Vistas de página en total

viernes, 16 de febrero de 2018

La estancia de Don Pepe







Una vez fui a una estancia. Era pleno febrero. 
Mis viejos, mi tío Valmar y yo estábamos de charla a la caída de la tarde, mientras el Toby se ocupaba de patrullar los alrededores del campamento para asegurar que no hubiera ninguna amenaza dando vueltas por el monte. La estancia de Don Pepe era la más linda y la menos peligrosa de todas las estancias del mundo, pero nuestro perro cumplía su misión de defensa de la manada a conciencia, como correspondía a su rol en el grupo.
De repente, un ladrido. Se acercaba un caballo con jinete, que saludó con el sombrero y desmontó en silencio. Era el dueño de la estancia. Nos miramos, sorprendidos, y ahí vimos que no era una la persona que llegaba, sino dos. Mi viejo ya se estaba levantando para recibir a las visitas cuando le vio la cara al que venía a la grupa del caballo y ahogó una exclamación que no presagiaba nada bueno:
_ ¡El Negro!
_ Buenas- dijo el aludido, y descendió del caballo. Mi tío Valmar también quedó conmocionado al ver al amigo de toda la vida en un sitio tan impensado, a tantos kilómetros de la capital y con las primeras sombras de la noche.
_ Pero… Negro, ¿qué hacés acá?
_ Tuve que venir; tus hermanas me pidieron que les avisara. El viejito está muy grave, no sabemos si pasa la noche. 
El viejito era mi abuelo, el viejo Manuel, que andaba por los 80 años, arrastrando las secuelas de un cáncer de estómago mezclado con las consecuencias de una vida de pobreza y doce hijos.
La ocasión no daba para llantos ni lamentos: había que ser expeditivo.
_ Vení, Negro, sentate, tomate unos mates mientras desarmamos- dijo mi padre, mirando consternado el panorama de los alrededores. 
No es fácil deshacer un campamento familiar a las apuradas y con poca luz, ni mucho menos ordenar las cosas para que ocupen poco lugar y entren en la cajuela de la Austin A40 roja y blanca de mi padre, la que en el barrio todos creían que era de la Coca Cola. Mi vieja empezó con las cosas de la cocina, mientras los hombres iban soltando las cuerdas que ataban la carpa. El vecino y el que lo había traído a caballo se fueron al rato, a ver si el Negro lograba agarrar un ómnibus que pasaba a las ocho por la carretera, mientras nosotros seguíamos doblando frazadas a toda velocidad, metiendo comida en bolsas, descolgando enseres y mirando a ver si no dejábamos nada olvidado entre los árboles. Ya en plena noche decidimos que habíamos guardado todo, y nos fuimos. 
Pasamos por la estancia, donde nos dieron las anticipadas condolencias. Esperanzas de que se salvara no había ninguna; se iba a tratar de llegar a tiempo para una despedida. Mi tío Valmar se quedó en la estancia por un par de horas porque no entraba en la camioneta: ellos lo iban a alcanzar más tarde hasta la carretera. Nosotros partimos en seguida; íbamos los tres en la cabina, con el Toby a nuestros pies.
En el camino, varias porteras. Mi madre era la encargada de bajarse, abrir, cerrar, volver a subir. El camino estaba barroso y lleno de zanjas; no llegábamos más. Nadie hablaba. Mi viejo iba concentrado en manejar en medio de la oscuridad más absoluta, tratando de hacer las cosas con delicadeza para que la Austin no se nos quedara por el camino. En cierto momento me pareció que tenía los pies fríos y que algo me estaba faltando. 
_ ¿Y el Toby? ¡No está el Toby!
Puta madre: habíamos perdido al perro en alguna de esas bajadas, no sabíamos en cuál. Dimos la vuelta. El Cele seguía sin decir una palabra. Allá a lo lejos, varios kilómetros atrás, le vimos los ojitos brillantes en medio de lo negro. Venía sin aliento creyendo que lo abandonábamos, pobre bicho. 
Mi vieja me echó la culpa de haberlo perdido, inventando una regla nueva (“el que viaja al lado de la puerta es el que mira que el perro suba”) pero no me extrañó, porque es lo que siempre hace. Abrazamos al Toby, le dimos agua y mimos, seguimos el viaje. 
La de Don Pepe era una preciosa estancia en Florida a la que nunca más íbamos a volver, porque poco tiempo después iba a desaparecer, tragada por las aguas del embalse de una represa. 
No miré a mi viejo en todo el camino; ese viaje debió ser bravo para él, y peor para mi tío, que lo tuvo que afrontar solo y en la incertidumbre de qué estaría pasando en su casa cuando regresara, porque Valmar era uno de los varios hijos que compartían con el viejo la enorme y deteriorada casa de la calle Lutecia. 
El Viejo Manuel fue el que menos conocí de mis cuatro abuelos; no recuerdo haber tenido una charla, ni saber nada de lo que había sido su vida antes de convertirse en una presencia adherida al banquito del frente de su casa, rezongando a los botijas de la familia y quejándose por todo. Después vino la enfermedad y ya no salió de su cuarto. 
Entramos a Montevideo alrededor de las once de la noche y fuimos derecho a los de mis abuelos. Había varios autos a la entrada; paramos en la esquina y el Cele se bajó solo, para no dejar la camioneta cargada a merced de los ladrones. Mi madre, el Toby y yo esperamos en silencio hasta que volvió, diez minutos más tarde. 
_ Ya se murió. Están en pleno velorio.
No había más para decir. 
Hoy estaba por hacer algo en la computadora cuando vi la fecha y se me vinieron encima las imágenes, especialmente los ojitos brillantes del Toby corriendo atrás de la Austin que se le iba. Cosa rara la memoria, cómo graba a fuego cosas de hace una vida y empaña otras de recién. O será que se gasta con el tiempo. 
Estuve buscando fotos de ese viaje y no tenemos, ni tampoco hay ni una foto del Viejo Manuel, ni siquiera alguna en que aparezca borroso, confundido entre los rostros de sus muchos hijos. No está en el casamiento de mis padres, no está en el álbum de las fotos en blanco y negro, nada. No aparece. Como si el tiempo se lo hubiera tragado. 
En todo caso y por las dudas, no duden en correrle de atrás a la vida si sienten que de repente los está dejando solos en mitad de la nada. A veces la oscuridad no es más que un susto pasajero.

sábado, 3 de febrero de 2018

Febrero 2018





Voces en mis orejas (fragmentos de diálogos polonienses con emisores de 7 años o menos):

Niño estructurado
_ Mirá, papá, esa casa de todos colores, qué fea, ¡es un colorinche!

.............................

Niño hipocondríaco:
_ ¿Y te acordás, ma, cuando fuimos a aquella playa y yo estaba con gripe y Luismi resfriado y nos pasamos todos los días metidos en el apartamento?

............................

Niña pusilánime:
_ ¡Salí, Francisco, la hamaca es mía! ¡No me empujes, Francisco, o le digo a mamá! ¡Mamááá, mirá Francisco!

..........................

Niño niño:
_ ¡Mirá, mamá, vení!
_ ¿Por qué, qué hay?
_¡Una víbora!
_ Ah, yo no la quiero ver. Si querés sacale una foto y después me la mostrás. 
_ ¡Vení, mamá, vení a mirar la víbora, daaaale! 
..............................


Y vos... ¿Qué niño serías?




Salgo del Cabo en el ómnibus semidirecto de las 7 de la tarde. 
_ Disculpe... ¿A qué hora llegaremos a 3 Cruces?
_ 12... 12 y media...
_ Ah, gracias.

Pasamos por Aguas Dulces. Se asoma el guarda:
_ Hay un ómnibus directo a Montevideo, que no para en todo el camino; tenemos 10 asientos libres; ¿a alguna persona le interesa?

Adivinen quién fue la primera en decir “¡sí!”. 

Una pista: es la misma que va sentada en el primer asiento del segundo piso, con paisaje 180 grados y extra espacio para piernas y mochila.




Antonio
Es un catalán de voz grave y ritmo tranquilo; hace un par de meses está de viaje por Sudamérica y este fin de semana pasó por el Cabo. Anarquista, se define, luchador por la igualdad de derechos y oportunidades. A los 20 se fue a África y estuvo viviendo en diferentes países, algunos de ellos en guerra, por 22 meses. Al volver decidió que quería ser cartero y a eso se dedicó hasta que cumplió 60 y lo jubilaron, el año pasado. Fue cambiando de lugares en su oficio para conocer de cerca otras realidades, desde Barcelona a Islas Canarias. Sabe todo de la política uruguaya, le gusta el carnaval y fue a las llamadas. Ayer charlamos un rato él, Lu (encargada del hostel), Aureliano (huésped, 7 años) y yo, pero en el desayuno de hoy el catalán y yo éramos los únicos despiertos, y estuvimos de charla hasta que se hicieron las diez y dejamos para otra vida la historia de la lengua, las razones de Cataluña y la naturaleza humana. Ya era tiempo de irse a Montevideo (él) y a La Calavera (yo).

Jo
Está en el hostel desde el 29 de diciembre; es una argentina de unos veinte años que pinta cuadros en los mismos tonos de verde y turquesa que el mural que su compañero plasma en el costado del hostel. Tiene pelo cortito; hay una sonrisa que le baila de continuo por la cara y los ojos son de esos que miran y entienden todo en un segundo.

Bella y Aureliano
Son mellizos, están con su padre, son muy sociables y de extremada dulzura. Se llevan muy bien tanto entre ellos como con los otros niños y adultos del pueblo. Nunca quise tener hijos pero de haberlos tenido me habría gustado que fueran como ellos. Bella me cuenta de su gata Sakura y de sus perros varios, entre ellos Corajeelperrocobarde; poco a poco se va desactivando y termina dormida en el sillón, hasta que la cena está pronta y se despierta al momento.

Juan
Es un veinteañero alto y delgado, capaz de calcular y preparar la cena para diez personas sin errarle en las medidas. Su abuelo, su padre, el hermano y él cumplen años entre el 11 y el 15 de mayo pero cada uno tuvo siempre su propia fiesta de cumpleaños porque “un Tauro no permitiría que se hiciera otra cosa”, dice. Le gusta hablar de política, y es una de las dos personas del hostel que me secuestran el libro de Escanlar que había llevado y lo leen en pocas horas

Facundo y Noemí
Tienen veinte y algo; ambos son de pelo largo y hermosos ojos negros. Viven en Tapalqué, un pueblo de 8000 habitantes de la provincia de Buenos Aires. A fines del año pasado decidieron irse de viaje sin tiempo, compraron una Traffic y se largaron a la carretera. Tocan en la calle o en boliches, son tranquilos y armoniosos. Ayer fueron hasta el Buena Vista pero en el camino debieron dar vuelta a los dos o tres km porque encontraron un adolescente con síndrome de Down perdido en la playa y un tanto descontrolado buscando al padre. Al final lo encontraron: el hombre estaba pescando, de lo más tranquilo, y no se inmutó cuando le llevaron al chico.

Federico
Es el padre de los mellizos; tiene el pelo a la altura de los hombros, es flaco y agradable. Se dedica a la ropa de alta costura para mujeres, y buena parte del año viaja a los centros de la moda para captar las nuevas tendencias. Le puso Aureliano al varón porque nació con los ojos abiertos, como el primer Buendía, pero se sorprende cuando le digo que también hay una Bella en Cien años de soledad. Ahora están los tres a punto de arrancar para Praia da Rosa; él charla con todos y se integra al hostel con naturalidad pero está pendiente de los niños. Me gusta su voz, tiene paz. Me gusta..

Julián 
Le falta la tesis para terminar Psicología; vive el invierno en Córdoba y el verano en el Cabo. Trabaja para una editorial cordobesa; el año pasado sacó su primer libro de poemas. Administra desde hace años el hostel de Gustavo, y cada temporada tiene más rulos. Aún no perdió la tonada cordobesa , ni lo va a hacer mientras viva.

Lu
Es la compañera de Julián, también cordoooobesa. Lu es etérea; se desliza por las calles del Cabo como si fuera una pequeña hada de ojos negros y dulzura inagotable. Es fotógrafa y da cursos en Altagracia; siempre le digo que me tiene que dar clases pero nunca recuerdo traer la cámara.

Luigi
Nació en Potenza, al sur de Italia, pero hace mucho que vive en Buenos Aires y desde que vengo al hostel lo veo cada verano. Es músico, y muy bueno; el año pasado sacó un disco y a veces toca en boliches del Cabo. Ayer fuimos todos a verlo pero su toque se había adelantado y para cuando llegamos ya estaba desarmando, aunque igual nos brindó un recital privado durante la cena.

Gustavo
Tiene el rancho casi enfrente a su hostel, y de vez en cuando pasa a visitarnos. Desde acá vemos corretear sus patos, gansos, gallinas y pavos, a la mayor parte de los cuales los tiene solo porque le gustan los animales. Ayer estaba con una tristeza ilevantable, porque salió a buscar cosas entre las dunas y de repente se le murió uno de sus perros, de golpe, supone que de un infarto. Era un galgo de año y medio; él le llevó agua, lo puso a la sombra, pero no hubo caso. “La suerte me dio y me sacó”, dijo en medio de la noche, todavía apagado y sin fuerzas: “encontré una boleadora y al ratito perdí un perro”. Gustavo conoce las zonas donde aparecen fósiles y donde hay elementos indígenas. Sale por las dunas a caballo, en especial cuando ha soplado mucho el viento y ha habido movimientos de la arena. Tiene muy buen ojo, y no duda en meterse a las olas si ve a lo lejos una boya de vidrio o algo que le parezca interesante. Es como yo, pero en serio.

Mariela
Es la única uruguaya del hostel, pero no la más grande esta vez, al menos hasta que se va el catalán y ella vuelve a ocupar el podio de los años y las canas. Saca fotos, busca fósiles, escribe, compra tortas y prepara café durante la mitad del día. 

Yo creo que es feliz. Ella también




Hace años que pongo fotos de mi casa en esta red; ustedes ya conocen el interior, las plantas, el galpón y el pequeño jardín delantero, pero lo que nunca (pero nunca) les he mostrado es el espacio del costado. Es una franja larga, de unos 3.50 por 1, más o menos, y desde que nos mudamos ha sido una especie de inconsciente familiar: es el lugar que no queremos ver, porque sabemos que está lleno de mugre y de cosas que lastiman, o al menos tienen la posibilidad de hacerlo. 
Como queda medio retirado de la vereda y hay un pasillo entre él y la siguiente casa, el espacio del costado se presta en primer lugar para los miedos. A cualquier ladrón le resultaría fácil esconderse ahí y esperar por la llegada de los dueños de casa para asaltarlos, y además la ventanita del costado, si bien tiene rejas, también podría resultar tentadora, y de hecho a la de al lado una vez le entraron sacando esa reja. Por todo esto mi viejo trabajó desde el comienzo por la seguridad de la zona, apelando a dos conceptos básicos: reforzamiento (instalando una segunda reja, por dentro) e inaccesibilidad (llenando el espacio de tunas, cactos y alambres de púas). 
El problema es que con el paso del tiempo el costado fue siendo cada vez más basurero, porque se llenaba de bolsas y envoltorios de caramelos llevados por el viento e imposibles de sacar, por las espinas. Ahí fue donde Innominada tuvo cría el febrero pasado, se acuerdan? Larga historia. 
Todo para contar que hoy arranqué un trabajo de rediseño del costado. La cooperativa me obligó a arrancar unas tunas que ya hace años habían llegado al techo (de los dos pisos), y una cosa trajo la otra... Conclusión: saqué todo, o casi, tiré diez bolsas de plantas, raíces, papeles, nylon y piedras a dos diferentes contenedores, y mañana empiezo a poblar el espacio con plantas que lo llenen y dificulten el escondrijo de cualquiera (excepto un gato), pero que sean lindas y grandes, de esas que en el jardín del fondo me están quedando chicas. Aloes, por ejemplo.
Consideren esta, entonces, la foto del Día de Limpieza. Tendría que haber sacado una del antes, de la selva mugrosa, pero me deprimía, y preferí arrancar desde acá. Vamos a ver cómo queda el resultado entre esta semana y la que viene, a más tardar (aunque capaz que me enloquezco y termino mañana, vamos a ver, según si llueve y esas cosas). 
Cuando esté pronto quiero opiniones (vulgo: elogios). 

Hasta entonces.




Regalo cactus por metro, con moraleja incluida sobre la dificultad de crecer apoyado en otros seres vivos y la imposibilidad de sostenerse una vez que los apoyos deben ser arrancados por órdenes de la cooperativa. Dos cactus. Uno de cuatro metros y otro de tres, más o menos. Regalo con todas sus espinas menos dos o tres, que trataré de sacarme de los brazos y manos a la brevedad posible.




Ese momento en el que, harta de buscar tu taza de café con ovejita en la cocina, en tu dormitorio y en el patio, te das por vencida y pensás que es muy raro que no te hayas preparado uno después del almuerzo como todos los días, hasta que abrís el freezer y lo ves ahí, congelado, al lado de las espinacas.





El vendedor de caramelos bajó del 103 y se sentó en el banco de la parada. Cuando el ómnibus hubo pasado levantó los ojos al frente, vio a un conocido atendiendo la verdulería de la esquina y arrancó a saludarlo con unos gritos que resonaron por encima del estrépito de motos, autos y buses de 8 de Octubre al mediodía:
_ ¡Gordo mamonazo! ¡Gordo tocapitos! ¡Gordo puré!
El otro levantó la vista, sonrió y contestó algo que desde mi vereda sonó como "Eeeeh!", mientras yo seguía mi camino pensando qué variadas y a veces incomprensibles son las formas que tiene uno de relacionarse con los amigos. De pasada paré en la fábrica de pastas a comprar unos ravioles de verdura. Iba a hacer puré, pero no sé por qué acabo de cambiar de idea.





Cuando empecé el IPA tenía una compañera que hacía, además, Humanidades. Los compañeros no entendíamos cómo lograba estudiar, realizar los trabajos y además vivir, siendo que tenía todos los días clases de 7.45 a 13.30 y de 17 a 22, más o menos. Ella, y no del todo en broma, decía que en realidad tenía que encontrar algo para hacer en esas horas de la tarde, que le quedaban medio perdidas. 
Eso fue hace mucho; ya no recuerdo su nombre ni su cara, pero si sé que abandonó Literatura en el primer año de la carrera. 

Ociofóbicos. Nada más lejos de mi perspectiva, pero que los hay, los hay.




“_ Cuando llegue a casa pongo todas tus cosas en una volqueta. No servís para nada, sos una basura, te desprecio, no servís para nada. Te desprecio”
...

Y esa es la razón por la que no pregunté el precio de una plantita recién, en la feria. La veterana no dejaba de hablarle al teléfono y, no sé, me pareció que quizás no era el mejor momento.





"La noche en que se abrió la tierra", era un artículo de Selecciones que leí cuando tenía 7 u 8 años, y a partir de ahí mi infancia nunca volvió a ser lo que era. Había encontrado un miedo (cómo si me hiciera falta otro). 

La historia era de un pueblo de Estados Unidos en el que por alguna razón se habían abierto enormes agujeros en el suelo, llegando a desmoronar un par de viviendas. Durante años viví aterrorizada de que eso pudiera ocurrir en mi casa, especialmente durante la noche, cuando estábamos desprevenidos. 

De todos modos no crean que la amenaza de ser tragada por la tierra me tenía paralizada: yo tenía un plan cuidadosamente elaborado. Desde la cama intentaba (hasta que el sueño me vencía) fijar la mirada en la banderola de la cocina. Si se empezaba a bambolear sin razón aparente tendría que saltar en un segundo, agarrar al Viruta y despertar a mis padres, en el cuarto de al lado. Algunas veces constataba aterrada que la banderola oscilaba de repente, pero siempre era el gato que volvía de hacer sus necesidades en la quinta del fondo. 

Hoy vi un artículo sobre los sinkholes, me metí en youtube y de nuevo desaté la pesadilla, solo que ahora es peor, porque acabo de enterarme de que no fue un evento aislado sino algo de lo más común en algunas partes. De pasada me acabo de encontrar con un montón de palabras que no había visto nunca; debe ser el día que más he buscado en el diccionario: sumidero, dolina, torca, kárstico, marga, escorrentía, uvala y poljé. 


Y ahora, con su permiso, los dejo. Me voy a buscar unos rivotriles a la farmacia.




_ ¡Quiero entrar, abra la puerta, tengo hambre, estoy sola, hay perros, sálveme, humana!
_ Dale, entrá.

_ Ahora no.




Leo, de un liceo de Montevideo: "El uniforme de 3ero es gris en remera o buzo de manga corta o larga o canguro o campera." 

La intención debe ser buena, pero o hay un abuso de la conjunción o un exceso descriptivo o un teclado sin comas o un deseo de abarcar todas las posibilidades o simplemente no se les ocurrió poner que "la parte de arriba del uniforme es gris".




_ Señora... ¿me puedo sentar a su lado?
_ Sí. 
_ Bien- dice la chica. Es alta y flaca, bastante linda, de vestido negro, ojotas en los pies y guitarra en la mano. Nos mira, y prosigue:
_ Bueno, voy a hacer un poco de música para todos ustedes. Algo cortito, porque ahora se empiezan a bajar todos por 18 y eso ya lo tengo bastante calado. Además hace mucho calor. Voy a hacer un tema de una uruguaya, Luciana Mocchi. Dice así...
Y arranca su tema. Es MUY buena. Todos la aplaudimos, sinceramente impresionados. Ella se despide: 
_ Gracias, gente. A veces no sé si cantar este tema porque dice la palabra “porro”, pero es muy, muy bueno. Gracias por escucharme. 
Recauda algo de dinero (bastante, creo percibir), agradece y se baja.


Crónicas admirativas de músicos de bus... Aproveche, estimado lector, que esto no se va a repetir con frecuencia. Tómelo como una franquicia de carnaval. 




Acabo de revisar mi cartera: ayer salí con dos lapiceras y volví con cuatro. Hoy voy a probar con celulares, para ir midiendo el alcance de mis poderes.




Despierto tras una noche con número normal de horas de sueño pero sin poder despegar los ojos, como si me hubiera dormido media hora antes.

_ Hola. Una hora- saludo maquinalmente al guarda-chofer del 404.
_ Hola. ¡Bienvenida!- responde con una sonrisa.

¿Qué me hablan de San Valentín?, pienso, mientras me ubico en un asiento vacío del medio del coche. Esto es amor, amor a los demás, a las personas en general, a nuestra función en el mundo. Sigo mi viaje, ahora despierta y de buen humor, hacia la mesa de examen de cuarto año en el IAVA.

Buen día, gente. ¡Bienvenidos!

(Salvo que no hayan estudiad... eh... No, nada).




Góndola de las verduras de Tienda Inglesa. Dos voces a mis espaldas, de una mujer y un niño pequeño.
_ ¡Le va a gustar Bob Esponja!
_ Todavía no sabemos si al hermanito le va a gustar Bob Esponja. Tenemos que preguntarle cuando nazca.
_ ¡Pero cuando nazca no va a saber hablar! 
_ Claro. Tenemos que esperar que aprenda a hablar y ahí le preguntamos. 
_ Sí. ¡Y le va a gustar Bob Esponja!


Sigo recorriendo las verduras, mientras se me ocurre que hubiera estado bueno tener un hermano mayor que pensara en mis gustos desde antes de que yo naciera aunque un poco depende, porque en una de esas él me quería fan de Marco o de Meteoro, y lo mío siempre fue más Pantera Rosa, Oso Hormiguero o Inspector Clouzeau. 




Hace unos días releí Madame Bovary. La primera vez había sido cuando iba al IPA, así que no me sorprendió demasiado ver que no me acordaba de nada, excepto de la línea central del argumento. 
Ayer de noche arranqué con Río místico, que leí hará dos o tres años, y si bien reconozco los personajes y más o menos el rumbo que van tomando los acontecimientos, me asombra darme cuenta de que no tengo ni la menor idea de cómo termina. Quizás la otra vez lo abandoné inconcluso, ¿no? Debe ser eso, ¿eh? 
Decidido: esa será mi verdad oficial. La otra vez lo dejé por la mitad. Lo abandoné sin saber si el malo era castigado, sin confirmar si el autor iba a ser tan genial de resignificar algunos acontecimientos en apariencia menores y hacerme sentir que la cosa cuajaba redondita, redondita... 
Bueno, bueno, basta de palos. Después de todo, las verdades oficiales no tienen por qué ser coherentes. Alcanza con que nos saquen (o parezcan sacarnos) del borde del abismo, por ahora. Y en eso estamos.


A propósito: amo a Dennis Lehane, y quiero que lo sepan.




Somos un país de ansiosos. Mientras estaba en Valizas a principio de enero recibí mensajes de estudiantes del IPA para hacer la práctica en alguno de mis grupos, los supermercados hace veinte días que armaron la góndola de los útiles escolares y acabo de ver un 300 con un cartel de “por Llamadas”, a las 8 de la mañana. 

Seguiría comentando el tema pero no tengo tiempo, porque estoy viendo quién le da de comer a la gata el fin de semana largo del 2 de noviembre, que me voy de paseo con mis amigas. Hasta luego.




Estoy releyendo Madame Bovary (esos pequeños lujos de las vacaciones), y me impresionó una parte en la que ella y su pretendiente conversan al disimulo en medio de una actividad ganadera de la región. Flaubert va alternando dos planos del diálogo de la manera más natural:

-Cien veces quise marcharme y la seguí, me quedé.
«Estiércoles.»
-¡Cómo me quedaría esta tarde, mañana, los demás días, toda mi vida!
«Al señor Carón, de Argueil medalla de oro.»
-Porque nunca he encontrado en el trato con la gente una persona tan encantadora como usted.
«lAl señor Bain, de Givry - Saint Martin!»
-Por eso yo guardaré su recuerdo.
«Por un carnero merino...»
-Pero usted me olvidará, habré pasado como una sombra.

Me hace acordar al fragmento de Rayuela en que Oliveira lee un libro y a la vez se van intercalando sus pensamientos respecto a La Maga, que anda por ahí, enojada con él, si mal no recuerdo. Ya estoy elevando mentalmente loas a ambos (y a tantos otros) por esta forma creativa de plantear la simultaneidad, cuando caigo en la cuenta de que toda esta parte de la Bovary ha llegado a mi cerebro matizada por un tercer nivel de diálogo; hay otra voz que se interpone entre Flaubert y yo, entre Cortázar y yo, entre ustedes y yo.

-Cien veces (miau) quise marcharme y la seguí, (miaaau) me
quedé.
«Estiércoles.»(mrrrmau!)
-¡Cómo me quedaría esta tarde, mañana, (miau miau) los
demás días, toda mi vida! (meoooow)
«Al señor Carón, (miau!) de Argueil medalla de oro.» (MIAU!)

Y sigo con la lectura, sabiendo que ni el atún ni las miradas ni los mimos callan esa voz hiperarticuladora que desde hace un tiempo acompaña mi lectura, mi preparación de almuerzo, mi
limpieza de la casa o mi sueño de las cinco de la mañana.





_ ¿Y, vecina? Quedó bien prolijo el seto, ¿no?

_ No. No quedó nada, m’hijo. Les pedí que podaran el del costado, no el del frente. ¿No ves que cortaste como veinte ramas de la enredadera que me gusta y que hace años tapa la parte en que el seto está seco, ¿eh? ¿Y el pasto? ¿Para qué me cortaron el pasto? A mí me gusta de cinco centímetros y lo dejaron contra el piso, pobrecito. ¡Y además arrancaron cuatro ramas grandes del romero!! Yo adoro el romero, reparto ramas con mis amigos, les doy a los vecinos... Ustedes siempre lo mismo: solo saben podar y podar al ras lo que sea. Lamento que vinieran ayer, que no estaba, o los hubiera vigilado de cerca. Dos metros de seto tenían que podar, dos metros, no todo el jardín, puta madre que los parió.

Eso y algunas cositas más debí decirles, pero me salió:

_ Eeeeh... Sí, bien. Ta luego.

Y me fui. Como cuando el peluquero me cortó de más, o como cuando mi vieja me cosió el Fiorucci desflecado con el que iba a Bellas Artes, más o menos. Si el otro le erra de puro comedido me desarma, maldición. 
Debe ser que soy igual.
Ustedes cualquier cosa me avisan, ¿ta? No se olviden. Con tacto, pero me lo dicen. No se olviden.




Él es alto, flaco, de barba, medio hippie, de unos 18 años. Sube al 405 en Ramón Anador. Muy peace and love; nada lo perturba, habla bajito y sin entonación. 
_ Bueno, ¿Cómo andan? Estamos aquí, con ganas de cantar un poquito. Se notan las buenas vibraciones...
Rasguido de guitarra. Pausa. 
_ Bueno, se me acaba de romper una cuerda. Eso quiere decir que esto saldrá como se pueda. 
Y se embarca en una larguísima cosa que pareció ser una salmodia cristiana pero terminó resultando ser (según él) dos temas, uno de Pink Floyd y otro de Santana. Nadie apaludió. El silencio era más que elocuente. Él no acusó recibo del golpe y siguió, con su tono desmayado: 
_ Bueno, Gracias por la atención. Eran temas en inglés porque hoy nos levantamos con ganas de cantar ingleses... Bueno, aunque Santana no es inglés, es de Estados Unidos. 
Y se bajó, cuando ya casi llegábamos a Comercio. 
Me dieron ganas de decirle que Santana no es de Estados Unidos, que no se puede tocar Pink Floyd con cinco cuerdas y que las dos de la tarde no es la hora más adecuada para un concierto de ómnibus, pero seguí escribiendo en el celular y no dije nada, en parte porque no me correspondía y en parte porque en TV Bus estaban pasando unos videos de carpinchos y no me los quería perder. Egoísmo de verano o laissez faire, yo qué sé. Tengo el cerebro a temperatura de horno. Bastante con que respiro; pensar ya sería otro precio.




Salgo de mi casa y camino hacia la parada enfrentando la mañana del lunes con osadía y despreocupación. Voy bajo el sol sin protector, uso un vestido libre de bolsillos y dejo atrás una casa con gata no oficialmente adoptada durmiendo feliz sobre la alfombra. Mariela Jones, ese es mi nombre. 
Salgo de mi casa y encaro la semana cual si fuese la conquista de un reino o la búsqueda de un tesoro milenario, y poco importa saber que no me puse protector porque se me pasó, o que ando sin bolsillos porque el vestido me queda bien aunque me obligue a llevar todo en la cartera.
Lo de la gata adentro de casa es en verdad el único riesgo importante de este lunes de febrero con trabajo y con calor. Espero que no invite amiguitos, que no rompa nada y que no vomite en la alfombra, por lo menos.
Mariela Jones viaja hacia lo desconocido en el 103 de todos los días donde un niño llora, el guarda insiste en “pasando al fondo que hay lugar” y una señora le responde que “la culpa es nuestra por aceptar viajar en estas condiciones”. 
La aventura continúa.

El 144 en el que voy es una gran familia. 
Primero un flaquito recorre todos los asientos pidiendo de a dos pesos hasta completar su boleto de dos horas. Después una chica y un muchacho con acento extranjero hablan de fútbol y reglamentos, porque estudian para ser entrenadores. Un policía gordo con pinta de bonachón se mete en la charla y les plantea una situación problemática que ellos no pueden responder y que al parecer (según él) “ni la FIFA pudo contestar”. La gente escucha al disimulo; al final todos se miran y sonríen. 
La rubia del fondo, mientras tanto, sube a las redes fotos de manzanas y de lagartos, a la vez que escribe cosas sin parar en su teléfono, como si no escuchara o no le interesara percibir nada de lo que la rodea. 
El 144 en el que voy es una gran familia, repito, y en ella estamos todos: los jóvenes estudiosos, el tío que plantea enigmas, el parásito que solo viene a manguear plata y la que chusmea al disimulo aunque no lo parece. Estamos todos.



El señor Juan Larraín Oteiza hizo una donación importantísima a la ciudad: un edificio de un piso pero grande que está al lado del instituto de ciegos y hoy no sé si es una policlínica barrial o algo parecido. ¿Que cómo lo sé? Fácil: hay un relieve en las paredes donde en letras de 40cm de alto dice “Donación de Juan Larraín Oteiza”. Gracias, don Juan, muy generoso de su parte. De la modestia ni hablamos, pero, bueno. Bien igual.




En otras épocas cuando despertaba contenta y con sensación de ser etérea es porque había soñado que volaba. Hoy, en cambio, soñé que había bajado 5 kilos: viene a ser más o menos lo mismo, ¿no?


(No, ya sé que no... disimulen.)