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jueves, 24 de julio de 2014

Mundo Barreto: EL SOLDADO

                        
             


                       Mi bisabuelo Américo era, según dicen, un churro bárbaro; de sus ojos azules salió la mirada seductora de mi abuela y todos sus hermanos, gente de cara rosadita y sonrisa entradora.
                Su vida no fue un lecho de rosas, como no lo fue la de nadie en ese Cerro Largo conflictivo y camorrero en el que le pierdo el rastro a los orígenes de mi familia por el lado de los Barreto.
                Américo era del Partido Colorado. Durante un tiempo en su juventud estuvo luchando en la guerra civil a las órdenes de Muniz, hasta que tanto peligro y tanto luchar lo convencieron de desertar y se escapó del ejército en una noche sin luna y sin estrellas. Estaba lastimado en un pie pero correr todavía podía. Se fue cortando campo como hacían todos los traidores de entonces, aunque no era más que un gurisito atolondrado que rápidamente perdió el rumbo y se desorientó.
A los dos días ya el dolor del pie no lo dejaba tranquilo y además galgueaba de hambre, al decir de mi vieja, por lo que se decidió a pedir comida en el primer rancho que encontrara. El problema es que por esos pagos las gentes no abundaban.  Américo, con sus dieciocho años recién cumplidos, tuvo que andar y andar mucho antes de ver una luz en medio de la lejanía de la noche. Y allá fue. Golpeó las manos, pidió permiso y entró. Como traía aún puesta la divisa colorada (que ya ni se acordaba que la tenía de tan poco que le había servido hasta entonces) la gente del rancho no tuvo problema en reconocerlo como enemigo ni bien traspuso la puerta. Eran hombres de Saravia. Ahí nomás le sacaron la ropa y las zapatillas y lo ataron.
_ Este gurí tiene que ser que ser un espía. Si no, ¿qué va a andar haciendo acá?
_ ¿Y ahora qué hacemos con él?
_ Hermano, me duele matar a una criatura pero no podemos regalarnos. Los blancos andan cerca.
Estaban a punto de pasarlo a cuchillo cuando uno de ellos se le acercó, lo miró bien a la cara y le dijo:
 _  Decime una cosa, infeliz. ¿Vos no sos el Américo, el sobrino del Comandante?
Y era.
_ Naciste de nuevo, botija. Naciste de nuevo.
Cuando empezaron a desatarle las cuerdas y guardaron los facones comprendió Américo que ya podía detener la película de vida que pasaba frente a sus ojos y volver a respirar. Menos mal que al menos había un blanco en la familia, pensó. Lo largaron y salió disparando. Corrió como pudo, corrió, corrió, hasta que el cansancio y el hambre lo hicieron casi desmayarse al pie de un árbol en medio de la nada. Al despertar se dio cuenta de que el pie se le movía solo, y era que se había agusanado. Las heridas tenían esas cosas por entonces.
Por fin, en el estado deplorable en que se hallaba, logró dar con el rumbo y llegar hasta las casas. Todos se asustaron al verlo así, pero por suerte en la zona había un hombre que sabía mucho de curaciones, le puso un líquido en el pie y aquello empezó a rezumar gusanos que huían, espantados ante la inminencia de la muerte, con lo que el pie pudo ser salvado.
Después conoció a Eleodora, tuvo un montón de hijos rubios de ojos azules y se murió de sífilis en 1945, pero de esa parte de la historia mi madre dice no saber nada, y tengo que creerle. Por ahora. 


martes, 22 de julio de 2014

Un par de minutos

   



Era solo cuestión de tiempo y yo lo sabía. Con esa costumbre que tengo dos por tres de pasar por tu puerta algún día iba a verte con ella. Era posible, era lógico, era inevitable.
   Vos estabas a su lado, y me viste desde lejos. Ella también. Yo iba distraída, y cuando levanté la cabeza y miré a tu puerta como siempre, ahí estaban.
   Lo que nunca pensé que ocurriría es que ella te tocara la espalda y te dijera unas palabras que debieron ser algo así como "dale... Andá a saludarla, no hay problema."
   Y viniste.
  Caminando primero, corriendo después, pero viniste a abrazarme y lametearme la cara como todos los días.
   _ Está gorda, ¿eh?- le grité sonriendo a tu dueña, que asintió, mientras vos volvías con ella, moviendo la cola.
   Hemos blanqueado la situación, Isis, y al fin sé quién es la persona que vive contigo, lo que no significa que dejes de ser mía aunque sea por un par de minutos cada vez.

lunes, 7 de julio de 2014

Mundo Barreto: LA LEY Y EL ORDEN




      Es cosa harto sabida que la gente de campo en el pasado se tomaba su tiempo para inscribir a los niños que iban llegando al mundo. Las oficinas del Registro Civil solo estaban en las ciudades o pueblos importantes y a veces llegar hasta allí costaba tanto trabajo que de vez en cuando se salteaban un botija y anotaban dos de un saque.
Mi viejo, por ejemplo, era de Sierra de Ríos. Nació el 6 de abril de 1940, fue el sexto o séptimo hijo de la docena que tuvieron mis abuelos, pero en su documento figura con una fecha de nacimiento de junio, como mellizo de su hermana Élida, que es de 1941. Otro caso fue el de mi bisabuela Eleodora, quien nunca supo a ciencia cierta cuántos años tenía porque la anotaron de grande y parece que un poco macanearon con la fecha de nacimiento, según ella decía.
De todos modos no creo que nadie iguale a mi abuelo materno en esto de no darle mucho corte a las formalidades de la ley al anotar gurises. ¿Para qué dejar a la mujer y la criatura solitas y hacer un viaje al pueblo, si él tenía pluma fuente y sabía escribir? Y ahí está mi tía, la mayor, inscripta por él mismo en la primera hoja correspondiente a los hijos de la Libreta de Matrimonio. Claro que ni existe un departamento llamado “Serro Largo” ni la localidad era “Aseguá”, pero esos son minucias sin importancia. Lo que sí que no le dio el renglón para escribir el apellido y lo tuvo que dejar en la inicial, pero eso era otra cosa inútil; él y Viterba sabían perfectamente que el apellido era Barreto, y ya se encargarían de enseñárselo así a la criatura a su debido momento.
La funcionaria encargada de iniciar el trámite de sucesión, tras la muerte de los dos viejos, no daba crédito a lo que veía.
_ Este hombre tendría que haber ido preso; lo que hizo se llama adulteración de documento público.
_ Mire, señora, ese hombre capaz que hizo lo que no debía, pero ya está muerto y enterrado, así que ahora no vamos a andar complicando las cosas por asuntos del pasado._ le respondió mi vieja, que en eso del respeto a las normas escritas es bastante parecida al padre.
Me quedo pensando si no habrán hecho algún zafarrancho similar conmigo y si no será que en verdad tengo diez años menos de los que figuran en mi cédula. O doce. Pongamos quince. Por ahora.


Crónicas de bus: julio





Crónica comparativa

   El guarda de la CITA, al chofer:
   _ Yo cuando voy a San Gregorio me siento acá a la 1 y me bajo a la 1 de la mañana. Llegamos a San Gregorio siete menos diez y volvemos a salir a las siete. Llego a mi casa a las dos de la mañana, y al otro día lo mismo. Claro, trabajo dos días y descanso dos, o tres y tres.


   Primero me da lástima, pobre hombre. 
Después pienso que lo más común es que yo esté trabajando mucho más de 12 horas por día entre clases, corrección y preparación, y no tengo días libres entre semana para compensar.
   Mejor no rumiarlo mucho más, por las dudas.




Crónica de sorpresas matinales

1. Me hice un té de limón y cuando fui a tomarlo había un cadáver sobrenadando su superficie. Un mosquito. En julio. Desubicado.

2. Miré una parte de la alfombra del living que hace un par de días que percibo más oscurecida que de costumbre. Era un vómito felino con detalle de pasto decorativo en el costado.

3. Hace calor, el 405 llegó conmigo a la parada y voy sentada, mientras el chofer escucha un informativo a bajo volumen y varias personas conversan animadamente. Una que va parada a mi lado habla sola y dice al aire cosas como: "qué cansera! Me duelen las piernas de tanto correr!", pero opto por no escuchar la indirecta, porque es más joven que yo y mi tendinitis me pone una barrera infranqueable ante la posibilidad de heroicos actos de generosidad tan insólitos como una cesión de los derechos de asiento a las 7 de la mañana.




Crónica colada porque no es de bus

Ayer mientras charlaba por celular con una amiga tuve de pronto una idea inquietante. Iba en un ómnibus, zafando del apagón que dejó a oscuras y con frío a media ciudad, cuando tomé conciencia de que la batería de mi teléfono estaba en las últimas, y si bien podría por una vez dejarlo morir y quedarme sin sus funciones de mensajero, fotógrafo y mini computadora portátil, había una para la que dependía pura y exclusivamente de él: la de despertador.
¿Qué pasa con la alarma si el aparato se desmaya durante la noche? ¿Suena igual?
Ya había decidido pedirle al sereno que me tocara un timbrazo a las 6 antes de irse cuando el corazón me volvió al pecho al bajarme en mi parada y ver que la Santa Electricidad era de nuevo con nosotros. El teléfono sonaría a la hora indicada. Y lo hizo.
El pequeño detalle de que yo me durmiera y despertara 30 minutos más tarde ya es parte de otra historia.



Crónica de pros y contras

_ ¡A ver, señores, pasando por el pasillo! En el fondo hay un asiento libre. Todos queremos ir a trabajar, un pasito más, por favor. Tiene tres filas el coche. Pasando por el medio que hay lugar. El asiento del fondo sigue libre, ¿quién lo quiere? Lo rifo. Vamos, ayudamos un poquito más que a esta hora nadie va a pasear... Ayudamos un poquito más y llegamos todos. Gracias, muchas gracias, ¿eh?
El guarda del 316 hoy va muy inspirado y se lo ve vocacional. Lástima que su alegría contrasta con la música del Numa Moraes que va cantando una tristeza ochentosa de familia numerosa y adioses varios, pero para ser miércoles no empezamos tan mal la jornada, e incluso alguien silba y otro tararea la canción, sin contar con que a estas horas no hay vendedores ni cantores de bus, lo que no deja de ser una ventaja.



Tipología del pasajero de bus a las 7 a.m.

EL GRITÓN: atiende el celular cual si estuviera cabalgando al viento en las sierras de Minas, enterándonos de todo su (generalmente soso) panorama pasado, presente y futuro.

LA LENTA EN PREPARATIVOS: comienza el apronte para bajarse dos paradas antes provocando inútiles esperanzas en los que están de pie, quienes disimulan y evitan correrse hacia atrás porque saben que el asiento (un día de estos) va a quedar libre.

LA VOLUMINOSA INCOMPRENSIVA: pide permiso y espera que la palabra mágica le abra un tunel de cristal hasta la puerta. "Me permite descender?" pregunta con tono de queja, como si con eso todo el mundo se debiera reajustar para abrirle camino.

EL DUDOSO: va de pie y tirado para atrás oprimiendo a la pasajera que tiene a la espalda, pero nunca queda claro si es un maleducado o un baboso.

LA MADRE EJEMPLAR: sienta a su nene y se queda de pie a su lado todo el trayecto trancando al resto del pasaje mientras pone una cara de abnegación y sacrificio onda Madre Teresa de Montevideo.

YO: escribo frenéticamente en un celular viejo y con las teclas medio borradas a fin de olvidarme del hecho infausto de que este viaje es solo el principio del lunes de una semana sin feriado.






Crónica de lunes

Voy hacia Pocitos en un 316 lleno de personas silenciosas. Ningún diálogo, ni siquiera circunstancial, quiebra este mutismo de bocas apretadas y ojos que miran al vacío. No suenan celulares. Se oye lejana la radio que escucha el chofer con un informativo matinal. Quedan asientos libres y los pasajeros no se sientan. Hay humedad pero nadie cierra las ventanillas abiertas.
Voy hacia Pocitos en un ómnibus serio, callado, circunspecto.
También yo voy seria y mirando al vacío, mientras asumo de a poco que mis vacaciones de julio en pocos minutos ya son historia.
Maldita relatividad del tiempo.
Einstein debió ser profesor de Secundaria.


Crónica de a peso

El 103 apareció a los dos minutos; vino un poco lleno pero no del todo. Mi mochila, mis tres bolsas del Disco y yo ya habíamos subido los escalones que llevan al fondo cuando vimos que éramos el centro de atención de unos cuantos pasajeros y ahí fue que oímos al chofer-guarda que reclamaba:
_ ¡Señora, le faltó un pesitoooo!
Puta madre. Se me habrá caído al subir al ómnibus.
_ ¡Ya te llevo!_ gritamos mis petates y yo, comenzando a desandar el camino entre la multitud. Pero no llegamos al frente del bus, porque en el medio un veterano morocho que hablaba por celular nos hizo un gesto amigable al tiempo que nos tranquilizaba:
_ No te preocupes, yo ya se lo di.
_ ¡Ah! ¡Gracias!
No me estaba cargando; siguió hablando por teléfono y amablemente declinó aceptar la moneda que pretendí devolverle.

Se me dirá que un peso no vale nada: sí que vale. Vale la cordialidad, la practicidad, la generosidad de ayudar a un desconocido que no nos va ni nos viene. Vale en tanto eslabón constructivo de esta red que formamos a diario, aunque a veces sin darnos cuenta.




Crónica de niño cabezón

Ella es de mi altura. Tendrá unos 18 años. Pelo teñido de rojo, calzas negras impecables, botas y cartera de cuero. Uñas larguísimas pintadas de rojo con arabescos más oscuros. Va parada en el fondo del 103. Hoy el coche viene lleno de jóvenes, tanto chicas en barra como muchachos solitarios y bellos.

Él es un niño cabezón y no muy agraciado, de cinco o seis años. Está también parado en el fondo y la pelirroja le da la espalda.
Cuando queda un asiento libre el cabezoncito se sienta a mi lado y le habla a la chica:
_ ¡Mamá! Vení a sentarte conmigo- pero ella no viene y no oigo que le conteste nada.
Cabezón insiste: silencio de la mujer.
Queda libre otro asiento junto al niño que se para, la toma de la manga del saco y repite su pedido hasta que la madre lo ocupa. A partir de ahí él se prodiga en mimos y palabras pero no obtiene respuesta, al menos hasta que se baja el último de los muchachos del 103. Ahí sí, aflojada la tensión entre maternalismo y seducción, la joven recuesta su cabeza en el bochón de su hijo y ambos parecen quedar sumidos en una especie de sueño de bus que no sé cuánto duraría, porque llegó mi parada y tuve que bajarme.






Crónica de una doble tortura sobre ruedas

Está bien que una es una persona positiva, que siempre hay que mirarle el lado bueno a las cosas y que bla, bla, bla, pero cuando en medio de las siete interminables horas de viaje desde Río Branco resulta que los intentos de conciliar una siesta en el Núñez se ven frustrados (y yo diría que atropellados) por el olor a zorrillo de la carretera, una asume que para la próxima va a tener que ir pensando en algún método drástico de inducción al sueño profundo.

Eso, para la próxima.

Por ahora una solo pone cara de asco en medio de la oscuridad del bus y se pone a teclear en el celular hasta que el tiempo y los kilómetros hacen desaparecer la zorrillesca fragancia. O casi.

miércoles, 2 de julio de 2014

LA BODA





El hecho social de aquel invierno en el mundo de los Rodríguez Perdomo fue el casamiento de Julia Viera con quien había sido su novio en los últimos cuarenta años, o poco menos. La cosa había ido dilatándose, fue pasando el tiempo medio zonceando,  sin darse cuenta, hasta que la unión se hizo destino inevitable y por fin una mañana, como pasa todo en la vida, llegó el momento de dar el sí ante dios y la sociedad.
Como era de esperar por la época y como se estilaba además en esos pagos, el evento tendría lugar un domingo en la casa de un pariente. Sería en pleno campo, lugar donde el espacio y el aire no habrían de faltar a las decenas de invitados que atestiguarían que la unión matrimonial, al fin, se celebraba como es debido conforme a las leyes civiles y cristianas.
Y allá fueron todos, los Rodríguez a pleno y los novios en un mismo camioncito puesto a disposición de la ceremonia y de la fiesta por algún vecino generoso. La tal Julia Viera no era familiar pero sí amiga de toda la vida; de ahí el esfuerzo social y económico de moverse desde Sierra de Ríos atravesando campos y campos con esa gurisada de los Rodríguez que parecía no terminar nunca de sumar a este mundo sus canillas descarnadas y narices prominentes. Encima, como si no bastara con los doce que llevaban anotados el Manuel y la María Jesús, ya iban apareciendo los de la nueva generación, porque una de las hijas, Filadelfia, ya andaba a las vueltas criando sola al Oscarito, el primero de los nietos de la pareja.
Lástima que el vehículo utilizado para la travesía prematrimonial no resultó ser tan bueno como las intenciones de su dueño. A mitad del viaje se les fue a empantanar en medio del barrial de los últimos días y no hubo Cristo que lo moviera de la zanja que sus propias huellas fueron haciendo en el camino de tierra. Los invitados, entre ellos mi padre (que a la sazón andaría por los 16 o 17 años) se fueron bajando de a uno a sumar esfuerzos para empujar. A la postre no se salvó ni la misma Julia con vestido de novia y todo, pero el peludo era bravo y la cosa no progresaba ni un cachito. Al final tuvieron que venir los otros invitados, los que estaban desde hacía horas aguardando en la casa de la fiesta, a ver qué pasaba. Uno tras otro fueron apareciendo, pariente tras pariente, todos a caballo, y solo cuando se apersonó en la escena del trancazo el mismísimo Juez de Paz, recién ahí el camioncito dio un resuello lastimero pero heroico y terminó por zafar del barro.
Los que no zafaron fueron los invitados, los novios y el Juez, que hicieron su entrada en el lugar de la comilona en medio de un temporal de agua y viento, embarrados hasta la coronilla, agotados de forcejear y de insultar al vehículo, al dueño, al camino y a cualquiera que osara mirarlos con cara de “esto no va a terminar bien…”. De todos modos bastó que la novia diera el sí para que el vino y la caña empezaran a correr generosos, borrando el cansancio y haciendo a la mugre de ropas y pieles cada vez menos perceptible a los ojos de todos.
En previsión de tan magno evento la familia había tenido que hacer algunos sacrificios porque atuendo fiestero, lo que se dice fiestero, no tenían. El viejo Manuel, por ejemplo,  compró zapatos de tacón para todas las Rodríguez en la feria de Melo. ¡Una pinturita aquellos tamangos, mire, si no parecían de feria sino de catálogo de revista! El único inconveniente fue que cuando llegaron a la casa de la fiesta lucían tan embarrados que las muchachas los pusieron a secar en la estufa de la cocina, resignándose a andar descalzas por un rato. Lástima que entre la caña y esas cosas cuando se acordaron los famosos zapatos de tacón estaban todos chamuscados y la condición de señoritas descalzas se prolongó durante toda la boda y más allá, porque el cuero con el que estaban forrados los tacos con el calor se despegó y se les arrolló hasta la mitad. Hubieran quedado para tirar si no fuera que el padre unos días más tarde los serruchó como dios manda y les hizo a todas unas chatitas espléndidas.
Un rato después del almuerzo con los novios la tía Mingota puso manos a la obra con la limpieza de los utensilios de la cocina, los platos y cubiertos de la ocasión. Tomó unas franelas que encontró por ahí arriba y empezó dele que dele a fregotear y desengrasar los platos, hasta que la tía Fila le pegó el grito y le ordenó que dejara ya mismo de lavar la mugre de la cocina con los pañales del Oscarito, criaturita de Dios, que no iba a tener con qué cambiarlo hasta el otro día.
La tía Mingota, vale aclarar, era hermana del viejo Manuel, casada y con siete hijos varones, de los cuales su preferido era Carlos, al que ella le decía “minha filha” para hacerse la ilusión de que al fin tenía una nena en la familia. Ella murió muy anciana, de cáncer de pulmón, y le dejó al Carlitos la casa. Mi vieja me contó que años después fue a visitarlo y quiso comprarle un palanganero de loza con su jarra correspondiente que él tenía, seguramente para regalármelo a mí como compensación por los que el mar se llevó junto con mi rancho en Valizas, pero él adujo que eran un recuerdo de su madre y no quiso vendérselos de ninguna manera.
         La noche del casamiento los invitados fueron cayendo uno a uno en un sueño pesado luego del viaje de ocho o diez horas, de empujar el camioncito, de bailar y celebrar hasta el final de la jornada con la familia y los amigos. Algunos terminaron en los galpones, entre las trojas del maíz, donde fuera, sin importar la incomodidad ni el inclemente frío del invierno en Cerro Largo.

Y así la noche fue poniendo fin al casamiento de la amiga Julia Viera y su marido. Nadie resistió al embate del sueño porque al otro día había que volver a la escuela unos y a la siembra y el pastoreo otros y casi todos se durmieron al instante, contentos de haber participado en el esperado broche de oro para un noviazgo que después de casi cuatro décadas ya se estaba volviendo un poco largo.