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martes, 25 de diciembre de 2012

Indecisión







Corrió todo lo que pudo. Sintió que el aire la abandonaba pero no paró hasta traspasar la puerta y cerrarla a sus espaldas. Ahora el peligro quedaba del otro lado. Miró las paredes del muro y concluyó que resistirían; no había fisuras ni zonas de fragilidad; veinte siglos no llegarían a desgastarlas. Estaba a salvo.
                Al principio escuchó atentamente hasta que confirmó que la puerta no iba a abrirse. Suspiró aliviada. La ventana entre ambos lados era pequeña, y ni manos ni miradas iban a atravesarla.
                Levantó la cabeza y comenzó a ver las construcciones a su alrededor. Recorrió jugueterías, parques de diversiones, cementerios y museos, hasta que el aburrimiento y los bostezos le empañaron la visión y se sentó sobre la hierba, donde de inmediato un impulso la llevó a levantarse. Pegó la oreja al muro; oyó puertas y ventanas abriéndose y volviendo a cerrarse a velocidad de miedo. Nada sorprendente, en todo caso, siempre era así del otro lado. Un mundo de vértigo y cambios, una carrera furiosa. Se apartó con desgano.
Tal vez le hubiera gustado animarse a seguir ahí.
Volvió a sentarse en la hierba y se quedó mirando la pared.
Que el Universo decida, se dijo al fin. Yo no puedo.
Y apagó la computadora.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Avenida Océano Atlántico, 832 (Capítulo 15)




Era ya febrero cuando retornamos al 832 Mónica, la Pacha y yo, en un día lluvioso. Esa noche fuimos al pueblo, donde un Apolo vernáculo cantaba como los dioses (“¡Ay, amor! Sin ti no entiendo el despertar...”), y a las tres de la mañana terminaron ellas comiendo polenta con queso en el rancho mientras yo entonaba canciones de Serrat subida a un banco junto a la mesada. Al otro día la lluvia seguía y sobre la tardecita me quedé sola, aunque ya los miedos estaban un poco domesticados y resistí la soledad sin mayores problemas.

Días después volvió la Pacha, con un chileno de lo más simpático. Después de una ardua labor de convencimiento en Montevideo ella había logrado que el Cali nos diera las llaves de su rancho en el Cabo, para donde partimos después del almuerzo. Había por entonces en él una sola habitación que hacía las veces de todo, con el confort más espartano, y ni siquiera tenía baño, es decir que uno debía ir al boliche más cercano o confiar en la oscuridad de la noche.
Hicimos playa en la Sur, al anochecer dormimos en unas colchonetas y en medio de la madrugada el silencio fue quebrado por un grito del chileno:
_ ¿Yo qué estoy haciendo acá?
Fue suficiente para despertar a la tropa, que terminó oyendo unos tambores en La Taberna del Lobo, como siempre.


A la vuelta en el 832 había varios amigos ya instalados, por aquello de que la llave quedaba a mano. Era el primer sábado de Carnaval y medio mundo acudía a su cita con Valizas o con el Cabo. Por la tarde llegó Laura con vituallas de Montevideo, porque el día siguiente era su cumpleaños y la madre la mandó bien pertrechada de comida, y también Adriana, quien tuvo a bien acompañarme a comprar bizcochos integrales a la panadería del Nórdico. No estaba él pero sí el otro rubio, uno alto y hermoso, con enormes ojos azules. Ya habíamos charlado alguna que otra cosa pero de noche nunca se lo veía, porque el agite no era lo suyo. Lo cierto es que los famosos bizcochos integrales le estaban cayendo pesadísimos a mi estómago, habituado a las galletitas brasileras rellenas de chocolate, pero una a veces tiene que sacrificarse en aras de intereses más elevados que el simple bienestar digestivo.


Esa semana hubo un par de días de sol y tranquilidad en el rancho, antes que un elemento distorsionador de la paz hiciera su aparición: el Pictionary, que nos entretuvo muchas horas, hasta que ardió Troya. Fue lo de siempre; se hace algo que otro cree que es trampa, empezamos con “¡no podés hacer eso!”, “a mí vos no me gritás”, “y vos no me chorriés”, cosas por el estilo. Me fui dando un portazo. Claro que no había llegado a pisar la orilla cuando me puse a reír, aunque no di vuelta en seguida porque la playa estaba preciosa, con millones de cosas para juntar. Demoré media hora en volver y entrar de cara larga, sin decir una palabra y ponerme a hacer el bolso para volver a Montevideo, onda las odio a todas, me voy. Pero soy una inútil, y a los diez segundos me fui del personaje.


El lunes por la noche salimos Adriana y yo, dejando a las hermanas sumidas en un dulce sueño. Oímos música en vivo en Malucos y encontramos un compañero del taller de escultura símil Nicolas Cage, autor de interesantes piezas de hierro. Con él fuimos hasta el Gaucho, donde descubrí que entre toneladas de polvo y en medio de un infierno de calor estaban todos los hombres interesantes del pueblo, incluyendo al de los bizcochos integrales, con quien me quedé largo rato afuera. Estaba abstraída del mundo a tal punto que ni cuenta me di cuando alguien descolgó del palo del techo mi precioso bucito Hering de color azul Francia y se lo llevó. Dios mío, ¿otra vez? Otra vez robada en el Gaucho. Igual no fue tan terrible; era un buzo viejo, solo que yo lo adoraba. Él me prestó su campera, y al día siguiente inventamos con Adriana que al ver que alguien se había robado mi buzo nos habíamos cobrado con el primer abrigo que encontramos. Lo preocupante fue que no solo nadie del rancho nos criticó sino que la única sorpresa fue que nos hubiéramos animado a hacerlo.

Hubo un recambio turístico, se fueron los que estaban, la Pacha y la Pato aparecieron de la nada, y también Carmen, compañera de la Escuela que venía por primera vez al Subliminal, el rancho de alta rotatividad. En cierto momento incluso pareció que teníamos un fantasma invitado, porque mientras Carmen estaba en el baño alguien le golpeó la puerta y no fue ninguna de nosotras, que estábamos adentro charlando. Nadie pudo convencerla de que no había sido una broma. Algunas empezamos a mirar para afuera con desconfianza. A eso de las ocho y pico me tiré hasta la panadería a devolverle la campera al muchacho pero no lo encontré hasta más tarde, cuando hablamos dos minutos, él se fue a acostar temprano y yo me quedé en el Gaucho tomando tres grappamiel al hilo y pensando que este, evidentemente, no era mi verano.


Poco a poco empecé a notar que ese hombre era tan lindo como complicado. Tenía 32 años y hacía tres que vivía solo en un rancho. Había tenido su época de consumo descontrolado, había pasado por un período de fervor religioso que lo llevó a ser de los constructores de la iglesia del pueblo, había sido granjero en Francia y panadero en Valizas. Era de esos seres que a todo le dan mil vueltas, que construyen o destruyen su mundo con palabras. Lástima que yo andaba solamente buscando un poco de feliz simplicidad veraniega.



A la noche siguiente no tenía ganas de salir y me quedé sola en el rancho, leyendo. Ya era de madrugada y me había dormido cuando alguien golpeó la puerta del fondo. Casi muero del susto; pensé que era el fantasma del día anterior. De todos modos saqué fuerzas de flaqueza, las suficientes como para preguntar:
_ ¿Quién es?
_ El asesino misterioso -me respondió una voz conocida, que me volvió el alma al cuerpo. 
Era el Correcaminos. Venía a avisarnos que su rancho había sido robado, seguramente por un loco que andaba suelto en el pueblo por esos días, porque el hecho era extraño. Alguien había tirado todos sus cassettes a la arena del frente, le había roto algunas cosas, pero no se llevó la plata que estaba a la vista. Ahí entendí quién había golpeado la puerta del baño a Carmen y me di cuenta de que ni loca me quedaba sola en el rancho. Como mi amigo se dirigía al pueblo a hacer la denuncia fui con él hasta el centro, donde me encontré con el resto de las Subliminales.


Después supe otras cosas del pobre loco de Valizas. Se decía que estaba escapado de un psiquiátrico y que los médicos lo habían andado buscando, mientras él alegremente se paseaba por la playa vestido con una pañoleta y la parte de arriba de una biquini. Había robado un tarro enorme de basura a la entrada de la playa para ir metiendo en su interior las propiedades de los bañistas que encontraba sobre en la arena: championes, lentes, bronceadores. Un día golpeó la puerta a Elimay a las seis de la mañana para pedirle un poco de leche para el botija (?) porque la vaca (?) se había despertado seca ese día y no daba nada. Nunca supe qué fue de él.


En cuanto al muchacho de la panadería, la cosa no tenía remedio. Hubo un par de encuentros y desencuentros, pero ahí faltaba piel y faltaba sangre. Y se terminó.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Cuento de la selva








El hombre pisó el freno tan fuerte como pudo ante el joven que cruzaba la calle concentrado en su celular, y en seguida sintió el golpe en la delantera del auto. Una niebla espesa lo envolvió por un segundo.
_ ¿Está bien, señor? Disculpe, no lo vi… _ dijo el muchacho, asomando por el agujero del parabrisas.
El hombre tuvo tiempo apenas para comprender que en su brusca maniobra había chocado contra una columna, y volvió a desmayarse.

La mujer había sentido el frenazo desde el patio del fondo, y supo lo que pasó sin necesidad de verlo. Salió corriendo a la esquina donde su hijo acababa de bajarse del ómnibus, y su grito terminó de despertar al hombre que parecía dormir sobre el volante. Él bajó del auto a los tropezones y esperó unos segundos hasta que el mundo dejara de girar. No había columna a la vista. Solo un bulto confuso debajo del auto y un desconocido que lo tomaba del hombro y lo alejaba con firmeza.
_ Mejor no mire, amigo. Ya no hay caso.

viernes, 7 de diciembre de 2012

Avenida Océano Atlántico, 832 (capítulo 14)





Una tarde, mientras paseaba por la playa con Cachirulo (nuevo perro temporal), divisé algo que llamó mi atención en un desvencijado rancho de las Malvinas, no muy lejos del mío. Tapando su pozo de agua estaba ni más ni menos que mi adorado acolchado verde, que había sido robado el año anterior. No había nadie en el lugar, así que lo saqué de ahí y me lo llevé a mi rancho. De camino le pregunté al muchacho de Contra Viento y Marea si sabía de quién era esa precaria construcción, y me dijo quién la había estado habitando últimamente: era Sarah Kay, la ladrona con aire angelical.
Llegué al 832 por el fondo, alborozada con la recuperación del acolchado, un poco sucio pero intacto.
_ ¡Horacio! ¡Mirá lo que encontré!_ le grité a mi amigo que descansaba sobre la arena, cerca del pozo.
Como no me dio mucho corte ("ah, qué bueno...") entré a contarle a Gabriel, a ver si lo conmovía un poco más mi historia. Ahí apareció Horacio, rojo como un tomate: había estado tomando sol desnudo, aunque yo, con la alegría del momento, ni me había dado cuenta.


Esa exposición en el fondo tuvo otras consecuencias para Horacio: cuando volvió a Montevideo se llevó consigo seis hermosos gusanitos de esos que dejan en la piel las moscas de Rocha, lo que hizo que se pasara contando que estaba embarazado, que era responsable de varias vidas en gestación y otras cosas igual de agradables.


El tercer día del año dormía yo feliz por la mañana cuando en medio de mis sueños confusamente fueron apareciendo la voz y la cara de Gabriel, que me hablaba no sé de qué cosas raras, hasta que desperté.
_ Che, Mariela, ¿vos no tenías un pozo de agua en el fondo?
_ Msé. ¿Eh?
_ Bueno, quería decirte que no lo tenés más. Lo tapó la duna.
_ Desapareció -clarificó las cosas Horacio- Se fue.
Me pareció que el día de los inocentes había pasado hace ya mucho, pero igual fui a ver qué broma habían tramado él y su amigote.
Pero no había broma. Ni pozo.
En una noche las dunas alrededor del rancho habían cambiado completamente de fisonomía. Junto a La Balconada se formó un gran declive, una depresión nueva del terreno. La arena que antes estaba allí ahora se amontonaba sobre el camino de tablas y el cadáver de mi pozo, cuya hilera superior de bloques apenas sobresalía del suelo. En su interior la cuerda azul y negra estaba enterrada en la arena, y del balde de latón cuatro metros más abajo, ni noticias. La duna se lo había devorado.
Como compensación la ventisca nos dejó muchos metros de arena limpia, suelta, un placer para caminar, tirarse al sol o incluso deslizarse en tabla por la bajadita, pero la rapidez del cambio nos hizo reflexionar sobre las posibilidades de supervivencia del 832 en este mundo de bases tan móviles como el viento.


Difícil, pero no imposible, fue la opinión de San Correcaminos cuando lo vio, pero luego lo examinó mejor y concluyó que sí, que era imposible. Hubiera resultado inútil intentar rescatarlo de su lecho de arena y había que hacer uno nuevo, tal vez más lejos del rancho, cerca del monte. Según él es muy fácil hallar agua en esta parte de Valizas, casi cualquier lugar sirve para pozo, así que lo mejor sería elegir un sitio que no estuviera muy cerca de la zona de corrimiento de las dunas.


Sandra llegó ese mediodía, y pronto la pusimos en antecedentes de las novedades del día y los problemas que se nos venían a ella y a mí, ya que Horacio y Gabriel pronto huyeron rumbo al Cabo, en su eterna búsqueda del agua y de las mujeres hermosas que dicen no encontrar en Valizas.


Al principio no nos preocupamos gran cosa. Pasamos el día en vueltas, decidiendo qué hacer, encargando los caños y esos menesteres. Siempre comprábamos agua para beber desde que yo me había enfermado y una jornada sin bañarse no le hace mal a nadie, pero el proceso de hacer un pozo es largo, así que al día siguiente tuvimos que buscar el líquido elemento necesario para la higiene por otro lado. Primero hicimos una recorrida evaluatoria por los ranchos vecinos. La Pajarera no contaba, ya que compartíamos la misma fuente de agua. La Balconada tenía su pozo seco. Contra Viento y Marea nos ofreció agua, pero no los conocíamos mucho y optamos por no aceptar. Terminamos en el rancho del Correcaminos, donde “no sale agua, sino Agua Salus”, según él. Ahí el pozo estaba bárbaro, pero tuvimos que luchar como media hora pues no teníamos embudo para pasar el líquido del balde al bidón y perdimos mucho más de lo que conservamos. Aquello era demasiado complicado y además nos quedaba lejos; había que encarar otro camino. El camino a Aguas Dulces.


Una vez allí, buscamos a varios conocidos que tenían rancho, pero la única persona que encontramos andaba con el mismo problema que nosotras. Yo ya estaba mirando con cariño una canilla en plena Gorlerito cuando se nos ocurrió lo de ir a bañarnos a un bar. Entramos al más grande, desierto a las cuatro de la tarde de un precioso día de sol, pedimos dos cafés y disimuladamente pasamos de a una al baño a realizar un rápido aseo y lavado de pelo. Un par de señoras nos miraron con cara rara al encontrarnos enjabonadas y en biquini, pero se ve que no dijeron nada, ya que nadie vino a echarnos del toilette. Al otro día estrenamos nuevo pozo. No dará Agua Salus y queda como diez metros más alejado, pero está bueno. 

Con el agua volvieron también los hombres del rancho, que mucha suerte en el Cabo no habían tenido.


Pronto partieron a Montevideo Gabriel y Horacio y quedamos solas Sandra y yo, entre rojas lunas llenas y partidos de conga. Una tarde caminamos de nuevo hasta Aguas Dulces. Volvimos justo a tiempo para ver cómo tres gurises encontraban una preciosa boya verde de vidrio, al lado mismo de donde habíamos pasado sin verla, y la llevaban hasta Valizas a patadas por la playa, generándonos vívidas imágenes de un posible triple adolescenticidio.
Un par de días después estábamos en la terminal, esperando por el Rutas del Sol de las siete de la tarde a Montevideo.

martes, 4 de diciembre de 2012

ELLOS





Hace una pausa que de ninguna manera puede ser casual, se retira el pelo de la cara, clava en mí los hermosos ojos y comienza a derramar su voz de locutor en mis oídos. Él es un sabio, un luchador comprometido con todas las nobles causas que sobre el planeta han sido, son y serán, un apóstol de la vida sana y el amor al prójimo. Qué sería de todos nosotros sin su labor en favor de la humanidad, me pregunto. Una débil vocecita interior me reprocha por haber sido tan fácil de deslumbrar a los veinte años, pero se calla enseguida, mientras dejo que las palabras me resbalen por la piel y terminen cayendo sobre la cabeza de mi gata, dormida y feliz ante el arrullo de tan dulces sonidos.

...............


            Me llama a las horas más dispares. Pretexta una eterna amistad en la que ni él mismo cree. Me invita a un boliche, a su casa, a reuniones con viejos amigos, al Este, a una estufa a leña en invierno y a un olor a mar en verano. Jura y perjura estar limpio de todo, un rato antes de caer en brazos del proveedor de turno y emerger de él desorbitado y despierto. Por temporadas mi amistad parece ser importante y luego se instalan pozos de silencio. Llevamos una vida de conocernos, lo suficiente como para que sepamos que de aquí no vamos a pasar. Lo demás es juego y solo juego.
Comienzo a pensar que es el hermano que nunca he tenido.

...............


            Su casa es más desordenada que la mía en sus peores momentos. Su vida, otro tanto. Del bolsillo del abrigo le asoma el último autito de colección que ha comprado para su hijo; tiene la gracia inmediata de los seres inteligentes y una simpatía capaz de poner a prueba cualquier distancia. Es un peluche que funciona a líneas y a alcohol. Se hace pasado sin haber llegado a ser presente.

...............


            Soy su fruto prohibido.
            Sabe que conmigo no.
            Pero.
            Pero.

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            Me lo cruzo en un cine y agradezco en el alma no tenerlo cerca. Camino detrás de él, miro su cabello encanecido y siento su perfume. Yo sabía que los años no iban a hacer más que mejorarlo; qué otra cosa hubieran hecho. Le debo más horas que a nadie en el polvoriento trámite de la búsqueda del olvido y por nada del mundo volvería a poner un pie cerca de sus pasos. Tantas horas pendientes de un teléfono. Tantos días de charla cada vez. El desafío de las palabras, la fiesta de la piel.
Salgo del cine y respiro aliviada. Ya no está en mi vida, y el mundo sigue andando.

...............


            Y está el que vive en la pantalla.
            El que insiste demasiado.
            El que no se anima.
            El que habita un universo paralelo.
            El peor amante.
            El invisible.
   El que carga con todas las manías que en el mundo han sido.
   El que no sé puede ser tal vez pero para qué.
   Todos caminando al filo de una telaraña con los hilos rotos, mirando sin querer ver, girando en las direcciones equivocadas.
No somos más que lo mismo.
Hojas, espuma, arena, hormiguitas, palabras, letras. Polvo. Nada.
Cuando termino de escribir y trato de desperezarme el cuello se me llena de crujidos. Es tiempo de hacer.
Afuera ha salido el sol y la vida está esperando.

domingo, 2 de diciembre de 2012

La señorita Rosario




Estuvo todo el día trabajando con gurises complicados y sin embargo está conmigo en medio de una multitud de veinteañeros, oyendo al Cuarteto de Nos y divirtiéndose de lo lindo. No recuerdo cuántos años tiene, pero varios más que yo seguro. Fue mi maestra en los últimos tres años de la escuela y hoy es mi amiga.
Mi amiga.
Se me llena la cara de orgullo y me brilla el alma cuando lo digo.

Conocí a Rosario en alguna reunión familiar en casa de tía Marina; una más de las innumerables primas de mi vieja, todas más o menos parecidas a simple vista. Años después ella me lo recordó, cuando empecé las clases en cuarto año y vi que la “señorita” que me había tocado era una petisa muy joven, de pelo negro y sonrisa imborrable. A partir de ahí y hasta que dejé la Escuela 55 desapareció mi nombre de la memoria de algunos de los compañeros y pasé a ser “la primita”. No importaba que fuéramos parientes lejanísimas y que yo ni la ubicara de antes; era la primita de la maestra y hubo que asumirlo.
Fue complicada la 55. 800 niños de Jardines del Hipódromo no son moco de pavo. Había que andar con mucho ojo en los recreos, escapar heroicamente de las proposiciones a peleas cotidianas, estar siempre atento a no acercarse demasiado a la cabeza de nadie, evitar el campito del fondo y tener siempre a alguna maestra cerca, por las dudas. Para ellas también la 55 era difícil pero por diferente motivo. Años después me enteré de que la directora insoportable que nos tenía aterrorizados con sus gritos y rezongos era además la espada de Damocles sobre las cabezas varias maestras. Era bravo ser de las personas que se animaban a pensar por su cuenta en esa década del 70 donde las repentinas ausencias de algunos adultos no resultaban nada fáciles de explicar a los niños que preguntaban por ellos.

            Con los años (y no por casualidad) terminé siendo docente. Con Rosario nos seguimos viendo de vez en cuando en encuentros casuales en un ómnibus, en un velorio o en visitas espaciadas. Fui como payasa a animar el cumpleaños de alguno de sus tres hijos, tuve como alumna a la del medio cuando se me ocurrió estudiar Idioma Español, trabajé en el liceo pegado a la escuela de la cual fue Secretaria mucho tiempo, hasta que la Curva de Maroñas no le pareció lo suficientemente complicada y se fue para el Borro, con lo que comenzamos a cruzarnos menos. Una vez le robé varias fotos de mis grupos de la escuela y nunca se las devolví. Por años le copié la letra, que después terminé deformando hasta llegar al horror difícilmente inteligible del presente. De todos modos, ese fue un problema menor cuando llegaron los mails y la comunicación entre nosotras empezó a reflotarse con mayor asiduidad.

            Hoy, que somos adultas y hemos pasado por algunas experiencias de vida similares, podemos charlar de todo a calzón quitado y descubro que no solo su luz sigue estando alrededor de mis pasos sino que los años no le han dejado ni la menor fisura. Lejos del carácter amargo o ácido de seres menos luminosos, lejos de la bondad bobalicona y sin fundamento de otros, lejos de las aspiraciones a lo confortable y tranquilo de la mayoría de nosotros, los mortales, ella opta por trabajar con los chiquilines de la Berro, por organizarles inolvidables fiestas de fin de año y sacar lo mejor de cada uno, tal como hacía con nosotros, los hijos de los trabajadores de la 55.

            La cerveza y la grappamiel en La Tortuguita duran mucho menos que la charla y las risas. Tenemos en común una familia, un pasado, una vocación. Hablo con ella de Melo o de la Berro y se me cruzan imágenes de bancos, pizarrones y tubos de ensayo, de la colecta cada mes para pagarle a la viejita que hacía las copias a mimeógrafo, del hijo de la directora con el que todas moríamos unánimemente en sexto año, del paseo a Lavalleja, del día en que mi prima Elizabeth me dejó un ojo negro sin querer jugando a las escondidas y tuve que pasar toda la tarde en la Dirección, de mi viejo yendo a llevarme y traerme cada día, de los odiados dos timbres al final del recreo, de mi eterno resfriado de toda la infancia y de mi inseparable amiga Mirian, la gordita.

            El 103, como siempre, viene apenas llegamos a la parada. Nos despedimos con una promesa de pronto reencuentro que sabemos que no se queda en palabras.

            Llego a mi casa flotando, y les cuento a mis gatas la verdad: que el 5 de oro lo saqué a los 9 años, cuando entré a cuarto de escuela y me tocó con la señorita Rosario.

sábado, 24 de noviembre de 2012

PALABRA





El verano comienza con el primer cascarudo que patalea de espaldas en la vereda y termina con ofertas de cuadernos y lapiceras. En el medio, luz, arena, bronceador, pies descalzos y mosquitos descontrolados. Un tiempo tan fugaz y cambiante como los amores que engendra, me digo, mientras miro de reojo el almanaque y comienzo a armar mi coraza.
Confiá en mí, corazón.
Este verano prometo defenderte.

lunes, 19 de noviembre de 2012

Percepción





Helena abre los ojos y mira el celular junto a su almohada. Es el tercer mensaje del día que se niega a leer. No, no quiere ir a la playa. No quiere un heladito en la rambla. No quiere merendar en el Shopping. Si solo la dejaran en paz. Si sus padres y el profe de Biología y la nutricionista y todos entendieran... 
Cada año es lo mismo: en invierno, con un buzo grande de lana y un jogging abrigado nadie lo nota, pero ahora… No puede salir así a la calle, ni soñarlo, imposible. Una bola de grasa, eso es lo que es. Cierto que la balanza marca cuarenta kilos, pero qué importan los números. Si come un bocado más saldrá rodando por el pasillo y eso ella no va a permitirlo.
Helena toma un sorbo de agua de la botella en la mesa de luz, silencia el teléfono y vuelve a cerrar los ojos.

domingo, 18 de noviembre de 2012

Avenida Océano Atlántico, 832 (capítulo 13)




Una de mis amigas más cercanas, que se moría por pasar unos días en el rancho y no encontraba con quién ir, era Anita, ya que por su trabajo en Punta del Este no podía nunca viajar en verano. De todos modos siempre tenía mucho tiempo libre entre semana de abril a noviembre, así que un buen día se armó de valor y se fue sola a Valizas. 


Pensó tomar el Rutas del Sol de las diez de la mañana pero entre una cosa y otra terminó saliendo de Tres Cruces a las tres de la tarde. Este no es un dato menor: si uno se va en ese ómnibus llega a las ocho, lo cual en primavera significa que está oscuro, no hay un alma en el pueblo y el camino se hace en medio de la soledad y el silencio. Nadie recorre las calles, no hay una luz en los ranchitos de la playa, ni siquiera se ven las luces de Aguas Dulces a lo lejos. Hay que caminar y caminar, sin pensarlo mucho, hasta que uno ve la familiar silueta del 832 recortada contra el cielo.
Y eso hizo.


Antes de entrar al rancho ya vio Anita algo que la dejó preocupada: había luz en el palafito del costado, en La Pajarera. Tal vez acostumbrada a mis paranoias habituales, de inmediato concluyó que los habitantes del rancho de al lado serían ladrones, así que lo mejor para ella iba a ser hacerse invisible. Entró al rancho, cerró despacio la puerta y se dispuso a dormir sin encender siquiera una vela. Debió ser un cuadro memorable, con ruido de viento y de mar, crujidos indeterminables, sombras confusas que se deslizan por las paredes y todo quieto, al acecho. Aunque en verdad la situación fue aún peor. Anita encontró los colchones que dejábamos apilados en el entrepiso bastante humedecidos y medio olorosos, necesitados de un rato de sol, por lo que los descartó. Intentó hacerse una colchoneta con las frazadas pero al abrir el baúl de madera se topó con un ratón muerto en su interior y ya no quiso indagar más: se tiró directamente sobre la madera de la cama y tapada con su campera de jean aguardó pacientemente a que llegara el alba. Eso demoraría un buen rato, porque cuando después de una eternidad miró el reloj recién eran las nueve de la noche.


El día siguiente amaneció radiante, pero para entonces Anita no quería saber más nada de Valizas. Hizo un poco de playa hasta el mediodía, regresó a Montevideo en el primer ómnibus de la tarde y nunca me volvió a pedir el rancho prestado.


Apenas pasada Navidad aparecimos por el 832 Paola, la Pacha y yo. Para variar alguien había entrado, teníamos dos vidrios y un postigón roto, pero no faltaba gran cosa. Lo más importante de lo robado era el acolchado verde que yo usaba siempre porque era el más prolijo. Igual el robo no nos afectó gran cosa porque el día era radiante, el mar estaba absolutamente verde y al atardecer pasó el Nórdico por la orilla del agua cabalgando en un caballo blanco cual spot publicitario de Visite Valizas, con una bermuda de jean desflecada, rulos al viento y problema odontológico invisible por la distancia. Qué imagen. Con sombrero de paja y todo. 


Gabriel, Horacio y Mónica se nos agregaron al día siguiente. Formamos un grupo muy afín, que dedicó la mayor parte del tiempo a decorar el rancho con cuadros y caracoles. Las paredes quedaron tapadas de obras de arte. También le pusimos al rancho su bandera, que había llevado la Pacha: amarilla y con una gran “S” roja por el nombre que le habíamos puesto: Subliminal. Como corresponde fue izada en medio de una ceremonia, sobre un improvisado mástil de tacuara que encontramos y aseguramos contra el viento lo mejor que pudimos.


Ya sobre los últimos días del año se nos unió un nuevo invitado, que se quedó solo una noche. Llegó en su ruidosa moto el viernes 29, y el chiste fácil a partir de ahí fue afirmar que yo estaba posando desde que apareció, lo cual no era cierto. Bueno, casi. 

Esa noche no quisimos salir; a cambio Gabriel y Horacio nos brindaron una improvisada función de radioteatro de sombras a la luz de las velas desde el entrepiso, que fue muy aplaudida, pese a que todos los capítulos empezaban y terminaban igual.


Al día siguiente fuimos al Cabo, que estaba lleno de caracoles, lobos y escombros. El Intendente se había mandado una acción medio sorpresiva semanas atrás y las topadoras habían tirado como quince ranchos, pero nadie recogió sus restos por unos cuantos meses. Volvimos al 832 esa misma tarde, después de buscar inútilmente quien nos alquilara casa por un día, visto que el Cali no captaba nuestras indirectas de que nos invitara a quedarnos en la suya.


Pasé fin de año en Valizas con Horacio y Gabriel. Cenamos opíparamente en La Proa, vimos un espectáculo tremendo de fuegos artificiales pagado por el Francés y terminamos la noche hablando como una hora de dormitorio a dormitorio, en plena oscuridad. Por primera vez tenía cada uno de ellos su habitación en el entrepiso, y mi lugar fijo desde mucho tiempo atrás era la cama de la planta baja, junto a la ventana que daba para el pueblo.


Y así arrancó 1996.

martes, 23 de octubre de 2012

UNA HISTORIA QUE MARCÓ MI VIDA


 
          

DUDA



Enterarme de que los Reyes eran los padres no significó un trauma para mí, que ya me había dado cuenta.
El primer día de escuela, en vez de llorar como los otros niños, yo estaba chocho con liberarme de la soledad de hijo único y primer nieto.
Años después hubo un beso de debutante en cumpleaños de quince pero no fue como en las películas.
De cuando me recibí solo recuerdo que llovía y tenía hambre. Por ahí debe andar el diploma.
Mi casamiento fue tan feliz como mi divorcio. Quizá un poco más.
Y eso es todo.

A veces pienso si no andaré por la vida sin haberla empezado a estrenar.

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ANTES DEL ANOCHECER




Era la tarde gris de un sábado de mayo. La película llevaba ya hora y pico y todo hacía suponer que la parejita de jóvenes que se conoció esa noche en el tren europeo seguiría siempre unida contra viento y marea. Mi novio me apretaba la mano como asumiendo que tendríamos igual destino y yo asistía emocionada a la felicidad propia y ajena, cuando de repente ya no estaba en el cine sino en mi rancho de Valizas, presa de una tristeza negra que me empezó a gotear cataratas de lágrimas sobre la remera azul. Veía mis muebles, las ventanas, la mesada, oía el mar y lloraba, lloraba en silencio, mientras la pareja en la pantalla sonreía y se juraba amor eterno. Aquello era de locos. Menos mal que mi novio no se daba cuenta de nada, porque no quería asustarlo tan pronto.
Dos horas más tarde me enteraba del viaje irreversible de mi rancho mar adentro, ese sábado, a las seis y cuarto de la tarde.

No volví a desconfiar de mi llanto, y ese novio me duró dos semanas.

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GÉNESIS




No lo mires, me dijeron, no lo escuches ni te atrevas a tocarlo, que lleva el fuego en los dedos, en la voz y en la mirada.
Pero nunca fui buena obedeciendo y acá estoy, buscando un rincón en la tierra donde sentarme a llorar.



viernes, 19 de octubre de 2012

LOS VIEJOS






Debe haber sido una mujer hermosa, pienso, mientras miro su cara cubierta de arrugas y sus ojos opacos que no saben adónde encaminarse. Acababa de llegar penosamente desde el baño. Volver a sentarse a su mesa le costó sus buenos minutos, mientras se tomaba del borde de la silla e iba escogiendo minuciosamente cada movimiento para no perder el equilibrio. Flaca y alta, de unos setenta, cubierta la cabeza de unos mechones blancos que denunciaban su abandono, pálida y débil como la que más.
La voz de mi amiga cortó por un momento mi contemplación de la anciana de la mesa de enfrente. Se dirigía al mozo.
_ Ah… Me trajiste la grappamiel doble…
_ Sí. Como no me aclaraste pensé que la querías como la primera.
_ Bueno, es igual, no te preocupes. Se toma rápido.
Él ya se estaba yendo cuando pareció cambiar de idea y se acercó a nosotras con actitud de complicidad, para largarnos un discurso que tenía aspecto de muy enunciado y poco recibido:
_ Yo de alcohol no sé nada porque no bebo ni una gota. Y tampoco fumo. Soy una persona de vida absolutamente sana. Hago ejercicio todos los días y así me mantengo en forma. ¿Ustedes qué edad creen que tengo?
Nos miramos, descolocadas. Habíamos venido por una horita a este bar de estudiantes a charlar un poco de nuestras vidas y ahora este veterano nos enredaba en acertijos etáreos de difícil solución. Yo pensé que andaría por los sesenta y pico, pero juzgué prudente no decir nada. Seguro que él esperaba que arriesgáramos un “cincuenta”, pero no me iba a salir de modo creíble. Cuando se convenció de que no diríamos palabra continuó:
_Tengo sesenta y cinco años. Y parezco mucho menos. ¿Ven al mozo aquel, el que está atrás del mostrador, el canoso? Tiene cincuenta y uno, y todos le dan más que a mí.
Qué bonito, agrandarse quemando la edad ajena, pensamos. En verdad el otro parecía de sesenta y pico, pero no era para andar pregonándolo a las primeras clientas que se le cruzaran en esa noche de octubre.
_¡Y además me encantan las mujeres!_ agregó intempestivamente el hombre, antes de lanzarnos una mirada de inteligencia y retirarse a servir a otros parroquianos.
Mi amiga y yo largamos la risa y lo comentamos divertidas un buen rato, hasta que retomamos el hilo de la charla sobre el trabajo, los posibles estudios de posgrado, los kilos de más y las vacaciones que debíamos solucionar de una vez por todas en estos días.
En cierto momento de silencio, muzzarella de por medio, volví mis ojos a la anciana del pelo blanco. Estaba haciendo evidentes esfuerzos por fingir que leía un libro, mientras el bar se  iba llenando de voces de veinteañeros que llegaban de la Facultad de enfrente y de un par de chantas que se acodaban a la barra hablando a los gritos para marcar su presencia. No llegué a ver de qué obra se trataba pero sí me fijé en sus manos. Llevaba puestas dos alianzas en el mismo dedo.
En ese momento una tristeza honda como un mar de lágrimas me sacó por un rato de la charla, del bar y de la noche. Alguna vez tuvo ilusiones, pensé. Una marido, tal vez un par de niños. Capaz que fue o es una hija de puta de esas a las que odian con razón quienes las conocen bien, capaz que su soledad no es gratuita sino bien merecida, pero seguro que en alguna etapa de la vida tuvo un alma limpia, unos ojos francos y unos planes de futuro bien distintos de esta mesa solitaria y este libro que no se deja leer.
La vieja cerró el libro y comenzó su lenta salida del boliche, apoyada en un bastón oscuro. Yo no pude mirarla más, o me ponía a llorar y arruinaba el encuentro con mi amiga. Pasó a mi lado sin mirarme y de a poquito se fue perdiendo en la noche.
Qué será de mí a su edad. No podía evitar pensarlo.
Comparé mentalmente a los dos viejos del bar con mis padres septuagenarios, con los que el domingo pasado hicimos una excursión por las barrancas de la Laguna Merín buscando restos indígenas.
Tal vez cada uno tiene la vida que se merece.
Pero tal vez no.
Volví a casa con un nudo en el alma y me pasé como dos horas oyendo canciones tristes, hasta que el sueño se apiadó de mí y logré cerrar los ojos.

sábado, 13 de octubre de 2012

Avenida Océano Atlántico, 832 (capítulo 12)




La semana de Turismo de 1995 constó sobre todo de días pasados por agua, con el rancho inundado e incluso con el camino al pueblo por la playa cortado en algunos sitios. Había ido a Valizas con Miguel y hubo un mediodía que de tanta lluvia no nos animamos a volver al rancho después del almuerzo en Doña Bella y nos quedamos como una hora en su patio techado jugando a la conga por plata, juego en el que ambos éramos tan obsesivos como malos perdedores. En esos días comprobamos lo que ya me había dicho alguien: el mar cada año crece un poco más, y la barranca frente al rancho, que no existía cuando lo conocí, tenía ahora como un metro de altura. 


A mitad de semana fuimos al Cabo, a ver si la cosa estaba un poco mejor. En el camino, al cruzar el arroyo en el bote de Rochita, Miguel se quiso hacer el vivo e ir parado oteando el horizonte cual intrépido navegante de procelosos mares. Conclusión: perdió el equilibrio, se me cayó encima y me dejó un diente medio hundido, que me valió un posterior tratamiento de conductos. Sin comentarios.

Excepto por ese detalle, la salida estuvo impecable. La playa estaba llena de estrellas de mar y junté unas cuantas, que olían horrible. De noche pintó un festival de teatro y capoeira en la playa Sur, escuchamos la lectura de varios cuentos en “Duendes” y terminé durmiendo con los championes puestos en la primera cama del rancho de la hermana de Miguel que encontré libre. 


Nuestros perros del verano no nos acompañaron esta vez. Barbi pasó por la playa, ya adoptado por otro grupo humano y tuvo la delicadeza de subir corriendo hasta el rancho a saludarnos, pero no se quedó. A Roberto no lo vimos más.

Volvimos a Montevideo el último domingo, jugando a las cartas todo el camino. Era mi cumpleaños, pero ni eso me salvó de la terrible humillación de perder por conga un partido en el que yo iba menos uno y él cien. Creo que eso determinó más que nada el final de la historia.
Cuando llegamos a casa mis padres se habían ido a Ñangapiré, así que la heladera estaba vacía. Ya era muy tarde para ir al Disco; me entró una especie de depresión de cumpleaños sin amigas y sin comida, hasta que al rato tocaron el timbre Laura, Analía y la Pacha, que cayeron de sorpresa con comestibles y Coca Cola.
Y así empecé los 28.




Con mi madre y mi amiga Anita hicimos una fugaz incursión en Valizas en las siguientes vacaciones de julio por dos días, en los cuales (para variar) el tiempo estuvo nublado y lluvioso.
Una de esas tardes venía de vuelta del Súper Barrios cuando vi a alguien que venía corriendo hacia mí. Era alguien a quien había buscado por cada calle y cada esquina del pueblo desde que llegáramos: era Barbi. De atropellados nos fuimos a saludar a toda velocidad y nos dimos terrible cabezazo. Nos hicimos muchas fiestas y mimos, hasta que vino la nueva dueña, una porteña que se había quedado a vivir en Valizas, pensando mudarse pronto al Cabo. Creyó que era mío y vino contenta a devolvérmelo, pero pronto la desilusioné: yo no podía llevármelo, no solo porque andaba en ómnibus sino porque ya había en casa dos perros vagabundos, que bastantes líos nos causaban. De todos modos, la muchacha parecía buena gente y supongo que se quedaría con él, pero nunca más volví a encontrarlo.


Ahí supimos que el Poseidón había sido arrastrado por el mar igual que el Buteco, el boliche de Mandrake Wolf donde se vendían bebidas y choclos y estaba abierto solo las noches lindas, como rezaba su cartel. Hay en la playa nuevas barrancas por todos lados, tiemblo con cada tormenta y (por si fuera poco estrés) también paso pendiente de los diarios por si la Intendencia de Rocha decide hacer algo con todas las construcciones levantadas (como la mía) en terrenos fiscales. Son muchos miedos para manejar, y lo peor es cuando en Montevideo le cuento a alguien del rancho y me pregunta con cara de desconcierto: “¿y para qué te gastaste la plata en algo que te lo tiran en cualquier momento?”.


Hace como un mes estaba en lo de mi dentista con la boca abierta y la orden estricta de no cerrarla cuando él se pone a hablar con la esposa y su asistente, mampara de por medio, acerca de un temporal horrible que hubo por las costas de Rocha en el que el mar se llevó muchos ranchos, una cosa espantosa. Casi muero intentando que me miraran para preguntar con los ojos más detalles, pero ellos dale que dale con la tragedia y qué horrible, pobre la gente que tenía ranchos por ahí, te das cuenta, pierden todo, todo, todo. Hasta que empezaron a reírse: era una broma.


El siguiente fin de semana largo en que aparecí por Valizas fue el del doce de octubre, con dos compañeras de Bellas Artes. Íbamos a llegar de noche, lo cual no es una experiencia recomendable ya que uno no sabe si no va a encontrar un intruso, una ventana rota o una puerta abierta, pero esta vez estaba todo en orden.


A la mañana se impuso una caminata hasta la gran duna blanca, sitio de descubrimiento ritual al que llevo a cada nuevo invitado. El aire estaba más puro que nunca, no había viento y el ambiente parecía cargado de la paz, la energía y el silencio del invierno. Mónica se puso a hacer ejercicios de yoga al borde del barranco, mientras ambas Marielas nos dedicábamos a un trabajo de relajación, cada una en lo suyo. Yo andaba metida en la lectura de un libro de Castaneda y tal vez por eso me concentré en “ver” como dice él, en percibir lo que no vemos, acceder a otro nivel de conciencia a la vez que se detiene el fluir de los pensamientos y se trata de dejar la mente en blanco. Desenfoqué los ojos y traté de no pensar, mientras aguardaba a que cualquier poder que hubiese en la zona se contactase conmigo o se manifestara de alguna manera. Sentí todo el tiempo que algo estaba a punto de pasar, a la vez que ante mis ojos el entorno se teñía de un uniforme color rojizo. De pronto, escuché un horrible grito de mujer en el monte, como de película de terror. No sé por qué pero no me preocupó y seguí con lo mío, como sabiendo que el grito no respondía a una situación del aquí y ahora. Más tarde, al comentarlo con mis amigas, resultó que Mariela también vio cómo el paisaje se enrojecía y escuchó el grito pero no así Mónica, que estaba a dos metros de distancia. Por otro lado, durante el tiempo de su concentración, Mariela había tenido fija en la mente la cara de una mujer joven y desconocida. Ahí, medio impresionada con lo ocurrido, nos contó una experiencia suya de tiempo atrás en que junto a unas amigas estaban jugando al juego de la copa cuando a ella se le apareció mentalmente la imagen de un hombre, lo comentó a sus amigas describiéndolo y la dueña de casa creyó saber de quién se trataba. Trajo un álbum de fotos y, sí, ahí estaba el hombre. Era el abuelo de esa chica, muerto allí mismo hacía poco tiempo.
La historia terminó por ponernos los pelos de punta.


Un poco después, tras caminar y sacar algunas fotos, pegamos la vuelta. Nos obsesionaba la idea de que habíamos tenido “contacto” con el espíritu de una mujer asesinada y enterrada en la duna, cosa nada improbable, especialmente si recordábamos que esa era una zona cargada de misterio para la gente del pueblo. Claro que éramos conscientes de estar haciendo un pastiche de viejas historias de fantasmas, incluyendo la leyenda de la playita de “La Encantada”, que dice que una mujer joven suele cruzarse con los caminantes y pedirles venganza por su muerte. Una de mis amigas (ya en el delirio más absoluto) dijo "saber" que el nombre de la mujer cuyo grito escuchamos empezaba con R, ante lo cual yo empecé a tantear: Rita, Rosita, Rosario. ¡Rosario! Las dos sintieron algo especial al oír ese nombre, así que decidimos que habíamos acertado. El grito había venido de Rosario, la mujer de la duna blanca.


El mismo día por la tarde llegó el elemento masculino al rancho: Horacio, Gabriel y el Negro Alejandro. Nosotras habíamos decidido no contarles nada de Rosario para no transformar la cosa en objeto de bromas, y preferimos no acompañarlos cuando hicieron su caminata hacia la duna, pero no pudimos menos de sorprendernos y revelarles todo cuando al llegar nos contaron que se pasaron hablando de lo fácil que sería matar a una mujer y enterrarla en ese lugar, donde nadie jamás va a hacer una excavación, donde el viento borra las huellas antes aún de que uno termine de irse.


Último dato: en una de las fotos de la duna que sacamos el día de Rosario mi imagen aparece claramente acompañada por una silueta humana, un contorno que marca un cambio en la coloración de la foto y que no coincide con mi propia forma. Hay quienes la ven y también hay quienes dicen que es un problema del rollo, o una entrada de luz. Pero ahí está.





El sábado de mañana hubo caminata hasta el Cabo. Gabriel quiso quedarse en el rancho y se aburrió toda la tarde, pero los demás nos abrigamos como para el polo y allá fuimos. 
Todo anduvo bien al principio. Encontramos una especie de marco de puerta parado en la arena que transformamos en un portal mágico, poco antes de que Horacio se convirtiera en gaviota y nos diera mil vueltas gritando y moviendo las alas. Sacamos fotos, escalamos la duna, jugamos. Lo que no fue en absoluto  habitual fue la tormenta de arena que nos agarró en plena playa del barco. Tuvimos que vestirnos hasta no dejar ni un resquicio de piel al descubierto, porque la arena nos golpeaba furiosamente, al extremo de dolernos. Así, con pareos en la cabeza, medias, lentes, seguimos camino con el viento en contra, cual grupo de beduinos de una mala película buscando afanosamente la Gran Caravana que nos protegiera. Yo sentía que el viento me había desgastado los dientes, que estaban raros al tacto con la lengua, pero era solo que tenía la boca llena de arena, como comprobaría más tarde frente a un espejo. Como compensación encontré unos enormes caracoles y muchos huesos de lobo desparramados, blanquísimos. O sea que yo no iba a volar con el viento, porque llevaba una buena carga de lastre adicional.
Por fin llegamos al Cabo. Hasta mis rulos habían desaparecido con el viento; juro que cuando me miré en el espejo tenía el pelo lacio. Hicimos un excelente almuerzo, tomamos sol en el patio de una de las posadas, protegido y con vista al mar, y pegamos la vuelta, pero esta vez en jeep, porque el viento era cada vez más fuerte.


Al otro día el viaje fue menos aventurero y menos interesante.
Estábamos volviendo a Montevideo.

lunes, 8 de octubre de 2012

EL ARQUITECTO




Un día pensó que si otros han construido sus castillos con piedras, tierras y montañas él bien podría hacer el suyo con palabras.
 Unas cuantas esdrújulas de fuerte sonoridad oficiaron de cimientos, y cuando la estructura demostró su firmeza escogió cuidadosamente las que irían en la fachada delantera. Después de encajarlas como mejor pudo estuvo un buen rato lustrándolas y realizando pequeños cambios de último momento para que los colores y las texturas no resultaran discordantes. Puso las más duras como puerta y dejó las sutiles para ventanas y claraboyas. Un ajedrez de monosílabos ofició de piso, al tiempo que para el techo prefirió un buen cuerpo de arcaísmos curtidos y de resistencia probada a lo largo de los siglos. En las paredes colgó términos extranjeros, como detalle curioso para que se entretuvieran las visitas mientras hacían su recorrida inicial por la residencia. Como rasgo de cortesía hubo palabras románticas en una bandeja apoyada en la mesita ratona junto a la entrada y también vocablos de otros, colgando plácidamente del perchero por si acaso eran necesarios en alguna fría noche sin luna.
Terminada su tarea desplegó frente a sí un papel en blanco, y se dispuso a esperar.

sábado, 29 de septiembre de 2012

PUZZLE DE AGUA DULCE





Había una vez una ciudad.
Llegamos a Colonia a media mañana; el día ya se perfilaba luminoso y cálido. El primer recorrido por la parte histórica bastó para que recordáramos por qué amamos a este lugar, y más aún cuando enfilamos hacia el muelle de los yates donde la regata que tendría lugar al otro día ya estaba a pleno con los preparativos. Aquello era un paisaje bucólico y soñador de barcos meciéndose, agua tranquila, paseantes a la orilla del río y ritmos lentos para cada palabra y cada movimiento.
Se nos ocurrió que era mejor no almorzar en la zona más turística, donde ya habíamos sido invitadas con queso fresco y una copa de vino, y nos instalamos en una parrillada del centro, sobre la vereda.
Craso error:
* Demoraron en atendernos.
* El mozo era medio lelo y dejó seguramente las huellas de todos sus dedos en los cubiertos al traerlos.
* Mis ravioles eran ocho.
* El ambiente era el de un Mc Donalds al mediodía.
* Había un payaso autodenominado Carqueja.
* A los niños no le daban una Cajita Feliz pero sí la Casita de Carqueja.
Nunca más.


Había una vez un gliptodonte.
A la tarde iniciamos la habitual ronda de museos, empezando por el municipal, donde otra vez morí de envidia al ver los gliptodontes enteros que tienen en el piso de arriba y las boleadoras y puntas de flecha expuestas sin demasiado orden ni concierto. Respeté la norma de no sacar fotos, a duras penas. Ambas nos horrorizamos por igual ante un cáliz hecho con decenas de huevos de aves diversas, punto inalcanzable de la bizarrez autóctona, obra de alguna señora de estanciero que resultó galardonada incluso por semejante adefesio. Charlamos un poco con la encargada, quien ante mi pregunta por las placas de gliptodonte que se venden en el hall de entrada confirmó mi sospecha de que eran auténticas. Se ve que de la prohibición de comerciar con fósiles que rige para el resto del país por acá no se tiene noticia.


Había una vez un desfile.
Los colonienses deben ser gente que vive para las competencias. Hace dos semanas, con Cecilia, caímos de pronto en un desfile escolar en Colonia Valdense que abarcaba gente con trajes típicos y disfraces varios y terminaba en el gimnasio del liceo para un encuentro entre escuelas de los pueblos de la zona. Ahora, con Roxana, la rambla se nos llena de golpe con adolescentes con los cuerpos pintados de anaranjado, o vestidos de cavernícolas o de personajes de El Chavo, a punto de organizarse por la Avenida General Flores hacia el centro para “un Telematch”, según nos contó un muchacho al que preguntamos qué diablos era ese loquero de músicas, escenografías y maquillajes entreverados y sin hilo conductor.
Yo me hubiera quedado, de todos modos, porque entre el público había gente relativamente interesante, pero la música nos corrió sin compasión y volvimos al casco histórico y al rumor del río.




Había una vez un hotel con jacuzzi.
Prepararnos para la piscina supuso el mal trago de probarse por primera vez un traje de baño frente al espejo tras largos meses de olvidar la dieta, las frutas y las ensaladas. Además no habíamos pensado mucho en el tema y solo llevamos las bikinis del verano, a todas luces demasiado sexys y reveladoras para un ámbito tranquilo y familiar como el del Hotel Leoncia. Pero la piscina climatizada tentaba mucho, y allá fuimos.
A nuestra llegada hubo un momento de silencio. Había unas diez o doce personas, todas con pinta de grupo familiar excepto dos muchachos. Mi resuelta entrada a la piscina duró como cinco minutos, al cabo de los cuales me convencí de que no era cómodo mantenerme en el reborde de unos treinta centímetros que había en el fondo, porque si me aventuraba un paso más dejaba de hacer pie y ya hace mucho que no nado, y menos en público y en un sitio tan reducido que no podría pasar desapercibida en caso de ahogarme. Arranqué para el jacuzzi, donde ya estaba instalada Roxana, quien había hecho en el mismo su entrada triunfal y glamorosa errándole a un escalón y cayendo encima de los dos veinteañeros. Comenzamos a sospechar que aquello no era lo nuestro.
A los diez minutos ya no existían la gente, los kilos de más ni las miradas de más de uno a nuestros escotes. Solo la paz, el calor, los chorros de agua y la sangre que se nos iba aquietando en las venas, como disponiéndose para una noche de sueño reparador.
Pero el sueño no entraba en nuestros planes, por el momento.


Había una vez una moza.
El agua caliente, el baño posterior y cierto aflojamiento al caer la noche me habían dejado con la presión por el piso. Casi no encaro la cena, pero al final partimos hacia la parte histórica, donde las personas parecían brotar de las grietas de las paredes e invadir todo el espacio con sus voces de música argentina, brasileña y norteamericana. Nos ubicamos en un barcito pequeño y degustamos unas pizzas con roquefort deliciosas.
Ya estábamos volviendo al viejo y querido Leoncia cuando mi amiga sacó el tema:
_ Che, Marie… La moza… ¿A vos no te pareció que era demasiado cariñosa con nosotras?
_ Sí, yo te iba a comentar lo mismo.
Uh. Nuestra única conquista de la noche del viernes consistió en una porteña rubia de ojos azules, flaca y cuarentona, que en diferentes momentos de la noche se dedicó a cada una. A Rox le contó parte de su vida, a mí me dijo su nombre y me hizo un mimo en la cabeza antes de despedirnos. Estuvo instalada junto a nuestra mesa tanto como se lo permitían los demás clientes, fue encantadora y por supuesto que nos pidió que volviéramos al otro día. 
Tal vez haya sido una estrategia de vendedora. Pero no me lo creo.




Había una vez una ciudad de Colonia en primavera.
Gente, gente por todas partes.
Cantores que desafinan en los boliches y que ante nuestra negativa a darles dinero nos dicen con tristeza “son tan lindas… ¡pero tan amargas!”.
Buñuelos con puré de calabaza.
Proyectos varios.
Comienzo oficial de la primavera con varias radios entrevistando personas (otras, por suerte) para celebrar el evento.
Museos, museos, museos.
Contactos varios con Montevideo que nos recuerda que no se olvida de nosotras.
Solcito amigable frente al río.
Gente linda.
Subida a escondidas a los cinco niveles de El Torreón y sus paisajes espectaculares, mientras los mozos no nos ven.
Medialunas microscópicas a veinte pesos cada una.
La Iglesia de Colonia.
Las rejas.
Los faroles.
Los mosquitos, que afortunadamente prefieren a mi amiga.
Los locatarios y sus piropos inocentes.
La puesta de sol junto a la isla y el perfil de Buenos Aires en el horizonte.





Había una vez una noche de sábado.
El jacuzzi esta vez no tenía veinteañeros pero sí una señora gorda que se molestó porque (según ella) le pusimos la silla encima de sus ojotas. Por suerte no demoró en irse, y tampoco duraron mucho los niños que nos invadieron y se pusieron a practicar zambullidas entre nosotras, ante la total inacción de sus padres. Hubo al fin una hora de soledad y silencio para sosiego del alma y afloje del cuerpo. Solo nos fuimos al momento de cerrar, a las nueve.
Los restaurantes estaban más llenos aún que el viernes y terminamos en el mismo bar del mediodía, ante la Plaza Mayor. Una especie de Peluffo vernáculo, un veterano de barba y un símil Capusotto estuvieron todo el tiempo castigando nuestros oídos con un variado repertorio de murga, candombe y porteñada. Por todas partes hay hordas de maestras ocupando mesas y mesas. Ahí entendemos el feriado largo argentino y la hiperabundancia magisterial de estos dos días. No tenemos ganas de hacer vida nocturna, y volvemos al hotel a la medianoche.




Había una vez un barrio de Colonia.
Un ómnibus local nos llevó hasta el Real de San Carlos, la plaza de toros abandonada a pocas cuadras de la playa. Le damos la vuelta alucinadas, sin entender cómo se dejó venir abajo algo tan hermoso.
El Museo de los Naufragios resultó un chasco; un enorme galpón de lata con decoración infantil por el cual estimamos que no valía la pena pagar los cien pesos de la entrada. Ahí se quedaron los tesoros de Collado y sus secuaces, sin nuestras miradas de domingo al mediodía, pero el Paleontológico nos compensó con creces. Pequeño, sí, dos habitaciones apenas, pero maravilloso. Charlamos horas con el guía, que nos explicó todo lo que sabía sobre los Doedicurus, Mastodontes y otras yerbas. Impresionante.
De allí fuimos a la playa, bajo un sol casi veraniego que ya me estaba dando colorcito en la cara. Encontré algunos fósiles, piedras de raro aspecto parecidas a dientes y otras simplemente hermosas, y me las llevé en la mano, porque andaba sin mochila. Empiezo a cuestionarme seriamente la posibilidad de tomar horas en el CERP de Colonia, si aparecen.




Había una vez un cliente y una moza.
Nos instalamos en el primer restaurante con aspecto amigable que tenía lugar, y resultó ser el mejor. Mis ñoquis con morrones y puerros fueron los más ricos que he probado en la vida, la decoración nos encantó tanto adentro como en la vereda, había un par de mesitas instaladas en el interior de dos autos clásicos y una chica que cantaba con una voz tan dulce que le terminé comprando un disco. Estábamos tan bien allí, bajo el sol tibio de setiembre, con buena música y un aire general de paz y armonía que nos quedamos horas y horas entre almuerzo, postre, café. La moza, la Nancy, resultó ser un personaje con la que ligamos terrible onda ya desde el momento en que Rox la llamó para pedirle algo y ella la calificó de rompepelotas, y más aún cuando yo le pregunté si tenía una bolsita para mis piedras y me la quiso cobrar a cinco pesos.
En la mesa de al lado almorzaban Diego y una pareja de veteranos. Diego es un flaco alto de mi edad, castaño, de rastas, con unos enormes ojos de expresión casi infantil. No lo habíamos visto más que de pasada estos días pero después de horas de escuchar su conversación (que, como la de todos los porteños por aquí, parece tener cierta tendencia al volumen más alto de lo necesario) ya sabíamos todo de su vida. Igualita a la nuestra: instalado en Colonia sin trabajar, con moto y auto clásico, harto de viajar por Europa, interesado ahora en África, invitado a ser juez de un concurso de Mister Elegancia en México, corredor de rally… Con pinta de buena gente, sin embargo . Y evidentemente más interesado en nuestra mesa que en la suya, cabe señalar.
Voy a volver a Colonia, seguro, y más ahora que mi amiga la Nancy me dijo que está bien, que ella está enamorada de él (“igual que aquel mozo, el de rojo, que también muere por Diego…”) pero me lo cede gustosamente cuando le cuento que estoy separada. Una ídola, la Nancy.


Había una vez un domingo.
Fue duro cargar con nuestros bolsos hasta la terminal, porque hemos ido acumulando de todo desde el día en que llegamos. Yo llevo como peso extra un espejo con marco de madera y pequeñas baldositas azules, un buzo nuevo, una bufanda, un pan de nuez  y unos dos kilos de piedras. Roxana también compró ropa y termina el viaje con una mermelada a la que no pudo resistirse.

Volvemos con un poco menos de plata pero con el alma agradecida.
El viaje de vuelta dura menos que nuestro duelo por dejar a Colonia. Los ojos y el corazón se me quedan prendidos a la Calle de los Suspiros y no sé cómo convencerlos de volver a Montevideo.