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jueves, 4 de abril de 2019

La Tienda de las Flores




1

El sótano de la galería era una cueva negra, profunda y sin orillas. Se lo veía ilimitado, se lo adivinaba inquietante. Debía ir de cuadra a cuadra, en paralelo con la doble fila de locales comerciales que ostentaban sus vidrieras luminosas y carteles de ofertas al nivel de la calle. Nadie sospechaba la existencia de ese pozo de sombras y olvido, pero allí estaba, esperando cada día que se hicieran las siete de la tarde para verme bajar por la escalera de servicio, llevando en la mano la asadera con los vasos, cubiertos y platos de la jornada. 
Mi trabajo no era malo, y debo reconocer que me llevaba poco tiempo. Era la encargada de un local de productos macrobióticos durante cinco horas, tres veces por semana: justo lo justo para pagar las fotocopias de la carrera que cursaba por la noche, una vez que terminaba de lavar las cosas y podía volver a la superficie. 
El local era pequeño. A un costado tenía dos mesitas blancas y rebatibles, con cuatro bancos de madera. Al fondo la heladera, haciendo ángulo con el medio metro de mostrador recostado al vidrio de la galería. En la pared encima de las mesas se veían tres estantes atiborrados de cosas que nunca supe para qué servían, por las que nadie preguntaba. Durante el tiempo en que me tocaba estar al frente de La Tienda de las Flores solo venían los clientes del hambre buscando una torta de manzana o un jugo de peras como merienda de dieta. Los otros, los que compraban productos de nombre indescifrable, preferían venir cuando estaba el dueño, no solo porque él sí sabía todo, sino porque les gustaba recargarse al sol de su mirada. 
Era  gordo, Julio, y ya había pasado los setenta, pero no importaba. Tenía unos ojos que eran pura luz, y bastaba hablar con él durante dos minutos para darse cuenta de que ahí había algo. Una suerte de pureza, una fuerza que venía del fondo del tiempo. Una magia. Por esas cosas del destino el apellido era Stellardo, que sonaba a emperador de la luz. Hablar con Julio era como asomarse a un abismo pero de los buenos, y yo creo que era por eso que los clientes de verdad no venían conmigo. Yo solo era el relleno de un horario en los huecos en que no pasaba nada, y lo sabía. Todos lo sabíamos. 
Mi función en esa tienda era simple y sin vueltas. Servía en platos de loza blancos las pequeñas porciones de torta y pasaba los jugos de la heladera a vasitos de plástico no descartables. Lo más difícil que tuve que aprender fue cómo maniobrar con el cuchillo al cortar las rodajas de pan integral para los sándwiches vegetarianos sin que se desmigajara o quedara un corte desprolijo. Aquel pan era durísimo de corteza pero blando por dentro, lo cual complicaba mi tarea. Al principio debo confesar que lo sufrí un poco y hubo sandwiches que me quedaron impresentables, hasta que le agarré la mano.
_ El secreto con este pan está en la velocidad del corte, no en la fuerza- me había dicho Julio el primer día, y tenía razón. A las dos semanas ya las rodajas me salían como de molde.
En La Tienda de las Flores el trabajo no era intenso; tenía siempre horas libres, que aprovechaba para leer apuntes y subrayar las fotocopias que iba a usar en las clases de la noche. Al terminar la jornada, como era yo quien cerraba el local, tenía que ocuparme de dejar todo en la heladera, esconder la plata abajo del mostrador y bajar al sótano con la asadera, a lavar lo que se había ensuciado. 
El primer día Julio bajó conmigo; después, tuve que animarme. El sótano quedaba bajando por una escalera, a la que se accedía a través de una puerta con llave. Había que prender la luz de acceso, que iluminaba el camino al baño del personal, y otra más cuando uno entraba. El baño era normal, como todos, aunque el agujero gigante en que estaba metido inspiraba miedo. La oscuridad lo rodeaba. Al principio traté de fijar sus contornos, hasta avancé unos metros a ver si me acostumbraba la vista y lo convertía en una simple construcción abandonada, pero nunca pude lograrlo. Probablemente tuviera una cuadra de largo, igual que la galería. Un espacio enorme y desaprovechado, si se pensaba racionalmente; una posibilidad de depósito en pleno centro de la ciudad de la que nadie tenía la menor noticia. 
De todos modos a mí no me importaban las elucubraciones de tipo racional, porque yo no era la dueña del espacio, sino la empleada de la tienda. Aquel sótano desplegado en su negra inmensidad no me daba ganas de pensar en negocios sino de salir corriendo, y pronto. Cada vez que lo tenía ante mis ojos convertía en literal la metáfora de la boca de lobo que mi madre utilizaba cuando quería describir un lugar por demás oscuro y peligroso. 
Aunque la galería comercial tenía en ese entonces unos veinte locales, nunca me crucé con otra persona en mis bajadas de servicio. Yo creo que a todos el lugar les daría miedo, aunque en ese tiempo no me puse a considerar demasiado el asunto de la soledad. Lo único en que pensaba cada día era en la manera más efectiva de hacer las cosas a toda velocidad para volver a la superficie. Arriba la vista era alegre y luminosa, llena de carteles y atravesada por luces y sonidos, pero abajo reinaba el silencio. La sola aparición en mi cabeza de la idea de un apagón tenía la virtud de paralizarme, y más de una vez pensé que tendría que comprar una linternita de bolsillo, cosa que invariablemente después de subir olvidaba. 
Arriba el tiempo tenía otra consistencia. A las dos y media venía la empleada pública a buscar su tarta de lo que hubiera y se quedaba charlando sin apuro, porque sus compañeros del Ministerio le marcaban la tarjeta de la entrada. Un rato más tarde el muchacho flaco de la mercería de la punta empezaba a campanear hasta que llegaba la novia de la facultad, y a las seis en punto bajaba la escalera de enfrente el rubio de campera verde y casco negro en la mano, que me saludaba con una sonrisa. A veces aparecía Gerardo, un cuarentón macumbero que hablaba seis idiomas sin haberlos estudiado, y que trabajaba haciendo de guía para los turistas que venían en los cruceros. 
Dos hombres de ojos azules solían también darse una vuelta de vez en cuando por la Tienda: Alejandro, que venía por mí, y alguien de quien nunca supe el nombre, al que con mi amiga Diana le decíamos El Sucesor de Julio, que solo venía a verlo a él y seguía de largo con cara de decepción cuando me veía detrás del mostrador. Las horas pasaban ligeras y sin penas, como solían pasar en esos años. 
Julio solía darse una vuelta a mitad de la tarde, para ver cómo iban las cosas. Era un mago, aunque nunca me lo dijo. Su saber era claro y elevado; él te podía charlar de macrobiótica, de su quinta o de lo que fuera, y ya te dabas cuenta de que estaba en otro nivel. Tenía siempre tres o cuatro libros al costado de la heladera; yo sabía que estaba autorizada a leerlos porque Julio me había dicho que no eran secretos, aunque no iba a entender nada. Y era cierto. Unos libros imposibles, llenos de símbolos, esquemas y nombres de cosas en idiomas muertos. Cuando él se encontraba en el local con el Sucesor o cuando coincidía con el macumbero (jamás con los dos juntos) dos por tres me miraba con una luz diferente en los ojos y decía algo así como:
_ ¿No querés ir a pasear un ratito por 18? Media hora estaría bien.
Y yo me iba sin preguntar ni una palabra, en parte porque me sabía de más en esas constelaciones, en parte porque a los veinte años el cuerpo pedía algo más que dos metros cuadrados para caminar sin sentirse como un bicho enjaulado. Cuando volvía, Julio estaba solo. 

1 comentario:

  1. si! vamos! Un asesinato! Un tipo con antenas en el sotano! Me estoy preparando!

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