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martes, 17 de octubre de 2017

Preverano en Valizas






Valizas: mediodía. Dejamos atrás La Proa y sus precios astronómicos y nos dirigimos al pueblo a ver qué pinta, pero en octubre no pinta mucho. Terminamos en las monárquicas sillas del Rey de la Milanesa. La mía, de lentejas.
El dueño, cabe señalar, sigue teniendo los ojos verdes más impresionantes del mundo. No mucho más, pero en materia de ojos no le gana nadie. 
_ Hace años no se te veía por aquí- me dice. 
_ Es cierto. Desde que me quedé sin rancho vengo poco- le respondo, y pienso: además no como carne, y si comiera no vendría por tu reinado, pero no digo nada, porque hoy o es el Rey o La Proa, y Diana y yo no vinimos con ganas de pagar 370 por un plato de pescado. 
Un señor muy muy muy gordo nos ofrece rancho. Le decimos que ya tenemos,pero él igual viene hasta nuestra mesa; nos deja su teléfono y un plano de su casa, para otra vez. 
_Yo soy conocido- nos aclara sin que le preguntemos.- Salgo en Tiranos Temblad. Que nada te detenga, esa es mi frase. 
_ Sí, yo te conozco.- le digo. 
Era el Peteca. 
_ ¿Viste que soy famoso?
_ Sí. Te ubico. 
Se va contento, el Peteca. Y nosotras seguimos con las milangas reales.
El pueblo está lleno de gente. La playa parece casi veraniega; hay personas, perros y fósiles por todos lados. Patos negros. Dunas que parecen eternas aunque no lo sean. Ranchos a medio derrumbar.Miles de arañitas corriendo por la arena, y larguísimas telas de araña flotando contra el azul del cielo. Espuma, mucha espuma. Perros buscando alimentadores. Un conocido en la playa con una canasta vendiendo sandwiches integrales, tarta de zanahorias con chocolate, galletas de avena, tentador y delicioso. Pescadores con cañas y redes. Adolescentes en lo alto de la arena. Un flaco se baña al atardecer: cruza el arroyo a nado y después sube corriendo hasta lo alto de la duna; creemos que lo hace solo por presumir. Al costado, una parejita de barbudos hace un castillo de arena. Baja el sol en la tarde de Valizas. Es tiempo de volver al hostel.
En el camino, un amor breve pero intenso con un felino blanco y negro medio petisón, absolutamente querible y llevable, Supongo que tiene dueño; voy a investigar.
A la noche, conocidos en el hostel, en el super, en las calles. Caras que voy de a poco encajando en moldes hace tiempo olvidados. Suena la música en el hostel y en un boliche enfrente: este es un pueblo con solo dos cuadras de acción, y si uno quiere salir esta es LA zona.

De pronto miramos al cielo y ahogamos un grito. Las estrellas se nos vienen encima, y dan ganas de quedarse a la intemperie mirando para arriba, pero igual volvemos a nuestro hogar dulce hogar, donde nos esperan la cerveza, el licor de butiá, las pascualinas y los coquitos del Tío Pato. Y habrá que hacerles los honores.




Domingo de sol en Valizas pre feriado. 
Desayuno (delicioso) en el hostel, donde los perros tienen su propio espectáculo para disfrute de los turistas madrugadores. Cuando llegamos había tres cachorros, que ya fueron regalados. Ahora quedan tres perras adultas (Fabia, Flora, Fiona) y un cachorrito negro de ojos soñadores, que duerme la mayor parte del tiempo en un puff rojo, en el patio. 
Para hoy habíamos previsto ir al Cabo, y como la cosa lleva sus horas bajamos a la playa y cruzamos el arroyo temprano, a eso de las nueve. El botero nos avisó que solo aseguraba el regreso si volvíamos antes de las cinco y media. Después... Bueno, se supone que ellos saben cuánta gente fue y cuánta volvió, y capaz que nos podían esperar, pero su plan era irse cinco y media, y es justo que nos lo avisaran con tiempo. Al parecer el arroyo está bravo estos días, y dos por tres tienen que rescatar gente que arrastran las corrientes del medio. 
El sol estuvo amable pero potente durante toda la mañana, e iniciamos la caminata en medio de una ensenada vacía de humanos y repleta de aves, caracoles y cosas que me pedían a gritos que las llevara a Montevideo. 
El paisaje de las dunas y las orillas resulta impactante, no importa las veces que una lo haya recorrido. No hay foto que lo contenga; hay que estar ahí. 
Entre fotos, fósiles y admiraciones varias de rocas y playas se hizo el mediodía y aún no habíamos encarado la playa del Barco. Yo hacía rato que venía sintiendo una molestia en el pie derecho y la verdad es que a mi tendinitis no le iba a hacer nada bien una marcha de varios kilómetros sobre arena blanda y en pendiente, así que propuse la vuelta por razones etarias. Quiero decir, sanitarias. Y nos volvimos. 
Llegamos de nuevo al pueblo a las dos de la tarde. La Proa, que ayer habíamos abandonado por razones de precios poco valiceros, hoy se nos cruzó en el camino hambriento del regreso, y ahí anclamos. No fue una buena idea: la moza estaba desbordada de gente, había demasiado viento para la terraza abierta frente al mar y los buñuelos de algas estaban encharcados. 
De tarde fui hasta las Malvinas, zona de ranchos caídos, espumas amistosas y caracoles violeta. 
A la vuelta me crucé con Diana y nos fuimos a recorrer el pueblo por la zona del bañado, donde encontramos callejones y pasajes que yo nunca había visto, por una zona tan linda que me dieron ganas de tener un rancho de nuevo en Valizas. 
En cierto momento a mi amiga se le ocurrió ver cómo era un hostel que cruzamos medio se casualidad, y allá fuimos. El dueño resultó ser un cuarentón bastante volado, que nos contó doscientas cosas en diez minutos y reconoció que a los precios los fija según venga la mano con la temporada. 
_ No sé aún las tarifas... Y no acepto reservas. Prefiero mirar a la gente a la cara y ver si la dejo entrar a mi hostel, que es mi casa. Antes aceptaba a cualquiera que me pagara la noche, pero ahora no. Ya no me prostituyo más. 
Dejamos a Mister No Prostituto en su hogar dulce hogar y anduvimos de grandes compras por el pueblo, a saber: una empanada, pasta frola de dulce de leche, tarta de frutas, sandwiche de pan integral, galletitas de avena y canela, cerveza y una tabla de cocina. 
En el hostel, a la vuelta, caímos en las redes de un poderoso hechizo de sueño del cual emergimos cual bellas durmientes unas cuatro horas más tarde. Diana se despertó; yo habría seguido de largo, pero escuché su pregunta de: "¿vamos a ser bichos de nuevo, o nos integramos?" Y sí: había que integrarse. Estuvimos de charla, vino y cerveza hasta la una y pico. Bah, yo no estuve ni de asado ni de vino ni de cerveza: sanita la criatura, y encima vegetariana, pero sociable sí, un poco, de vez en cuando. Linda gente, la del hostel anoche, un rejunte de argentinos y uruguayos, montevideanos y valiceros, nuevos algunos, viejos conocidos, otros. 
Antes de dormir bajamos a la playa a ver si había noctilucas, y había. No fue una noche cargada de luz, pero las olas sí se veían luminosas, y la arena también. Arriba, el cielo estaba mejor que nunca, sin luna ni nubes. Solo la luz del faro del Cabo, con su intermitencia regular como un pulso. El pueblo a las dos ya estaba dormido y silencioso; los agites de octubre suelen ser tempraneros. 
Volvimos al hostel, a reanudar el sueñus interrumptus de la noche. 

La felicidad tiene cara de Valizas.




El domingo de tardecita iba caminando con mi amiga Diana por la calle principal de Valizas cuando vi venir a un flaco en bicicleta y sentí que se me iluminaba el alma. No era un ex ni un futuro ex, era un amigo al que no veía desde hace seis o siete años. Nos saludamos al pasar, charlamos dos minutos, dijimos de vernos más tarde. Yo al rato caí en un sueño de cinco horas y ya no salí del hostel, y quién sabe si él habrá andado en la vuelta. No importa, nada importa: mi amigo es una de esas personas a las que quiero más allá de verlo o no verlo. Cuando voy al pueblo paso por su casa todos los días y nunca llego, porque sé que si se tiene que dar nos vamos a cruzar, y si no queda para la próxima.
Hay pocas personas con las que tengo esa clase de conexión, cuatro o cinco, a lo sumo. Gente a la que dejo de ver por diez años y es como si habláramos a diario. Personas con las que me siento tan a gusto como si las conociera desde hace una eternidad, más allá de si son nuevas o viejas en mi vida, hombres o mujeres, sociables o bichitos. 
Hace unos días pensaba qué rara e inexplicable es la atracción por alguien que nos mueve el piso sin que podamos saber por qué; igual me pasa con algunos de mis amigos: con estos, los eternos episódicos.
Ahora sería bueno que lograra desarrollar una atracción momentánea hacia unos treinta escritos de quinto que me miran en silencio. Ellos saben que la última de las excusas para no encararlos es meterme en una crónica inmotivada y a cuenta de nada (o de casi nada), pero sé que también saben que a continuación los miro, largo un suspiro entre quejoso y resignado, y me entrego. 
Prepárate, Macbeth versión 2DA2: es contigo.

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