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lunes, 7 de mayo de 2018

Mayo 2018





¿La rueda? ¿Los fósforos? ¿La electricidad? No, queridos. Cuando cae la noche en Lago Merín la verdad se impone y ya no hay duda que valga: el mejor invento de la humanidad es el tul mosquitero.



Los vecinos demandantes del fondo. Los NUEVE vecinos demandantes del fondo (algunos no salieron en la foto). Tienen dueña, que no quiere regalarlos, pero ellos visitan a todos los vecinos y piden y piden y piden. Mi vieja está superada con el tema, no quiere que pasen acá y la comprendo. Igual yo capaz que disimuladamente mañana les compre comida y se las dé por ahí, lejos de la casa. Son divinos. Cómo será, que tienen conquistado al Cele, y los gatos de esta casa no los corren.




Acostumbrada desde hace años a la quietud y placidez de mis viejitas Tania y Roldana, hay ciertos aspectos de la juventud felina que ya había archivado en mi memoria, hasta que apareció Matilda. A León no lo cuento: él es un venerable anciano y el 98% del tiempo come y duerme, pero ella...

1. Se cuelga de todos los móviles de la casa (a saber: tres).
2. Deshilacha todo lo que tenga lana, ya sea un buzo en el perchero o una manta sobre el sillón. Después aparece con hilachos de colores en la boca y tengo que atraparla para sacárselos y evitar que se los termine comiendo.
3. Tira cosas (piedras de adorno, caracoles de Valizas, lapiceras) y las arrastra por el piso hasta que desaparecen bajo la heladera u otros sitios inaccesibles. 
4. Corre. Corre sin razón, de golpe, a toda velocidad. Ella corre. 
5. Mordisquea cables, manotea hojas de mis plantas, se afila las uñas en los sillones.
Acabo de rescatar una pelotita de goma de hace años y le aclaré que a partir de ahora ese (solo ese) será su juguete personal. Ya la metió dos veces bajo la heladera, la gambeteó entre las botellas vacías de adorno y la enredó en la cortina del living.
Ooooom...




“Hay un monito con su monito, 
Hay un monito con su monito, 
Es un regalo de San Pedrito
Para la fiesta de los negritos”

El 100 se bambolea por 8 de Octubre mientras avanza movido a quena, zampoña y frenazos. Los petisos se aferran como pueden a los pasamanos verticales, porque a los de arriba solo se llega pasando el metro setenta. Los excedidos de peso se comprimen en asientos y pasillos pensados para elfos. Alguna adolescente con uniforme de colegio conquista un asiento a puro codazo, anunciando a la vieja que se esconde y aguarda debajo de su piel de porcelana. 

Somos los monitos de las siete y media. La función del circo se retomará a las 18; los esperamos. No falten.




¿Cuándo se da por terminada una obra de arte? ¿Existe de verdad una voz interior que diga "listo", o podemos seguir cambiando palabras, dando pinceladas o tallando hasta que terminemos haciendo que todo se desmorone? No puedo leer nada que haya escrito sin cambiar algo cada vez, cada vez, cada vez, y sé que a partir de cierto momento solo puedo estropear lo que ya estaba, pero ignoro dónde está el límite. Tendría que sonar un timbre cuando empecemos a derrapar, algo así como un "triing!" de mensaje de texto que diga basta. 
A ver quién desarrolla esa aplicación. 

Yo quiero.



Desayuno. Matilda pide comida. Le muestro que en el platito hay. Come diez segundos. Llora de nuevo. Me levanto, camino un metro. Ella ve su plato. Come. Vuelve a llorar. La miro. No entiendo, pero la pongo frente a su comida. Quince segundos después sigue reclamando como si estuviera muerta de hambre. No entiendo a los gatos. Fin.



El mío es un barrio de pocos grafitis, pero los que tenemos duran años y años, y no son lo que podríamos llamar ortodoxos. “Los jóvenes están aburridos/ devuelvan las razzias”, reza la pared de una casa, y más allá de la pintoresca separación en sílabas la intención resulta un tanto singular, a caballo entre el humor negro y un fascismo made in años noventa, o poco menos. Debajo, Einstein. Al costado, una esvástica al revés, tachada. Grafiti vintage, made in Curva de Maroñas, pibe. Porque acá no le copiamo’ a nadie, no le copiamo’. Sabelo.




No, no todos los grupos de estudiantes son iguales: algunos son inolvidables. Gente luminosa que una conoció cuando tenían 16 años, charlaban hasta por los codos y a veces payaban de lo lindo en los escritos. Estudiosos algunos, críticos otros, histriónicos, dulces, queribles. Un mar de fueguitos. 

Hoy me los volví a encontrar, y ya no eran los mismos. Hay una luz que desde ayer nos falta a todos, y no hay abrazo ni lágrimas ni palabras que sirvan de consuelo. Pero los fueguitos deben seguir encendidos. Los que siguen acá y los que a partir de ahora mantendremos vivos en el recuerdo, porque solo eso somos: presente y memoria.




Hora de apoyo en el IAVA: aún no llegó ningún estudiante. Salgo con la jarra térmica buscando una canilla donde cargar agua para un cafecito inicial, y empiezo a rebotar contra las mallas de tejido que ha puesto la gente de la obra. Por ahí no. Paso cortado. Vuelta al patio. Por aquí tampoco. Barrera de alambre. Nueva vuelta. Acceso denegado en el patio 2; pruebe de nuevo por otro camino. 
Me siento Mario Bros. En cualquier momento me pongo un bigotito y entro a saltar alumnos y papeleras por los pasillos. 

¿Va a durar mucho la obra?




D'Arienzo era el eterno acompañamiento de los feriados con asado en la casa de mi infancia. El tío Isaías (tío de mi vieja, en realidad) no consideraba la más remota posibilidad de poner otra música que la suya para acompañar esas mañanas familiares, y si bien yo por entonces como todo niño detestaba los tangos, con el tiempo me fui reencontrando con algunos y tomándole el gustito, cosa que suele pasar pasados los treinta, es decir, hace poco. 
Ayer fui a ver Aeroplanos a la Alianza, y no solo en la obra aparece este tema de D'Arienzo sino que con el tiempo Pepe Vázquez se convirtió en el tío Isaías, por lo menos por el aspecto. 

Esa fue la última función (quiero creer que por ahora), pero si la reponen y pueden, vayan. Es una joyita. Vázquez y Calcagno, dos gigantes. Dos personas en escena, sala chica, escenografía costumbrista, y sin embargo aquello fue magia. Aplausos de pie, interminables. Arte puro.





La gata Matilda suele despertarme en medio de la madrugada, maullando como desquiciada ante mi puerta. A veces logro camuflar el sonido en algún sueño y seguir de largo, otras me levanto y bajo a la cocina con ella entre mis pies, solo para que en el tramo final se me adelante y se ponga a comer lo que ya tenía en su platito. En esas ocasiones subo la escalera resoplando y lo primero que pienso es que nunca voy a entender a los gatos. Como cuando pide a los gritos para salir, pero si le abro la puerta se asoma veinte centímetros y vuelve a meterse. O cuando le compro algo supuestamente delicioso, lo olfatea y me mira con cara de asco, o rechaza una pelotita de goma y se divierte jugando sola con un papel enrollado o algo que me tiró de la mesa sin permiso. Ella se pasa las horas mirándome, y si le sostengo la mirada no la desvía ni pestañea, no importa cuánto tiempo yo se la aguante. 
Son raros los gatos, pienso, hasta que entra el otro, León, el rival del fondo. Ahí Matilda se vuelve transparente como un niño de cuatro años, pone cara de celos, me fulmina con la mirada, va hacia él y trata de alejarlo de su platito, su silla, su humana. El otro venía de la calle, del hambre y la desprotección, y al principio se adaptaba a ella, pero cada día se vuelve más seguro y menos tolerante a los reclamos de la ex gata única de la casa. 
Distintas especies, distintos códigos comunicacionales, pero un mismo objetivo: sobrevivir. 

Igual que nosotros.




Ella es joven , alta, bella y con una nariz de payaso. Su amiga bajita, de trenzas y chaqueta plateada. La chica de la nariz roja recita tres poemas en el 103 que avanza alegre saltando los charcos de 18, pero no los dice normalmente, sino que los grita, los pronuncia de manera extraña, afectada, como cuando uno quiere imitar el acento de un ruso en una comedia. Los tres textos son de un escritor contemporáneo, breves, ricos en gerundios y palabras inventadas combinando términos comunes. Terminan lo que definen como “arte urbano”, piden unas monedas, saludan y se bajan del bus. 
A la cuadra nos sacuden de pronto unos repiques que avanzan desde una calle del Cordón; todos nos desnucamos, y alcanzamos apenas a percibir unas bailarinas, unos tambores, unos vecinos acompañando la marcha de la pequeña comparsa. 

Qué querés que te diga. Para arte urbano, me quedo con el que tenga fuerza, sangre, garra. Lo demás, pura apariencia, olvidable entretenimiento sabatino. Palabra sin alma, cáscara, autobombo. Pero esto, claro, como todo. es solo una opinión.





Uy... Ese que acaba de bajarse del ómnibus en mi parada, ¿no es...? Lo miro medio con disimulo, tratando de aclarar la imagen borrosa que la miopía suele brindarme de las gentes y las cosas, especialmente cuando tengo los lentes en la mochila. En ese momento él deja de hablar con una persona, se da vuelta, comienza a caminar en mi dirección, y en un segundo se me van todas las dudas: es. 
¿Sabrá que hace mucho tiempo que voy por la ciudad tratando de evitarlo? Pienso, mientras camino hacia la parada de donde él viene. ¿Sabrá que no he podido olvidar su voz? ¿Sabrá que aunque no lo veo ni quiera verlo igual me preocupa cómo está? ¿Me detestará por no haberlo mirado o escuchado cada vez que me lo pidió? 

No lo sé; pero cuando finalmente coincidimos en el camino él levanta hacia mí la mirada, despliega una sonrisa grande como un 103, me dice: “Buenas tardes” y se va. El Morocho Rapero sigue su camino, y yo el mío. En silencio. Por suerte.





¡Qué semanita, Teté!

¡Ah, sí, para días moviditos, ninguno como los de esta semana, mire! Arranqué con una crónica breve, una de las tantas con las que atomizo todos los días a mis amigos de estos lados, y resulta que termino apareciendo en la tele, en los diarios y hasta en la columna de Darwin. Qué cosa seria, ¿eh? 
Claro que cuando cuento de las intervenciones de los estudiantes por el Día del Libro o del Teatro, cuando escribo sobre las muestras de los gurises de Artístico o de los Días del Patrimonio con el IAVA lleno de arte e historia la cosa no se mueve tanto, ¿no? Pero con el tema de las intervenciones cercanas a la fecha de la Marcha del Silencio todo se dispara. Pasó en 2016, pasó el año pasado, pasa ahora. El tema sigue doliendo. Los comentarios que aparecieron como respuesta a lo que yo escribí muestran ese dolor vivo, a flor de piel, del lado que sea. 
Yo no doy lecciones (excepto de Literatura, y siempre respetando la opinión del otro), pero que esto tiene que dar para pensar, tiene. Tenemos que encontrar caminos para dialogar sin agredirnos, para reflexionar, para hacer autocrítica cuando haya que hacerla, para bajar la pelota al piso cuando haya que bajarla. 

Las crónicas habituales volverán a este muro cuando logre descansar un poco de este revolcón viral que me tiene más que agotada. Mientras tanto, reafirmo mi orgullo por trabajar en el IAVA, con los compañeros y los estudiantes que tengo. Y nos vemos el domingo, marchando, en silencio.





Ocho de la mañana, primera hora con quinto Artístico en el IAVA. La clase estaba tranquila, trabajando en grupos, cuando se abrió la puerta de repente, ingresaron dos figuras con pañuelos negros tapando sus caras, se dirigieron sin dudar a la primera fila y sacaron de arrastro a una de las estudiantes. Todos nos callamos de golpe. Cuando se fueron nadie dijo nada, hasta que Mateo, un estudiante, preguntó:
_ ¿Yo estoy loco o acá acaba de pasar algo muy raro? 
Hubo un alivio perceptible, y se empezó a hablar. Algunos no habían entendido nada, otros (como yo) lo sospecharon y solo unos pocos sabían de verdad lo que estaba sucediendo. Todo se aclaró cuando a los cinco minutos las figuras de los pañuelos devolvieron a la compañera “secuestrada” y comunicaron que a la una y media había una asamblea estudiantil con oradores invitados para informarse sobre el 20 de mayo y su relación con el tema de los desaparecidos.

El IAVA siempre es el IAVA. Si no hay patio para armar una performance porque la obra lo tiene vallado y vetado, la cosa se hace salón por salón, buscando que el tema te llegue a través de lo vivencial y no por un cartel o pizarrón informativo.

A quinta hora, otra vez en un quinto de Arte, lo mismo, solo que esta vez hasta yo salté, porque la entrada fue violenta y a los gritos. Impresionante. “Profe, yo sabía perfectamente que estaba haciendo un papel pero te juro que por un momento hasta a mí me dio miedo”, me dijo uno de los secuestrados. 
_ ¿Y nadie salió a defender a su compañero?- pregunté, sabiendo de antemano la respuesta.
_ No, profe, ¡si nos quedamos todos de cara! Pero en un grupo sí, me dijeron que alguien se paró y casi le pega a los que se llevaban a uno de la clase.


Gajes del oficio del actor de teatro invisible, pensé, y no pude evitar que me corriera un escalofrío por la espalda. El miedo paraliza. ¿Qué hubiera pasado si aquello nos hubiera pasado de verdad, si alguien hubiera irrumpido de pronto en un salón para golpear a un estudiante? Las que yo vi fueron todas chicas, figuras que por más pañuelo en la cara que llevaran al instante reconocí como mis alumnas de otros grupos, pero igual. Miedo. Y respeto por estos gurises, que año a año sorprenden, reflexionan, aprenden. Y enseñan.





Hay actitudes que no saben de género ni de empresas: están por todos lados. El 405 entra al Intercambiador y suben cuatro personas. La señora inspectora de Coetc se queda abajo, pero mira por las ventanillas de una manera que podríamos llamar inquisitorial, comprueba que en el fondo van cinco personas de pie (cinco) y de todos modos golpea el costado del vehículo y grita algo de “pasando al fondo que hay lugar”. No sé si será ejemplo de soberbia, afán de poder o simple automatismo, pero me dan ganas de golpearle varias veces con una monedita en la cabeza mientras le pregunto si no ve que el ómnibus va vacío y (hasta ahora) en paz. 

Síndrome de lunes, estimados. No se preocupen. Ya va a pasar.




_ ¡Muy buenos días, señoras y señores!
Levanto la cabeza y lo miro: es un muchacho joven, de voz disfónica. Viene con un adminículo cilíndrico de metal y por un momento deliro pensando que ¡al fin! ha subido al 103 un vendedor ambulante de café, pero no. Es un rapero de los que te piden palabras para armar su canción. Me zambullo en el celular como si con ello me volviera invisible, pero escucho. “Madre”, dice una mujer. “Hijo”, acota un señor veterano. “Amor”, remata un tercero. No, si acá somos todos re originales. La ex máquina de café se revela parlante que colabora en la tarea de comerme la cabeza como si yo tuviera la culpa de algo, como si no fuera más que una incauta pasajera que tuvo la mala suerte de caer en el ómnibus equivocado durante el número “artístico” equivocado. 
Ah, acaba de terminar. 
El silencio se adueña nuevamente del espacio del señor conductor y su mundo de veinte asientos. 

Al fin.





_ ¿Pero qué decís, mamá? ¡Eso es de la época en que estaba la abuela! Ta, dejá, mamá, dejá. No entendés nada. Dejame pasar, mamá, que ya es mi parada.
La viejita de lentes y pelo blanco se hace a un lado para que la hija se baje. No es una quinceañera maleducada: es una cincuentona producida hasta el mínimo detalle, tratando de quitarle alguna década al almanaque. Pelo rubio platinado como de muñeca, calza, chaqueta a cuadros y borceguíes blancos, en un conjunto un tanto ridículo pero evidentemente esmerado. 
Cuando se baja, la viejita se queda mirando, a ver si la saluda, pero ella ni la mira y sigue su camino arrogante. La madre corre la cortina y mira hacia adelante. Al rato conversa algo con la pasajera que se le sentó al lado, y sonríe. Tiene una linda sonrisa, amable, bondadosa, despejada. 
Sigo mi camino mientras corrijo escritos de quinto y compruebo, sorprendida, que de los 5 primeros uno es un 10, dos 11 y dos 12. Dejo de corregir, mitad por cábala, por si los próximos no están al nivel de los primeros, mitad porque de repente levanto la cabeza y veo que estoy llegando a mi parada. Le pido permiso al señor con aliento a vino que se me acababa de instalar al lado, y me bajo.

La viejita sigue su camino en el 306. Sola.





Palabras de miércoles.

Cuando yo era chica uno de mis pasatiempos favoritos era jugar con las bolitas de mercurio que salían de los termómetros al romperse. Aquello era magia pura: una podía jugar carreras con las gotas, irlas organizando, hacer que unas se comieran a las otras, y ellas permanecían siempre intactas, a la vez que vivían en continuo cambio. Pequeños universos, tan dinámicos como indestructibles.

Hoy en particular siento que este ha sido un miércoles de mercurio. Pasé por mil interacciones diferentes, cada una con su propio registro, y de todas me han quedado huellas. Charlé con una persona que cuando hablamos me persigue con la mirada hasta el punto de crisparme los nervios y también con alguien que no sabe establecer contacto visual con otro ser humano y solo es capaz de mantener un diálogo si se pone de espaldas. Fui por un rato la guía turística de una extranjera. Me reconoció una alumna del siglo pasado. Un chico de cuarto me impresionó con su cultura general a prueba de pruebas. Pedí consejos. Jugué a actuar. Pensé mucho. Escribí un poco. Sigo hablando.


Hace años que no se hacen más termómetros de mercurio, pero estaba lindo eso de jugar con las gotitas. Ya sé que era un delirio, ni me lo expliquen: yo también aprendí sus peligros, aunque fuera tarde. Capaz que por eso quedé como quedé, vaya una a saber, pero hoy, no sé, no puedo sacarme de la cabeza la imagen de una gotita de mercurio rodando por las calles, por los salones de clase, por las oficinas y por las pantallas, siempre igual, siempre distinta, y también a veces (dicen) un poquito peligrosa.





La guarda del 110 viene con su hija sentada casi en su falda; la chiquilina es una adolescente de unos quince años, uniformada, que charla con la madre sobre el día de clases de hoy en el colegio. 
_ ... Y al final no hicimos nada. Yo llevé el catecismo y el cuaderno de coso, pero no hicimos nada. Solo fuimos a encontrarnos con dios, a la iglesia. En Matemática tampoco hicimos nada, solo corregimos los deberes. El profe miró los cuadernos y algunos no lo tenían. No hicimos nada. ¿Y ahí qué están haciendo?- se interrumpió al ver un montón de carteles y de gente vestida de anaranjado en la explanada de la Intendencia.
_ Ahí están vacunando- le explicó la madre, a lo que ella replicó;
_ Ah, sí. Nada. 
Sigo mi viaje desde el IAVA hasta el CES. Vengo de clases sobre romancero, de lecturas y trabajos en base a Tebas Land, de horas de apoyo y de coordinación, y voy hacia tres horas de trabajo en Comunicación Social, antes de llegar a casa a ver si corrijo escritos. 
Nada. Eso. Nada. 





_ ...Y se me ocurrió que después de haber estudiado Edipo Rey puede estar bueno leer un texto uruguayo de hace pocos años, que es también una obra de teatro y que toca algunos temas que ya vimos antes. Se llama Tebas Land, y es del escritor Sergio Blanco. 
En ese momento, al mencionar yo al autor, hubo un movimiento en el fondo del salón, como un cierto despertar en un subgrupo de cuatro muchachos que abrieron un poco más los ojos, pero no dijeron nada. 
Al rato, cuando ya habíamos leído las primeras páginas de Tebas Land y mientras ellos respondían algunas preguntas, yo iba entre los grupos a ver cómo estaban trabajando. 
_ Profe- me dijo uno de los del fondo- al principio pensamos que hablabas del Chapita. 
_ ¿De quién?
_ De Sergio Blanco, el futbolista, que le dicen el Chapita. 
_ Ah, no, ni sabía del futbolista... Este es un escritor uruguayo, es muy conocido. 
_ No, pero el Chapita es más famoso, te aseguro. 
_ ¿Vos decís?
_ ¡Seguro! Poné Sergio Blanco en Google y fijate. ¿Tenés internet en el teléfono? 
_ Sí... A ver...

Confirmado. Tenían razón. Primero el Chapita, después el dramaturgo.

En mi próxima vida quiero ser futbolista.




Voy a impulsar un plebiscito prohibiendo a los inspectores de Cutcsa el uso de una monedita contra el bus para enfatizar su reclamo de “sigan pasando, señores, sigan pasando que hay lugar”.

#NoALaMonedita

#PecadoDeHybris

#DanteTeInventaríaUnCírculoPropio

#ElCiegoDeLazarilloTeLasGanaríaTodas

#MeGustaCuandoCallasPorqueSoloTienesBilletesDeVeinte


#Etc





Hace unos días un amigo me contó que los sábados de mañana en la radio tal repiten un programa que en la semana coincide con nuestros horarios de trabajo, y lo miré casi con lástima. ¿Escuchar cosas en la radio, directamente? ¿Y comerme la publicidad, y los segmentos que no me interesen? Hace un par de años que ya no lo hago. A la tele la abandoné hace 8, cuando me volví a esta casa. Mails personales, no existen. Llamadas a un fijo solo si previamente lo aviso por el teléfono, porque nadie los contesta (excepto yo, que dos por tres caigo en "buenos días, señora, le hablamos de Secom..." y esas cosas). El domingo, charlando con una amiga, caí en la cuenta de que hay personas no tan lejanas en mi historia personal con las que jamás nos hemos mandado un wsp, que es cosa de los últimos 3 o 4 años, o algo por el estilo. 
Y así todo. 
Visto y considerando lo antedicho, me marcho al IAVA esperanzada, porque lo más seguro es que en un futuro cercano algún iluminado de la informática y las telecomunicaciones invente la máquina de corregir escritos de Literatura, haciendo que ciertas torturas del presente se diluyan de pronto en la memoria como si jamás hubiesen existido, o al menos eso espero. 

Buenos días.






Ella era buena, dulce, y silenciosa. Siempre estaba ahí cuando yo la necesitaba, y si bien algunas veces la acusé de quedarse con mi dinero debo reconocer que al final siempre de una u otra manera me lo fue devolviendo, asegurando la buena fe y la continuidad de nuestras relaciones. 
Hasta este mes, en que manos anónimas han atentado contra su seguridad de manera infame, escudándose en la soledad y las sombras de la noche, cuando el IAVA se pone profundo y lleno de ecos de estos y otros tiempos. 
Tres veces le cortaron los cables a la máquina del café la semana pasada, tres veces tres. Me juego la cabeza a que ningún estudiante ni ningún docente es culpable de semejante atropello a la salud y la lucidez de los habitantes del monumento histórico nacional. Y no digo más, pero sospecho (yo diría “sé”, pero, en fin, todos podemos equivocarnos). 
Todo esto para decir que si andan por mi liceo y de repente ven a alguien merodeando alrededor de la máquina (que va a resurgir de aus cenizas, volverá y será millones... de capucchinos) aprovechen y le sacan una foto. Si tiene una pinza en las manos, mejor.

¡Defendamos a la máquina del café!

¡Por un recreo digno, delicioso y calórico!

He dicho.




¿Vieron cuando cada acción que uno emprende lo lleva a empeorar lo que se quería solucionar, al estilo de las viejas comedias de enredos donde una pequeñez inicial se complicaba hasta que todo terminaba en una debacle? 
Bueno, yo arranqué esta tarde lavando la ropa. Al sacarla vi que un buzo rojo había manchado todo, y me encontré con ex musculosas blancas ahora rosadas, por ejemplo, amén de con un montonazo de cosas decoradas con bonitas e informes manchas rojizas. 
¿Solución? Lavé todo de nuevo, a mano esta vez. A un saco blanco con delicadas flores azules lo terminé poniendo en agua con un chorrito de Jane, porque estaba medio rosado por zonas. A los tres minutos ya las flores no eran azules, sino marrones, y de un tono no precisamente homogéneo. Lo emparejé como pude; creo que quedó usable. Vacié la pileta de la cocina (donde toda esta operación, palangana mediante, había tenido lugar) y ahí fue que lo escuché. Un chorro de agua con restos de jabón en polvo, agua Jane y tinte rojizo de buzo traidor cayendo dentro de mi armario, ahí, entre los frascos de cera de pisos y los limpia vidrios. Se me rompió el caño de desagüe de la cocina, iupi iupi. 
Darwin habla a veces de una manchita de café en el sillón que termina con un muerto en el baúl del auto; yo estoy igual. Sin muerto y sin auto, pero con una fuente rumorosa de la cual tendré que ocuparme en la semana, sanitario mediante. 

Repito: iuuuuuupi...




“Io trato, trato, trato pero no te ooooolvidooo... io lucho, lucho, lucho y no lo coooonsiiigooo!!”

Io trato, trato, trato de ponerle la mejor cara, hasta lo aplaudo y todo, pero debo reconocer que lucho, lucho, lucho para que me guste su canción y no lo consigo.


Me gusta cuando callas porque estás como ausente. Es tan corto el silencio y tan largo tu tema. Porque en noches como esta yo viajé en silencio/ mi alma no se contenta con haberlo perdido/ aunque este sea el último cantor por este viaje/ y esta sea mi última crónica hasta el próximo Cutcsa.




Una ya sabe que si ve 3 ambulancias que avanzan con la sirena abierta es que pasó algo. Si además pasan buses llenos de hinchas de un cuadro de fútbol una entra a suspirar en la parada y a pensar “que no sea acá, que no sea acá”. Y no, no era en mi parada, pero sí a 3 de casa. Se armó lío en el Intercambiador, donde se juntaron hinchas de Nacional y Peñarol. Cuando pasé había como 20 policías ahí y 6 enfrente. Una chica subió al 405 llorando, diciendo que el fútbol era una mierda, que a quién se le ocurre hacer jugar a los dos a la misma hora y que los milicos empezaron a los tiros entre la gente que esperaba tranquilamente su omnibus. 
Dónde está la frontera entre diversión y locura, me pregunto. En qué momento la perdimos, si es que alguna vez fue nuestra. Cuándo la naturalizamos tanto como para que el muchacho que viene sentado adelante con un amigo le comente que “y sí, ya hubo muertes... a mí me mataron a un amigo de la escuela. 19 años, tenía”, para acto seguido arrancar a hablar de posiciones en la tabla, como si tal cosa. 

Ya sé que no entiendo el fútbol, es una pasión que no tengo, como no tengo fervor religioso ni patriótico, pero una cosa sí tengo clara, y es que la vida, la libertad de expresión y la seguridad de las personas deberían estar protegidas a como dé lugar, y que ante las caídas en el salvajismo no podemos vivir en el silencio y la indiferencia. Vengan de donde vengan, amparadas en el motivo que sea.




Primero filtramos datos de 87 millones de usuarios, luego, pedimos que ellos y el resto nos los entreguen (aún) más voluntariamente: servicio de citas estilo Tinder (pero "para construir relaciones reales a largo plazo, no solo aventuras") en esta red. Coming soon.

"Profesora de Literatura, colecciono fósiles, vivo con dos gatos."

Mmmh... No sé.

"Me gusta madrugar, adicta al café, veraneo en Valizas."


Tampoco. Soy nueva en estas lides, señor Z; ¿por qué no me escribe usted mi perfil de presentación? Total, ya lo sabe todo...

jueves, 3 de mayo de 2018

No hacía falta





Cuando vi que la bola se detenía en colorado el 14 no grité, juro que no grité. Solo me quedé ahí quietito y sin moverme ni un milímetro mientras por adentro me subía una cosa como una efervescencia, los ojos se me abrían hasta quedar tirantes y el cerebro empezaba a tirar fuegos artificiales de esos que se ven en las fiestas, pero de los grandes. De la Noche de las Luces, por lo menos.

Era cosa de no creer. La primera vez que iba a la ruleta; había empezado con los mil pesos que me dieron de aumento por los quince años de trabajo y fui ganando una vez y otra, y otra, hasta esto. Una fortuna. Nunca en la vida conocí a alguien que tuviera ni cerca. ¿Qué digo ni cerca? Nunca en la vida conocí a alguien que tuviera plata. ¡Muchacho! Ahora sí que salimos de pobres, pensé, pero no quise empezar a los gritos porque uno es medio bruto y capaz que eso acá no se hace. ¡La de cosas que quedan por aprender a partir de esta noche!, me dije, mientras disimulaba una lagrimita que amagaba a caerme por la cara. ¿Llorar, yo? No, señor. ¡Lo que faltaba!

Cuando me dejó de volar la sangre por las venas y pude enfocar los ojos de nuevo, pregunté. Me dijeron que en el correr de mañana en horas comerciales podría pasar a recibir el cheque del casino. Que tenía que ir yo y nadie más porque el premio es intransferible, repitieron, y que cuando se trata de mucha plata el dinero no se entrega en el momento pero si yo quería seguir jugando me lo apuntaban a cuenta y lo descontaban cuando me pagaran.  
En las caras se les veía que me iban a pinchar todo lo posible para que siguiera apostando, pero a buen puerto iban por agua. Di media vuelta y arranqué para las casas. Ni loco iba a perder lo ganado; esta era mi primera y última noche de ruleta. Lo juro por la memoria de la viejita que me mira desde el cielo, paz descanse.  

Mientras iba de regreso en el 110 tuve como una hora y pico de tiempo para pensar. Decidí que cuando se lo contara a la Ñata lo iba a hacer en grande, como para que no se lo olvidara mientras viviera. Si hubiera sido otra capaz que no lo hacía, pero la Ñata es a prueba de balas y no se iba a andar muriendo de un infarto, así que decidí que esa noche la iba a llevar del infierno al cielo en menos que canta un gallo. Al gurí no sé si lo iba a poder embaucar, no porque sea muy vivo, sino porque hace unas semanas que no para en casa. Debe andar enamorado.

Después de caminar las cuatro cuadras desde la parada esquivando pozos y perros por los pasillos del barrio entré al rancho y me moví medio a lo oscuro, para no despertarla. El gato de la Ñata andaba por ahí cazando bichos, pero ese no es problema porque no maúlla salvo que olfatee comida y yo venía sin nada en las manos. 
Abrí la puerta del armario de la cocina despacito, despacito, tanteé por atrás de los frascos del azúcar y la harina y saqué el revólver. Pensé que iba a estar más sucio porque hace una punta de años que acá nadie tiene que salir a hacer la noche por unos mangos, pero no: estaba reluciente. La Ñata lo debe de haber limpiado, pensé, mientras me acercaba al dormitorio. Mujer imprudente, me dije, pero sin miedo ninguno, porque yo a este coso hace añares que le saqué las balas. Fue todo el mismo verano: el nacimiento del Oscarito, la entrada a la fábrica de vidrio y el abandono de las bandidiadas. Aquello ya era tiempo pasado. 
Pasado pisado, susurré, ya medio imaginando un viaje en barco, unos vasos de whisky y una mesa con comida hasta pa' tirar pa'rriba. Pero antes la bromita, y después el notición.

_ ¡Ñata! -pegué el grito desde la puerta. 
Ella saltó de la cama y se me quedó mirando con los ojos redondos como dos de oro.
_ ¿Qué hacés con el revólver, Antonio?
_ ¡No aguanto más esta vida, Ñata!- dije apuntándome a la cabeza como si de verdad quisiera terminar con todo. 
_ ¡Pará viejo, qué hacés!- escuché un grito del Oscarito, por la izquierda. -Dejá esa arma, que está car...
El estruendo me impidió escuchar el final de la frase del botija, que de repente se cayó de rodillas, mientras miraba cómo mi cuerpo se desplomaba despacito y sin ruido sobre el piso de baldosas.
_ Que estaba cargada, viejito, porque yo...- empezó a decir, pero no terminó la frase.

Igual no hacía falta.