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lunes, 24 de febrero de 2014

Catharsis






Abrí los ojos en la semioscuridad del cuarto: eran apenas pasadas las seis y el único sonido audible era el del ventilador de la notebook que hibernaba desde hacía varias horas y tenía su pantalla  negra y quieta. Pensé por un momento en toda la gente que ya estaría en pie o por ir a trabajar y me identifiqué por adelantado con cada uno de ellos. La semana que viene allí estaré yo también, me dije, mientras iba al baño con la lentitud característica de cada uno de los despertares de esta Era Tendinitis.
Bajé a la cocina.
Puse atún en los platitos de Tania y Roldana.
Me volví a acostar.

Mi siguiente despertar ya no fue tan placentero; la angustiosa pesadilla que había tenido pareció seguirme aferrando con dedos sucios de culpa y de sombra por unos segundos hasta que se hizo la luz en mi cerebro y la verdad me atravesó con un estallido de felicidad. ¡No era cierto, no era cierto! Típico alivio del despertar tumultuoso.

Había ido a la cripta donde se guardaban los restos de nuestros seres queridos momificados. Mis dos abuelas presentaban cierto mal olor, lo que me hizo querer traerlas para casa a ver si las podía limpiar, pero las autoridades no me dejaban, por lo que cargué con ambas momias en una carretilla y a un descuido de los encargados de la recepción huí con ellas y no paré hasta dejarlas en una enorme tina con productos de limpieza en el living de mi hogar.
No estaba segura de lo que me convenía hacer. El remordimiento por el delito cometido carcomía mis entrañas y además las momias ocupaban mucho lugar en casa y yo no sabía si devolverlas o no. Hablé con el dueño del boliche al que iba todas las noches, un canoso un poco mayor que yo a quien consideraba una persona honesta y sensata. Se lo conté todo en la escalera del lugar, para que nadie nos oyera. Terminé la historia bañada en llanto pero él no se inmutó, sino que me planteó su punto de vista con total tranquilidad. Yo debía llevarlas al campo y quemarlas en algún lugar secreto, cuidando de que no quedaran huellas ni hubiese testigos. Pero… ¿no constituía eso un delito mucho más grave que el robo de momias? ¿Sería posible que de saberse terminara perdiendo la efectividad en mi empleo público? Él no estaba seguro de esto último; me deseó suerte y volvió a ocuparse de su negocio. 
Aún sin una decisión tomada vi que era hora de volver a casa.
¿Qué tan grave sería reconocer el error inicial y devolverlas? Seguramente mucho menor que cargar con la duda de si la cremación clandestina podría llegar a oídos de alguien y comprometer mi futuro, pensé, y terminé de decidirme. Las llevaría de vuelta. Iba a ser un mal momento pero había que pasarlo. 
Fue tal la liberación de haberlo definido que empecé a dar pasos enormes, casi a volar, camino a casa. Me apoyaba en troncos de árbol y daba saltos leves y altos, como de veinte metros. Una especie de Mario Bros montevideano y sin bigotes, cuyo recorrido terminó en una exposición de Bellas Artes en la playa.

Desperté. Eran las ocho de la mañana; Roldana reclamaba ya su segunda dosis de atún. Esta vez bajé la escalera con paso ligero, casi bailando de la alegría de saberme inocente.

Pensé por un momento que tendría que analizar el sueño pero no lo hice; preferí dejarlo como festín del psicólogo que un día de estos, más tarde o más temprano, empezará a hurgar debajo de la mata de rulos a ver qué huele mal en mi pasado o qué árboles del camino me ayudarán a remontar vuelo.

Y comencé el día.

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