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viernes, 9 de diciembre de 2016

Enrique



Yo debí haber imaginado que nada bueno podía resultar de mi fugaz relación con Enrique. Los hombres que en esa época usaban bigote nunca eran buenos ni en el cine ni en la literatura; ¿por qué la vida real iba a ser una excepción? 
Pero no lo pensé.  
Nos habíamos conocido en un baile en los ochenta. Él era alto, agradable y de buen ver, si exceptuamos el tema ese del bigotito. Salimos a tomar algo una o dos veces, hubo unos mimos, nada importante. Yo no terminaba de decidir si Enrique me gustaba o no, porque por momentos era medio lento. La conversación no fluía naturalmente; a veces parecía no tener ninguna habilidad social. Una noche, por ejemplo, a cuenta de nada paró el auto frente su apartamento y me invitó a subir, a lo cual me negué. En esa época a esas invitaciones había que prepararlas, darles tiempo y remarlas, pero él creía que teniendo auto y apartamento todos los sí se daban por sentados. Por entonces yo estaba haciendo el IPA y Humanidades: no me iba a conformar con una masa muscular con auto, casa y padre adinerado, por más que la masa muscular no estaba mal a la vista. 
La siguiente vez que nos vimos yo había decidido que la cosa no iba más. Tenía que decirle que nuestro noviazgo formal de ocho o diez días tocaba a su fin y debía hacerlo en persona, porque no solo no existían los celulares sino que en mi casa ni siquiera teníamos teléfono de línea. 
Habíamos quedado en que el viernes él me pasaría a buscar por la Facultad a las diez y media, hora en que salía de mi clase de Latín. Tenía pensado un breve discurso de despedida para cortar sin mucha vuelta, pero cuando lo vi en la puerta de Humanidades esperándome, recién bañado, con su nuevo corte de pelo y su ropa de estreno me pareció que sería mejor posponer el discurso por un rato. 
Por alguna razón que solo su cerebro comprendería, Enrique me propuso ir a jugar a las maquinitas a Las Vegas. No a las tragamonedas sino a los juegos del estilo Pacman o Space Invaders, que se jugaban con fichas baratas, tratando de que el cartel de Game Over no apareciera demasiado pronto en la pantalla. En esa época pocas mujeres se adentraban en Las Vegas, cosa que estaba muy mal vista y era limitada a los mayores de 18 años. Quizás por eso me llevó a ese lugar, quiso invitarme a un sitio en que me pudiera dar clase de algo, sentirse seguro, qué sé yo. 
Apenas entramos Enrique propuso que jugáramos un partidito enfrentados, aunque no en simultáneo: los dos jugadores podían ir disputando de a una vida y comparando puntajes. El problema fue que eligió el Gallagher, juego en el que yo era de las mejores del mundo. Él, su ropa nueva y su bigotito iniciaron las hostilidades y se fueron al muere en dos minutos. Yo jugué un partido sublime, tanto que a mi alrededor se empezaron a congregar espectadores porque estaba haciendo un puntaje récord y nadie podía creer que una mujer matara a tantas naves enemigas, supiera dejarse abducir y combatir con a dos avioncitos a la vez. 
Cuando me llegó el Game Over me sentí un poco culpable de haberlo vapuleado enfrente de toda la gente de las maquinitas, así que esperé a que estuviéramos sentados con una Coca Cola de por medio para pasar por el momento incómodo de la noche. O al menos uno más. 
Subimos al auto y al rato no me encontré en un bar tomando una Coca sino en el Besódromo de Kibón, sola con Enrique y su bigotito. Yo no quería ir al Besódromo. Yo quería irme a mi casa.
"Mirá, mejor vámonos porque es tarde y justo esta medianoche arranca un paro general, no voy a encontrar ómnibus para ir a mi casa." "Yo te llevo." "Prefiero ir sola." "Yo te llevo; nos quedamos solo un ratito y yo te llevo." "Eeeh…"
Miré alrededor. Cuatro o cinco autos estaban distribuidos a cierta distancia en la explanada bajo una noche oscura y sin estrellas, digna de ser vivida con otra compañía.  La cosa no daba para dilatorias: había llegado el momento de hablar. 
Mirá, quiero decirte algo, me parece que esta historia no da para más, nosotros no tenemos casi nada en común, mejor la dejamos por acá, etc. 
Él hizo un silencio, me miró como para decir algo trascendente y dijo la única frase que recuerdo palabra por palabra de esa noche:
_ Ah. Está bien. Y decime, vos… ¿no tendrías una amiga para presentarme?
Traté de que mi cara no reflejara las cosas que pasaron por mi mente en ese momento. 
No puede estar diciéndote esto, está loco, bajate, salí del auto, hacé algo. 
Ahí tendría que haberme bajado, pero le di un poco de charla para que no se sintiera tan rechazado, cosa que Enrique malinterpretó. Lo siguiente que recuerdo es que de un manotazo le puso el seguro a la puerta de mi lado a la vez que trataba de abrazarme, mientras a nuestro alrededor pasaba el tiempo y los otros autos se iban yendo uno por uno. Yo no hubiera podido ganarle en una lucha, y si gritaba adentro del auto nadie me habría escuchado. Por suerte de algún lado me vino la tranquilidad que necesitaba. Aflojé el rostro, me hice la no asustada y como mimoseando me tiré un poco para atrás y levanté las piernas, recostándolas en el parabrisas del auto. Él creyó que me ponía cómoda.
_ Me abrís la puerta del auto ahora mismo o te reviento el vidrio de una patada _le dije, y vio en mis ojos que tenía la intención de hacerlo. 
Sacó el seguro de la puerta, pero cuando bajé los pies y vio que su parabrisas no corría riesgos intentó retenerme como fuera. Forcejeamos. Era mucho más fuerte que yo. En ese momento el último auto del Besódromo, que ya estaba en marcha, frenó al ver que algo estaba pasando. Aproveché a soltarme y salir disparada hacia la rambla. 
Era más de medianoche y había paro general. 
Enrique había quedado aturullado pero en seguida me siguió en el auto y mientras yo caminaba por la vereda de enfrente me gritaba que había entendido mal, que no iba a hacer nada que yo no quisiera, que subiera, que me llevaba a mi casa.
En ese momento apareció un taxi libre. ¡Un taxi libre en la rambla de Punta Carretas en una madrugada de paro general! 
Al principio no dije nada, pero cuando el taxista vio que un auto con conductor de bigotito nos empezaba a seguir haciendo señas frenéticas no pude evitar contarle los titulares de la situación. "Qué horrible", fue su comentario. "Qué desubicado. Aunque puedo entender que tratándose de una chica tan linda como vos él haya tratado de…"
Sonamos: otro. 
Cuando entré a casa y cerré la puerta con llave me senté en el piso y casi lloro. No me había pasado nada. 
Al otro día estaba a eso de las once de la mañana haciendo mandados con mi madre por la Curva cuando me preguntó quién era ese hombre que nos hacía señas desde un auto blanco en la vereda de enfrente. Lo miré: estaba con la misma ropa del día anterior y parecía haber dormido ahí, en el auto. Ni idea, no lo conozco, murmuré, y seguí con los mandados. Enrique era loco y además peligroso. 
Un par de años después salí a bailar con alguien en otro baile, en el Defensor. Me acuerdo que esa noche había cantado Jaime Roos. ¿Cómo estás? dijo el muchacho ya en la pista, y cuando lo miré bien vi que el que me había sacado a bailar era el mismo Enrique, aún con su bigotito. Lo dejé solo y me fui con mis amigos: nunca más volví a verlo.
Tal vez hoy sea un hombre ejemplar, padre de familia, uno de tantos. Tal vez da consejos desde un sillón de cuero negro, tomando whisky y mirando la tele con su familia y un par de mascotas. Tal vez se ha olvidado. O tal vez no.


2 comentarios:

  1. Por Dios... yo también viví una situación en la que safé como vos. Recuerdo claramente esa sensación de alivio mezclada con culpa al llegar a mi casa. Si, culpa. Qué bobera!!!¿Qué te hizo escribir sobre el tema?

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    1. Empezamos con una amiga a escribir frases de cuatro palabras que nos recordaran a una mala cita, y la imagen de Enriquito se me vino desde el fondo de la memoria. Es increíble cuánto detalle insignificante guarda una en los cajones del cerebro; empecé a contar y me acuerdo de la ropa, la voz, el miedo, y eso que, como digo, esta historia quedó en ridiculez porque no pasó nada grave. Por suerte.

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