Vistas de página en total

domingo, 11 de diciembre de 2016

Juan y el 2002: una historia negra





1
Juan había sido mi primer novio, allá por los años ochenta.
El padre, un gallego fuerte y de buen carácter, dueño de una quinta en las afueras, ni bien su hijo cumplió los 3 años de edad ya le había permitido sentarse al volante del tractor y empezar a tomarle el gustito a los fierros. Cuando lo conocí me impresionó (como a todos) la velocidad desquiciante con la que manejaba, aunque justo es reconocer que lo hacía con una pericia inigualable. Él no sabía lo que era andar en ómnibus. Formaba parte de esa minoría montevideana que siempre contó con un par de coches en la familia, de manera que ya desde la adolescencia sus salidas eran con auto propio.
Su vida entera giraba en ese tiempo en torno a la velocidad. Había incursionado en el motocross, los domingos de tarde me llevaba a ver las carreras en el Autódromo de El Pinar, el programa preferido de televisión era El auto fantástico y la película que más le había gustado había sido “Christine, el auto del demonio”. 
Nos pasábamos las horas en las salas de maquinitas, yo en el Pac Man y él en jueguitos de carreras de los que no guardo el menor recuerdo. Sus mejores amigos eran mecánicos. En mi cooperativa dos por tres lo paraban los vecinos para gritarle que sacara la patita del pedal, que había niños y su velocidad era imprudente, hasta que cortaron por lo sano y nos llenaron las calles con los lomos de burro que aún soportamos.
Juan Ramón y yo estuvimos tres años de novios y en ese tiempo lo vi cambiar varias veces de auto, pero a ninguno amó tanto como al BMW 2002 que se compró allá por 1985 Ni siquiera yo competía. 
Ese 2002 era un auto usado, pero no mucho. Él estaba orgulloso de haberlo pintado de blanco con detalles en rojo, y lo único que le preocupaba era no haber podido sacar LAS tres grandes manchas ovaladas Del tapizado del techo. Cada vez que lo lavábamos (porque yo lo ayudaba, obviamente, a cuidar de la criatura) probábamos diversos productos para eliminarlas, pero nunca lo logramos. Al momento de venderlo supo que el primer dueño apenas lo compró llevó a la familia de paseo a una playa brasilera y que las manchas en el tapizado las había dejado la cabeza de la mujer, decapitada en un accidente de carretera.
Ahí terminé de confirmar lo que siempre había sospechado: ese auto estaba maldito. Con el tiempo no hicimos más que ir acumulando pruebas.

2

Los viernes de 1985 canal 4 tenía un ciclo de cine de terror llamado Viernes 13, que empezaba a eso de las diez y pasaba varias películas, una detrás de la otra. Uno de esos días, en especial, no hubo fantasma o demonio que le produjera a Juan Ramón una impresión más fuerte que la que tuvo al pretender irse de mi casa y descubrir, ante la calle desierta de la madrugada, que alguien le había robado a su hijo, digo, a su auto.
No era cuestión de perder tiempo en inútiles lamentaciones: de inmediato despertamos a mis viejos y ellos y yo lo llevamos en el Lada de mi padre hasta la quinta de los suyos, que era en las afueras, cerca de Toledo Chico.
Ya estábamos ellos y yo volviendo hacia Arbolito cuando lo vimos aparecer a toda velocidad por José Belloni en el FIAT 128 verde de la madre. Venía dispuesto a buscar a su auto por toda la ciudad. Me bajé del Lada y ofrecí acompañarlo. A mis viejos la idea no les pareció acertada pero sabían que no había forma de que yo lo dejara solo en esa búsqueda, y no dijeron nada.
Dimos vueltas y más vueltas. El 2002 era fácil de reconocer, un  colorinche de blanco y de rojo. En una estación de servicio el empleado dijo que lo había visto pasar hacía una hora rumbo al centro. Es decir que lo estaban paseando. Seguimos el recorrido por calles y avenidas hasta que en cierto momento, en medio de Villa Española, Juan apagó de pronto el 128 y se puso a escuchar.
_ Lo estoy oyendo. -me dijo- Escuchá: ese es el ruido de mi auto.- Yo no había oído absolutamente nada, pero él reemprendió la marcha, persiguiendo el sonido como sabueso que se pega a un rastro apenas perceptible, hasta que lo vimos.
Iban dos muchachos en él. Juan aceleró y el 128 arrancó con un rugido que me hizo reconsiderar mi imprudente decisión de acompañarlo. Los ladrones lo vieron, entendieron lo que pasaba y aceleraron. 
Había comenzado la cacería.
Anduvimos a toda carrera, derrapando y tomando curvas a una velocidad demencial durante cinco o diez minutos que me parecieron siglos. Yo iba lívida, prendida con todas mis fuerzas al asiento con la mano izquierda y a la manija del techo con la derecha, gritando como una condenada, a la vez que Juan no emitía una palabra ni escuchaba un grito, concentrado en la afrenta y sediento de sangre. 
No teníamos celulares en ese tiempo, y no cruzamos ni un patrullero. En cierto momento ellos dieron la vuelta a la Plaza del Ejército en una curva demasiado cerrada, derraparon, treparon al cordón, la rueda se tajeó, hubo un zigzag, el auto se detuvo y ambos ladrones se bajaron echando a correr hacia lados opuestos. Un muchacho que iba en un carro cargado de verduras hacia el Mercado Modelo se bajó a ayudar, al tiempo que Juan hacía lo propio, y entre los dos atraparon al que había ido manejando, un flaquito de unos 16 o 17 años. El otro se escapó.
Llevamos al muchacho a la Seccional 16, donde radicamos la denuncia. Yo ni lo había mirado mucho, pero cuando el policía de turno le preguntó sus datos y él dio la dirección casi me caigo redonda: era un vecino de la cooperativa que había sido mi amigo cuando recién nos habíamos mudado. De todos modos era menor y no permaneció mucho tiempo detenido. Días después le contó a mi vecino de puerta que se había llevado el BM porque fue una tentación verlo ahí, con las puertas abiertas y la llave puesta, lo cual era cierto, porque Juan en su soberbia de esos tiempos creía que como la llave andaba mal solamente él era capaz de encender a su auto, cosa que evidentemente distaba mucho de ser cierta.



3

Al año siguiente, en setiembre de 1986, yo estaba una tarde a la hora de la siesta en mi cuarto cuando escuché claramente que mi viejo me llamaba y me asomé a su dormitorio.
_ ¿Qué querés?- pregunté.
Mi vieja y él me miraron con desconcierto.
_ ¿Eh?
_ Que por qué me llama el Cele.
_ Yo no te llamé, Mari.- respondió mi padre, y ambos me miraron como si estuviera delirando. 
Pero yo había escuchado una voz, de eso no había la menor duda. ¿Teníamos fantasmas en Arbolito? No quise pensar en el asunto, así que bajé al comedor y me puse a estudiar.
A la media hora sonó el timbre: eran dos amigos de Juan Ramón, que me miraron con cara de circunstancias.
_ Eeeh... No te asustes, pero hubo un accidente, Juan chocó el 2002. Está vivo, casi no sabemos nada. Vení que te llevamos al sanatorio.
Hice todo el viaje sin hablar, excepto cuando estaba por bajarme, que les pregunté:
_ ¿A qué hora fue?
_ Dos y diez.- me dijo uno de ellos, pero yo sabía que no era cierto. No había sido dos y diez sino dos y ocho, cuando había sentido el llamado. Ellos supieron la hora aproximada.
Juan Ramón la sacó barata. Había estado corriendo picadas con alguien, perdió el dominio, chocó contra una pared y rebotó en un poste con el cartel de la flecha de una calle. Este había sido doblado en ángulo recto y entrando a través del parabrisas casi lo había decapitado. El acompañante no se hizo nada. Los médicos de Casa de Galicia fueron unánimes en que Juan ese día había nacido de nuevo. Medio centímetro más, tal vez menos, y el corte le hubiera seccionado la yugular. 
El tiempo de la internación lo vivimos su madre y yo de forma casi permanente en el sanatorio. Las dos primeras noches pasamos pendientes de que el movimiento de la respiración no se detuviera porque a veces hay secuelas a las horas y uno nunca sabe. Yo miraba la sábana blanca sobre su pecho mientras él dormía, muriendo de angustia ante cada segundo de inmovilidad. 
Más adelante se le permitió recibir visitas: aparecieron sus amigos, mis padres, los abuelos. También fueron mis amigas, con una de las cuales terminaría él viviendo unas décadas más tarde, y los padres de un amigo que un mes después iba a morir en otro accidente de tránsito. La vida es imprevisible y sus guiones a veces nos descolocan.

Como consecuencia del accidente le quedó una gran cicatriz en el cuello. Juan Ramón estuvo unos días internado y después volvió para su casa, donde por mucho tiempo el padre le mostraba a cada visita la remera ensangrentada que su hijo había llevado puesta ese día. 
Él nunca recordó el accidente, y no pasó mucho tiempo sin que volviera a pisar el acelerador; esas cosas no se cambian por un susto. Por ahí debe de andar ahora, persiguiendo un destino que quién sabe qué le tiene deparado, pero no conmigo. Por suerte. 

2 comentarios: