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domingo, 28 de agosto de 2022

Historias sin por qué





1. El sueño de Inés
Sucedió en los noventa. Mi vieja dormía profundamente en su casa de Ñangapiré, a veinte kilómetros de Melo y a media cuadra del Tacuarí. El Cele, como siempre, roncaba despacito a su costado. No andaban con mascotas en ese viaje, y por el frío que hacía habían cerrado todas las ventanas y tapado las hendijas de las puertas.
En determinado momento el curso habitualmente plácido de su sueño empezó a derivar en pesadilla: había una mujer rubia que la perseguía por toda la casa tratando de matarla. Despertó agitada y al instante percibió algo en el aire: supergás. No había electricidad en la zona; la heladera funcionaba prendiendo una llamita conectada a una garrafa, que en algún momento de la noche se había apagado. La casa estaba inundada de olor a gas.
Mi vieja se tiró hacia la ventana, la abrió y trató de despertar al Cele, que estaba más amodorrado que de costumbre. Sin importar el frío ni los vientos mantuvieron todo abierto hasta que el olor terminó de disiparse, y solo les quedó un dolor de cabeza que demoró varias horas en irse.




2. Historia pequeñita Turismo de 2019. Estaba con dos amigas y un montón de gente en el Cerro del Zapato, en Córdoba. Frente a nosotras, el Uritorco majestuoso, al que todavía tengo pendiente visitar. Una de mis amigas me pidió una foto sentada en una roca con el cerro de fondo, una foto con mi teléfono, porque al suyo se le había acabado la batería. Suelo enfocar muy bien y siempre me fijo que haya armonía entre la figura y el paisaje, pero cuando fuimos a ver la imagen resultó que solo habían salido sus pies sobre la roca. Rarísimo: yo sé que no había movido el teléfono, pero en fin.
_ ¡Pero qué fotógrafa más chambona! -me dijo la modelo, entre risas, y al instante le propuse sacar otra. Volvimos a la roca, volvió a posar con el Uritorco a lo lejos, pero la foto no pudo ser porque se me apagó el celular, aunque aún tenía la mitad de la batería. Hace tres años que lo tengo, esa fue la única vez que se apagó solo y no volvió a prenderse hasta que nos fuimos.




3. La muchacha de negro 
Esta es una historia más que triste, que aún me persigue.
Sucedió un día de diciembre, hace como quince años. Por la mañana fue la fiesta de fin de cursos de un colegio en el que yo trabajaba, y aunque mis estudiantes ya habían tenido su acto de cierre (porque eran de quinto año) de todos modos me tiré hasta ahí para acompañar un rato a los más chicos. El día estaba precioso, y creo que yo tenía que firmar un recibo de sueldo o algo de eso. 
Cuando estaba por comenzar el acto hubo un murmullo de admiración entre los de tercero: había venido (digamos) Lucía, una compañera que hacía meses que no veían, porque había abandonado los estudios. Ellos estaban muy formales con sus uniformes azules y verdes; Lucía se vino de negro, con la onda gótica de algunos gurises de ese tiempo, maquillada con delineador y labios negros, el pelo muy lacio, los ojos muy oscuros. Había ido a saludar a sus compañeros; estaba bellísima, parecía una reina. Durante el tiempo que duró el acto y un rato después, cuando todos nos quedamos charlando en el patio bajo el sol de la mañana, tuve varias veces el impulso de ir a hablarle, pero no lo hice. Quería decirle algo, solo que no sabía qué. Que era preciosa, que me encantaba su aire de libertad, que no se diera por vencida, que volviera a estudiar, no sé, algo, pero me frenó el hecho de no haber sido su profesora. Yo no la conocía (de hecho, no recordaba haberla visto antes), y andá a saber si la gurisa no interpretaba que la estaba cargando, yo qué sé, no pude. 
Cuando salí del colegio charlando con el profe de Química (íbamos para el mismo lado), Lucía estaba sentada en la vereda con sus compañeros. 
_ Chau, nos vemos... -saludó el profe- Qué bueno verte, Luciana.
Y empezamos a caminar hacia nuestra parada. 
_ Qué boludo, le dije Luciana y creo que es Lucía.- dijo él- Bueno, igual no importa, la próxima vez que la veo se lo digo.
Nos fuimos charlando sobre la elección de horas y esos temas típicos de diciembre, hasta que vino su ómnibus y yo seguí caminando hacia mi casa. El colegio me quedaba a media hora; era lindo caminar en esos tiempos. 
Por la noche me reuní con mis compañeros del liceo público: había una chorizada despidiendo el año. Éramos como cuarenta profes, porque el liceo era grande y todos nos queríamos mucho. Me extrañó que Claudio (digamos), el de Biología, demoró mucho en llegar y cuando apareció estaba con cara de que algo le había pasado. Cuando pude charlar con él le pregunté, y me contó. Él es médico, y esa tarde le había tocado presenciar algo terrible: una chica de su edificio había tenido una discusión muy fuerte con el padre porque no la dejaba ir a no sé qué concierto, y se había tirado por el balcón desde el piso ocho. Murió en el acto. 
_Se llamaba Lucía, capaz que la conociste: iba al colegio en el que vos das clase. -me dijo. 
Desde ese día trato de no dejar de acercarme a alguien si siento que debo hacerlo. Probablemente nada habría cambiado, pero yo sé que algo (o alguien) me empujaba hacia ella y me negué al llamado. Tampoco me culpo; ¿quién soy yo para cambiar el destino de nadie? Pero no sé, no sé, no sé. Y tampoco olvido.





4. Los gatos En mi familia después que se muere un gato mi vieja y yo siempre lo volvemos a escuchar. Me pasó con Roldana, con Matilda, y antes de ayer con el viejo. Cada bicho tiene su voz y una reconoce esa frecuencia entre las otras. _ Lo oí maullar en la puerta el miércoles por la noche. -le digo a mi madre y ella, con su tendencia a superarme en todo, dice: _ Ah, yo a la Guaytica la estuve oyendo como un mes. Sonrío al teléfono y recuerdo mis ocho años en la vieja casa, cuando tanto ella como yo escuchamos varias veces el sonido de la banderola de la cocina abriéndose para que entrara el Viruta, que se nos había ido en un accidente. Más cercano en el tiempo (hace exactamente un año) se me viene la imagen del viejito León entrando a casa y frenándose en seco el día en que se fue Matilda, aunque de eso habían pasado ya como doce horas y la muerte no había sido en el piso de abajo sino en el dormitorio chico. _ Mi gato hace unos días me vio muy angustiada ante la muerte de alguien que me removió los dolores -me cuenta mi compañera de trabajo- y enseguida vino a acostarse y ronronear sobre mi pecho, cosa que nunca había hecho. _ Cuando mi novio me dejó -dijo una amiga hace años- la gata que no me daba ni corte empezó a perseguirme y me acompañaba a todos lados. No se despegaba de mí ni por nada. _ ¿Podés creer que el gato vino y se puso a apoyarme despacio las patitas en la pierna exactamente en el lugar en que tenía la contractura? -fue un fragmento de otra historia. Unas pocas de las tantas. Cuando murió Matilda lo primero que hice (igual que ahora) fue lavar todos los pisos y airear las habitaciones, para ver si con la brisa empezaban también a disiparse las tristezas. Al día siguiente entré al dormitorio chico y en el sitio donde ella había pasado los últimos días encontré una pequeña flor de color lila. Nadie más había estado en casa. Nunca supe de dónde había salido. Y así, todo.




5. La casa Hace poco más de un año que empecé las negociaciones por la casa de mis viejos en la cooperativa. Es una de las poquitas de un solo piso, la única vacía desde hacía largos años, tras la muerte de un veterano que siempre nos cayó muy bien (y que me hizo hace más de media vida una biblioteca de las que tengo en el piso de arriba). Tras conseguir el teléfono del hijo del carpintero (que me cayó muy bien) empezaron los larguísimos trámites ante la cooperativa. Entrega de la casa, puesta en condiciones, llamado a interesados (con temas médicos que justificaran su opción por la casa sin escalera), resolución de una facultativa y un largo etc. Los meses pasaban, los planes de mi vieja de ya estar en Montevideo al inicio del invierno 2021 fueron quedando en la nada y mientras tanto yo me negaba a iniciar nuevas búsquedas, porque mirar para otro lado era como decirle al universo que ya estaba, que la vivienda no iba a ser para nosotros. _ Mirá que lo de la casa no salió. -me comunicó alguien de la Directiva hace unos meses. -Por un tema de salud más grave se la adjudicamos a otra socia. _Marchamos con la casa. -le dije a mi vez a mi madre- Apenas afloje un poco el ritmo de las clases me pongo en campaña para buscar algo cerca. Pero a la semana hubo cambio de planes: _La socia al final no va a ocupar la casa y usedes son los siguientes en la lista; avisale a tus padres que la semana que viene hay reunión con Directiva. En octubre vinieron, acordamos, pagamos la diferencia, yo compré mi casa y la semana pasada los viejos y sus tres gatos se mudaron. Para mí fue un alivio y una grata sorpresa que las cosas terminaran por inclinarse a nuestro lado. El Cele por momentos entiende y por momentos cree que sigue en la laguna (o vaya una a saber dónde). La única que nunca tuvo dudas de dónde iban a terminar viviendo fue mi vieja. _ Yo sabía que esa casa era para nosotros, porque apenas nos contaste que habías hablado con el hijo del carpintero esa noche soñé con mi padre. Venía contento a saludarme, y me decía: "Te felicito, m´hija: ¡qué casa te conseguiste!". Con la racionalidad (y un poco la suspicacia) propia de quien no suele tener sueños premonitorios, preferí no contar lo del sueño hasta que no terminaran de instalarse ella y el Cele. Mi madre siempre tuvo una conexión especial con el Viejo Barreto: cada vez que sueña con él se despierta rodeada de una inmensa paz que no sabe explicar. Ni falta que hace. Buenas tardes.

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