodecodificación y a mi mente le costaba muchísimo callarse un poco. Sonia es más joven que yo, delgada, de pelo largo y ojos profundos. Tiene una voz tranquila pero a la vez poderosa. 

Estábamos enfrentadas, cada una en su silla. Traté de desprenderme de la tensión y para cuando ella dejó de hablar me di cuenta de que había quedado con la espalda encorvada, de cabeza baja, con las piernas paralelas y brazos apoyados en los muslos. La voz que me guiaba volvió a hacerse oír.

_ ¿Cómo te sentís en esa posición? 

_ Más o menos… No me muevo. Parezco derrotada.

_ No, no te movés. ¿Y encontrás algo que te indique por qué estás así? Si tuvieras que pensar en una persona a la que te lleve esta imagen, ¿quién sería? ¿Se te ocurre?

_ Mi bisabuela Teodora. Así era ella. Siempre sentada en una silla, sin moverse. Cuando la llevaban a la cama iba muy despacio, arrastrando los pies y apoyada en el brazo de su hija más chica, que era la tía de mi madre. Tenía casi cien años. 

_ Bien… -Sonia demoró un instante antes de proseguir, y mientras tanto yo traté de repasar lo qué sabía de la vieja. No era mucho: más bien nada. Aunque durante mi infancia vivíamos en casas contiguas no recuerdo haberle hablado más allá del saludo automático a una anciana que no parecía saber mucho de nosotros. Para mí la bisabuela Teodora solo era una viejita inútil que tuvo varios hijos y vivió mucho tiempo, pero hacía muy poco que mi madre me había contado una parte de la historia que yo nunca había escuchado. 

_ Una viejita inútil… -continuó Sonia- Al parecer tenés una conexión muy fuerte con esa persona de tu familia.

_ ¡No!

Desde mi postura encorvada en la silla abrí de golpe los ojos y volví a cerrarlos al instante. No quería salir de la relajación, pero nada más lejos de mí que la bisabuela inmóvil y de pasos cortos, y me negaba de plano a identificarme con ella. Mi conexión fuerte siempre fue con las abuelas, más cercanas y amadas que ese fantasma de pelo blanco y voz casi inaudible, aunque debo reconocer que mi postura repetía exactamente la de la vieja Teodora, como una especie de molde que llevara cuarenta años olvidado en mi cabeza.

_ Hablame de ella. ¿Qué me podés decir?

_ Nada… Lo único que hizo fue casarse y tener hijos.

_ ¿Cómo que lo único? ¿Te parece poco? –la voz de Sonia sonó momentáneamente endurecida. Recordé que ella también es madre y quise enmendarme:

_ Yo qué sé… Es que ya la conocí muy grande; lo poco que sé son historias contadas por otros. Yo con ella nunca hablaba.

_ No importa quién contara las historias: alcanza con que sean ciertas. 

Traté de bucear en mi memoria a ver qué salía, y poco a poco empecé a contar lo que fui encontrando. Siempre se dijo que como era muy viejita ni ella misma conocía la fecha exacta de su nacimiento, que le habían asignado un día de cumpleaños que podía o no coincidir con el suyo. De alguna forma toda la vida yo había aceptado esa versión simplificada hasta que mi madre, con su memoria implacable, me dijo que la mamá de Teodora había muerto joven por una peste de la época que era muy contagiosa. Fue en pleno campo, en mil ochocientos y pico. Teodora y su madre vivían en Cerro Largo; de su padre nadie habló nunca y ni siquiera hay recuerdo de su nombre. Solo se sabe que de pronto a la mujer la atacó una enfermedad embromada: una peste contagiosa que mataba a mucha gente. Cuando quedó claro que no iba a tener cura la gente de la zona decidió hacer lo único que estaba en sus manos: sacaron del rancho a la nena, que tenía unos cinco años, y a la moribunda la dejaron sola, esperando el desenlace inevitable. A los días el olor anunció lo sucedido, y después el ranchito fue quemado con todo y cuerpo para evitar que la peste se desparramara entre los vivos. 

Cuando terminé de contar Sonia se quedó unos instantes pensativa, tal vez impresionada por la historia, hasta que decidió que era tiempo de aplicar una técnica diferente. A mí me gustaba su capacidad de innovaciones: nunca tuvimos dos sesiones iguales y la falta de previsibilidad enriquecía cada encuentro.

_ Vamos a hacer una cosa. Quiero que te tires en la colchoneta y te concentres en eso que me acabás de contar. Que me digas que ves, que visualices una situación y me la cuentes con la mayor cantidad de detalles que te sea posible. 

_ ¿Tiene que ser acá? –pregunté- ¿No podemos salir al patio?

_ Sí. Podemos. 

El patio interior tenía la misma forma y tamaño que la habitación en que teníamos las sesiones. No sé por qué necesité el aire libre, pero fue agradable recostarme en la colchoneta y sentir en la cara  y en las manos lo que quedaba del calor de la tarde. Marzo tenía aún consistencia de verano, faltaba un rato para que se pusiera el sol y las plantas en las macetas a nuestro alrededor parecían contentas ante la inesperada compañía de la humana acostada y su terapeuta sentada a un par de metros. 

_ Bien. Vamos aflojando… Decime dónde estás. ¿Qué ves?

Volví a cerrar los ojos, y visualicé una escena. No la estaba imaginando: la veía. Aún la estoy viendo.

_ Estoy en un rancho. –respondí, tratando de describir el ambiente- Es muy chiquito, una sola habitación con paredes de barro y techo de paja. El piso creo que es de tierra.

_¿Qué hay en el rancho? ¿Y quién sos vos?

_ Hay una cama, dos sillas y unos estantes. Adornitos. Algo de ropa tirada en el piso y encima de un mueble viejo que parece una cómoda. Soy la mujer enferma. Miro todo desde la cama pero no puedo moverme: apenas si levanto la cabeza. Está oscureciendo;  se divisan borrosos los contornos de las cosas. Todavía soy joven, pero estoy sin fuerzas. Tengo miedo. 

_ Tratá de conectar con esa joven, sentir lo que pensaba…

_ Es que hubo un cambio. Ahora no soy ella: soy la niña. 

_Bien. Dejá que las imágenes vengan y te hablen por sí mismas, sin forzarlas. Contame lo que ve la niña. ¿Está asustada?

_ No entiendo mucho. Camino por el costado de la cama y no sé qué hacer. Veo todo desde la altura de mis ojos: ahora el rancho parece mucho más grande, y no termino nunca de darle la vuelta a la cama. Viene una gente y me toma por el brazo. Quieren sacarme de al lado de mi madre. Tengo miedo. 

La escena del rancho se me fue de repente, pero mi cabeza no quedó en blanco. Había pensado que la visualización se cortaría en algún momento, aunque no estaba preparada para lo que vendría. 

_ Ya no estoy en el rancho sino afuera, porque encima de mí está el cielo. Veo las ramas de los árboles; estoy boca arriba, pero no hay sensación de descanso, sino miedo. Mucho miedo. Siento el frío de la tierra a mi costado. Es de tarde. Ya no soy la mujer de la peste sino otra, no sé quién, pero de antes. De otro tiempo Tengo puesto un vestido ligero color claro, un vestido largo, que está roto en varias partes. Estoy tirada boca arriba en un pozo poco profundo. Siento la humedad de la tierra y las raíces de los pastos en mis manos. De pronto empiezan a llover terrones, veo desde abajo los puñados de tierra con los que alguien desde arriba trata de taparme. Quiero gritar pero no tengo voz, porque el hombre que ahora me entierra antes de violarme me cortó la lengua. Muevo la cabeza tratando de esquivar los terrones, pero el peso sobre mi cara y mi cuerpo es cada vez más grande. Todo está oscuro. No veo más.

Sonia se quedó unos minutos en silencio, mientras yo volvía a ver una y otra vez las imágenes desfilar ante mis ojos. Tres mujeres unidas por el dolor, cuatro conmigo, viviendo en tiempos diferentes, y aún así conectadas. ¿Qué diablos iba yo a hacer con toda esta información? Traté de tragar saliva y noté que hacía rato que tenía la lengua pegada al paladar. Una imagen se me vino de repente a la conciencia: toda la vida he tenido una reacción de angustia cuando mi boca está cerca de un cuchillo. Al pasarle la lengua al metal para lamer un resto de dulce de leche, por ejemplo, o al tomar directamente de él un pedazo de queso que acabo de cortar: siempre, siempre tengo un gesto rechazo cuando la imagen de la lengua cortada aparece ante mis ojos. Nunca me lo había podido explicar. Quizás fuera un resabio de otra vida… ¿Cuántas otras cosas de mi día a día vendrán de los avisos y los miedos instalados por otros en lo más profundo de mis células? El terror a ser enterrada viva, por ejemplo, que desde hace largos años me ha llevado a avisarle a todo el mundo que cuando muera solo quiero ser cremada, trámite que por otra parte ya he realizado y pagado desde antes de cumplir los cuarenta. 

_ Vamos a hacer una cosa… -dijo la voz de Sonia de repente, sacándome de mis cavilaciones. Yo seguía recostada en la colchoneta, con los ojos cerrados y el cuerpo relajado. El sol se había puesto hacía rato y el patio comenzaba a acusar los efectos del atardecer. No iba a poder quedarme mucho sin empezar a sentir frío, y la sesión, por otra parte, ya se acercaba a su fin. 

_ Quiero que vuelvas a esa escena y le cambies el final, que visualices que alguien te encuentra y te salva. Después podés o no buscar que el culpable sea castigado. Dejá que las imágenes fluyan sin forzarlas…

Volví a ser la mujer del vestido antiguo y los dolores eternos, me metí de nuevo en la pesadilla de la humedad y las sombras hasta que un movimiento desde la superficie pareció aliviar el peso sobre mi cuerpo: alguien estaba escarbando en la tierra removida. Era un perro. ¿Quién más podía ser? Era un perro blanco y negro, desconocido, que había olfateado mi presencia y aparecía para salvarme cuando me había sabido definitivamente perdida. Con gran dificultad pude poco a poco incorporarme, escupir algo de barro y volver a ingresar aire a mis pulmones, hasta que terminé sentada sobre el pasto. Mi cuerpo era un dolor solo; estaba tan mareada que varias veces pensé que iba a caer de nuevo al pozo, desmayada.

El perro había desaparecido de mi vista; me encontraba en una zona de campo sin casas, entre dos islas de árboles altos, probablemente eucaliptos. Sabía perfectamente quién había sido el culpable, veía su rostro con absoluta claridad, tanto como sabía que nadie me iba a apoyar si lo acusaba. Él era uno de los poderosos de la zona, yo no. Intenté visualizar que le pasara algo, que lo acusaran de lo que me había hecho, pero solo era una imagen forzada y desistí de buscarla. 

_ Sonia, ¿y ahora que hago con todo esto? –pregunté cuando ya había salido de la relajación y estaba de nuevo sentada en la sala, frente a ella. 

_ En principio podés empezar a mirar para adentro más seguido. –respondió- Tratar de conectar con las mujeres de tu pasado, agradecerles los avisos de peligro y decirles que sus mensajes fueron recibidos pero que las circunstancias cambiaron y el miedo ya no es necesario. Que ahora sos fuerte y capaz de defenderte.   

_ ¿Y no puedo hacer nada por ellas, entonces? 

_ ¿Y qué podrías hacer? No tenemos nombres, ni fechas, ni lugares concretos. Todos conectamos con los que han transitado la memoria de nuestros orígenes, pero eso no significa que tengamos que continuar llevando sobre los hombros las cargas que no son nuestras... Lo que sí podés hacer es rescatar la memoria de estas mujeres poniéndolas en palabras. Quizás para eso estás viniendo: para que no mueran del todo.

_ Quizás… No sé si pueda. 

_ No tenés por qué hacerlo ahora. Cuando llegue el momento te vas a dar cuenta y las palabras van a hablar por sí solas. Y si no llegan, no llegan. Dejalas fluir en tu interior: ellas van a encontrarte. ¿Nos vemos la semana que viene, como siempre?

_ Dale, nos vemos.  

_ Te acompaño hasta la puerta.

Muchas gracias. 


2 comentarios:

  1. Excelente narración! Felicitaciones!

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  2. Impresionante y conmovedor relato! Enhorabuena! Gracias

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