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miércoles, 10 de febrero de 2016

Media cuadra






MAÑANA DE DOMINGO

Una vez tuve que trabajar en un censo, y no fue fácil.
Yo tenía veintipico de años y me tocó cubrir una zona bastante pauperizada de mi barrio: media cuadra por una calle hasta el comienzo de un cantegril pequeñito, de una cuadra, que no me tocaba, y luego un trayecto similar por la paralela a la primera.
Comencé el censo con una incursión por la clase alta, porque los primeros encuestados eran los dueños de una curtiembre, que vivían en una hermosa casa al costado de la misma, donde mi tía Esther hacía limpiezas y donde había vivido un chiquilín de nuestra edad por el que se le iban los ojos a una de mis primas durante años y años, hasta que dejamos de verlo. Debe haberse mudado.
Hasta ahí, todo bien. Una amena charla con los integrantes de la familia, que me invitaron con refresco y se compadecieron de mi labor, aunque a mí  recorrer unas cuantas viviendas y hacer algunas preguntas no me parecía una tarea muy difícil que digamos.
La media cuadra desde la curtiembre hasta el inicio del cantegril tenía pocas casitas habitadas; todos fueron amables y de respuesta fácil a las muchas hojas del cuestionario de marras. Luego crucé el cantegril (que no sé a quién le había tocado) y empecé mi labor encuestadora por la otra calle.
Ahí se me complicaron un poco las cosas. No porque nadie me agrediera ni me mirara mal, al contrario. Es que el alma se me empezó a caer a pedacitos y no había forma de juntarlos y tapar los agujeros.
La primera casa en la que entré era un rejunte de habitaciones ensambladas con cualquier material y amontonadas seguramente a fuerza de ir agrandando la familia y meterse cada uno donde pudo y como fuera. Todos (incluyendo los perros) se reunieron alrededor de una mesa y con una gran dignidad me fueron respondiendo a cada pregunta, hasta un viejito de camisilla blanca y pantalones subidos hasta las axilas que a juzgar por la pinta debería pasar los cien años, aunque tenía muchos menos. Lo que me mató en esa ocasión fue que todos coincidieron en que menos mal que no me había tocado trabajar en el cantegril sino en una zona buena, porque allí había mucha pobreza y quién sabe si no me pasaba algo… El cantegril que quedaba a escasos cuatro metros de su puerta, con casitas iguales a las de ellos y también con viejitos centenarios, perros pulguientos y personas subsistiendo como mejor se pudiera, pero es que ellos estaban sobre la calle y sobre la calle ya es otra cosa, ¿viste?
En fin.
En la siguiente vivienda, en una habitación del fondo, vivía una chica con un enjambre de hijos, diría Martín Fierro. Me impresionó que cuando le pregunté (como parte de la rutina del censo) si había tenido alguno que hubiese muerto me dijo que sí, uno. Salimos de la zona de dolor a otra más neutra, la parte laboral:
_ ¿Trabajás?
_ Nooo… Antes, cuando era joven, sí, trabajaba, pero ahora ya no.
23 años, tenía la gurisa. Era menor que yo, que andaba por los 25, pero ya no era joven, según ella. Lo había sido.
Salí de ahí con un nudo en el estómago, pero me aguanté las ganas de llorar, porque el censo debía continuar.
Fui a otra casa. Una familia con aire triste: viejos, niños, mujer y un hombre de treinta y pico de años. La desolación en las caras de los adultos era palpable. Traté de ser lo más amable y rápida posible, para no ser otro problema más en un presente a todas luces complicado.
Le tocó el turno de ser preguntado al jefe de familia:
_ ¿Usted trabaja?
_ No. Es decir, trabajaba, pero esta semana me quedé sin laburo. Estaba como albañil en la empresa de Fulano, pero redujeron personal y terminé en la calle.
Yo no dije nada, pero tragué saliva y me aguanté la rabia: Fulano, el dueño de la empresa, estaba justo en esa semana saliendo con una de mis amigas, haciendo alarde de sus autos caros y su dinero a raudales, y aunque nunca llegué a conocerlo, desde ese momento, viendo los ojos bajos de ese padre de familia, me dieron ganas de esperarlo en la puerta de la casa de mi amiga un día que hubieran salido y cagarlo a trompadas por agrandado, por insensible y por un largo etc, en nombre de todas las familias destrozadas porque él prefería gastar la guita impresionando minitas y no alimentando niños con hambre y personas sin futuro.
Pero ese domingo mi rol era otro. Y seguí con el censo.
Caí en el hogar de dos viejitos que parecían estar a punto de desmayarse si una los soplaba. El señor demoró horas en abrirme, de tantos candados herrumbrados que tenía en el portón del frente. Él y su mujer vivían como en campaña, de espaldas a la ciudad, con sus canteros de verduras, en medio de la mayor austeridad y rodeados de montones de perros y gatos mimosos. Adorables.
Por último me tocaba el local enorme y vacío de la textil del barrio, una fábrica gigantesca que había cesado de producir en los años setenta y que yo suponía absolutamente desierta, pero no, porque allí vivían una mujer joven y su pequeña hija. Vivían en los espacios monstruosos y llenos de ecos de la fábrica, no en una casita al costado, sino en las instalaciones mismas donde otrora cientos de obreros se ganaban el jornal diario entre algodones y tintas de tejidos. La mujer estaba aterrada ante la posibilidad de que alguien del barrio llegara a enterarse de que vivía ahí, sola, y me hizo jurarle que nunca diría nada a nadie. Hoy la fábrica es un depósito de no sé qué empresa, lo que me exime de preocupaciones a la hora de escribir esto, pero durante décadas mantuve mi palabra y no abrí la boca, tal como lo ordenaba la ley y el don de gentes, la decencia, la prudencia y la solidaridad entre pares, que en este barrio todos comprendemos lo que es el peligro y todos (y especialmente todas) sabemos lo que es el miedo.
Terminé la jornada pasado el mediodía de ese domingo, llegué a casa y me acosté sin almorzar: tenía el estómago revuelto de dolor y de rabia. De impotencia.
Con el tiempo algunos de esos recuerdos se fueron borroneando, pero a veces las imágenes me asaltan en patota y solo puedo conjurar un poco la angustia pensando que desde entonces he hecho lo mejor que puedo desde mi rol de docente para ayudar a los que necesitan desesperadamente de la educación para no ser arrastrados por la corriente, para no ahogarse, para vivir, además de existir.
Pero es una tristeza difícil de conjurar. Solo un poco, a veces, de a ratos.

Y en eso estamos.

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