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jueves, 24 de marzo de 2016

Bajo el frío de Toscana




Ella va muy contenta con su minifalda amplia negra a lunares blancos, sus medias blancas a la altura de las rodillas, su saquito violeta atado a la espalda onda Chilindrina, el pelo en dos colitas altas anaranjadas y fluorescentes y las mejillas muy pintadas de rojo. 
No, no es una niña. Tiene unos veinte años, y si bien parece estar montando un personaje no veo cámaras ni acción alguna que me lo confirme. 
Los aeropuertos tienen su propia fauna, pienso. 

Y me voy al checkin, que acaban de llegar mis amigas.



"Buenos días, señores pasajeros, habla el comandante. Estamos llegando a Roma en unos quince minutos, con un retraso de apenas un cuarto de horaEl día se presenta nuboso, con 13 grados de temperatura. Está un poco tontorrón, como que ahora sí, ahora no, y va a seguir tontorroneando durante toda la jornada. Les deseamos un muy feliz viaje, y a los peregrinos que puedan encontrar la paz y la energía que andan buscando."
A los cinco minutos:
"Señores pasajeros, este es el comandante. Olviden todo lo que les he dicho, pues me he equivocado. ¡Este día va a ser MA-RA-VI-LLO-SO!!"
Ahí fue cuando lo aplaudimos todos.
Salute a tutti quanti. 

Ya estamos en el primer piso de un apartamento espectacular frente a la Piazza de Santa Maria del Trastevere, y esto no se puede creer.



_Mariela, hoy no escribiste nada...- me dice Tere mientras descansamos post merienda en la casa. 
Y es verdad. No escribí porque desde las primeras horas de la mañana hasta las seis y media no paramos más que para almorzar. 
Eso explica mi actual estado de agotamiento, pienso, mientras me duele todo lo que sea músculo utilizado para caminar y los ojos me piden un respiro. Es sacrificada la vida del turista. Por suerte me acaban de invitar con unos Tarallini al Olio, que son como snacks de aspecto pero saben a ambrosía, y recupero algo de las energías invertidas en la jornada.
Impresionante, la jornada. Absolutamente impresionante.
Primero pensamos que llovería, porque estaba todo negro, pero pronto salió el sol y asomamos al martes. Comenzamos caminando hacia el Tíber, al que bordeamos por unas cuadras. Un paseo arbolado, cruzado por múltiples puentes de diversas épocas. Llegábamos a la iglesia de la Boca della Veritá cuando se largó a llover, y corrimos a refugiarnos, pero la lluvia no duró más que unos minutos. Todo el día fue una sucesión de grises y azules. 
La boca della Veritá es una escultura con forma de rostro humano donde la tradición dice que si uno pone la mano en su boca y dice una mentira es mordido y la mano queda atrapada. Nosotros zafamos.
Caminando, caminando entre monumentos, iglesias, ruinas y parques, vimos desde arriba el paisaje y panorama espectacular del Foro Romano, con el Coliseo de fondo. Pasamos sin entrar por los Museos Capitolinos, el Museo del Resorgimento, y entramos al altar de la Patria, monumento a la unificación nacional, el Palazzo Vittoriano, más familiarmente conocido como la Torta de Bodas, en virtud de su color blanco y sus muchas columnas. Subimos hasta lo alto en un ascensor y llegamos a un lugar desde donde disfrutamos de una visión panorámica de Roma de 360 grados. 
Roma no tiene edificios altos, casi todos tienen tres o cuatro pisos. Las callecitas son estrechas, muchas veces adoquinadas, y hay palomas y gaviotas por todas partes. En lo alto del edificio que decía, por ejemplo, encontramos varias gaviotas adictas a la cámara, a las que les rendimos el homenaje que reclamaban posando como dueñas del mundo. 
Almorzamos en el mismo lugar, con la vista panorámica de Roma y las aves caminando entre las mesas, mientras afuera llovía torrencialmente. 
Al rato asomó de nuevo el sol, y salimos. 
Era tiempo de iniciar la tarde. 
La tarde tuvo un solo nombre: Museo Vaticano. Y voy a renunciar a contar lo quo vi, porque es de verdad inefable. No hay palabras para contarlo, no existen palabras para tanta belleza y tanta grandiosidad. Caminamos sin parar durante cuatro horas, dejamos sin ver varios museos, vimos arte egipcio, babilonio, etrusco, paleocristiano, contemporáneo, de todo. Salas de 120 metros de largo, como la de las cartas geográficas, que tiene 40 mapas gigantescos de las posesiones papales del Renacimiento. Salas con veinte tapices de 8 por 5. Salas con decenas de esculturas romanas: salas de humanos, de dioses, de animales, un Hércules dorado de metros de altura, sarcófagos, bañeras gigantes y un interminable etcétera. Enormes aposentos decorados tanto en paredes como en techos, Rafael, Miguel Ángel, y toda la patota de sus discípulos. Y la Capilla Sixtina, donde no se puede hablar y hay guardias que hacen callar a los parlanchines con sonoras órdenes cortantes. Solo en la Sixtina se prohiben las fotos. Uno pasa horas mirando para arriba con la boca abierta. No hay palabras, de verdad. 
A la Piazza de San Pedro la vimos apenas, porque ya era tarde y estaban cerrando el acceso, pero fue suficiente para saber que tenemos que volver. 
Tenemos que volver.
Tenemos que volver. 
Aún no tiré la moneda en la Fontana di Trevi pero na hace falta hacerlo para estar seguros de algo: vamos a volver. 
Y me cansé de escribir, por ahora. 

Ta mañana.



Notas del tercer día a Roma (léase con "ere", sin apoyarse en la R, per favore):

* No hay perros vagabundos ni gatos flacos en toda la ciudad. Ni mosquitos. Ni edificios. Ni aires acondicionados asomando de las fachadas, porque usan unos que van dentro de las casas.
* A las siete medio mundo está cenando o de Happy Hour, porque los bares, ristorantes e trattorías rebosan de gente.
* Si llueve aparecen miles de hindúes vendiendo paraguas y capas de lluvia.
* Los tanos tienen una forma de mirar que no conoce el disimulo: te clavan los ojos como puñales aunque vengan con sus hijos, esposas o nietos al lado.
* Los turistas son de todas partes, solos o en grandes grupos. Los únicos medio infumables son los gallegos de quince, que vienen en viaje didáctico, con profesores que explican y explican cosas que nadie escucha. Los japoneses vienen mucho en parejas, todos flacos, serios, impecables. Los nórdicos suelen ser veteranos con pinta de mucho training y varias vueltas al mundo en sus espaldas. 
* el Coliseo es enorme, no se recorre todo y hay mucha gente, pero igual su grandiosidad justifica todo, hasta la lluvia matinal con que lo recorrimos. 
* El Foro y el Palatino son gigantescos y llenos de caminos, subidas y recovecos. Columnas y pedazos de columnas por todas partes. Murallas. Gaviotas. Panoramas.
* El chocolate, el capucchino y los ñoquis son insuperables. Y la muzzarella. Y el chocolate amargo. Y las manzanas. Y el pan. Y todo. 
* frente a casa está una fuente que día y noche congrega multitudes. Ayer vimos una gaviota bañándose en el agua de la fuente a la medianoche, y salpicando agua para todos lados.
* Acá los cuervos son grises. 
* la gente es amable, linda, educada, tranquila. Quiero vivir a Roma y tomar cioccolato todos los días.

A domani.



Hoy la mañana se presentó seca y soleada, hasta que arrancó a lloviznar y estuvo tontorreando (al decir del piloto de Iberia) hasta la noche. Ahora sí, ahora no, pero sin llegar nunca a ser lluvia de verdad. 
En principio fuimos hasta el vecino Campo de Fiore, donde está la estatua de Giordano Bruno y donde funciona un enorme mercado de frutas, verduras, quesos, condimentos, licores, semillas, etc. Es una manzana, pero en ese espacio reducido se concentra el sabor della Italia, incluyendo vinos calientes con frutas, licores varios que son testeados in situ con todo éxito y una cosa visualmente maravillosa que resultó ser un bróccoli romanesco. 
Del mercado fuimos a tomar chocolate y capucchinos, y de allí al barrio judío, donde vimos una fuente con tortugas que es en parte obra de Bernini, donde nos conmovimos ante las placas en recuerdo de los judíos asesinados en Auschwitz y donde me enamoré de una gata gris y obesa. 
Ahí nos dimos cuenta Alejandro y yo de que no habíamos visto aún la Fontana di Trevi y mañana temprano nos vamos, por lo que allá fuimos, caminando, como casi siempre. 
Recorrimos varias cuadras, encontrando en el trayecto iglesias, obeliscos y palacios inesperados, hasta que llegamos a la fuente. Enorme, la fuente, de color turquesa y con buena vista pese a los cientos de turistas que deambulaban por las escalinatas, se sacaban selfies y tiraban monedas. 
Almorzamos pizza a una cuadra de la casa y ya por la tarde emprendimos la marcha hacia el Vaticano, porque nos había quedado algo en el tintero, una pavadita, mire: la Catedral de San Pedro. 
Los museos Vaticanos fueron indescriptibles, las múltiples iglesias a las que fui me encantaron, pero nada me impactó tanto por la grandiosidad y magnificencia como la Catedral de San Pedro. Ya de entrada, la Pietá. Luego, el altar mayor, las cúpulas, los relieves, las esculturas, todo enorme, aplastante. Peregrinos entrando en grupo mientras recitaban a coro partes de la Biblia, siguiendo una cruz. Gentes de todas partes. Dos monjitas sacando fotos de un santo con un celular. Un guardia suizo vestido con ropas multicolores onda murguista. Y un etc virtualmente interminable, sin olvidar, ya en el exterior, las consuetudinarias gaviotas en la cabeza de todos los santos vaticanos y las miles y miles y miles de sillas dispuestas en la plaza para no sé qué celebración católica que supongo contará con la presencia del Papa Francissssco. 
A la salida de la Catedral nos separamos: Marila no había venido con nosotros, Ale subió a la cúpula, Tere se volvió y yo me fui hasta el Castel de San Angelo, una enorme fortaleza sobre el Tiber a la que al final no entré porque me entró el amor por mis euros y no quise desprenderme de diez de ellos. Volví caminando a la orilla del río, notando con cierta preocupación que las sirenas y ambulancias se iban adueñando del paisaje, que el tráfico estaba trancadazo y había como una conmoción en el ambiente. Vi un diario tirado y lo levanté: hablaba de un terrorista que culpaba a Roma del asesinato de un imán y afirmaba que irían contra la estación, oh oh. 
Seguí caminando hasta la isla Tiberina, buscando alguna placa que testimoniara la muerte de Florencio allí, en 1910, pero en el hospital Fattebenefratelli no hay ni rastros del pobre tuberculoso que fue a morir entre sus paredes solo y lejos de su gente. 
Continuaba lloviznando, y volví a la casa. 
Mañana será el día de la partida a Florencia. Sin peligro, parece, porque dicen que lo del terrorista ya fue desactivado, aunque en fin, mejor no hablar de ciert-tas co-sas. 

Ampliaremos.



ESAS PEQUEÑAS COSAS QUE TE INDICAN QUE ESTÁS EN EL PRIMER MUNDO:

- en las paradas un cartel electrónico te indica cuántos minutos demora el ómnibus y cuántas paradas le faltan para llegar. 
- uno marca solo el boleto, y el chofer ni te mira. Para en todas las paradas, abre todas las puertas, y el pasajero se gestiona solo. 
- hay calienta toallas en el baño.
- quienes pasean perros siempre limpian lo que el bicho hace.
- por todos lados hay camionetas de la policía y milicos armados con unas cosas gigantescas en la vereda.
Y, sí. 
No todo es un cuento de hadas.

Ya me va cayendo más simpático el 103 sin horarios.



Volviendo a la casa al anochecer nos vemos obligados a detener el paso ante un cartel dentro de una heladería.
_ ¡No te puedo! ¿Eso es chocolate? 
_Mmmhh... No, no puede ser...
Entro y hablo con la empleada. 
Era chocolate. Cien kilos de chocolate derramándose por la pared, mostrador de por medio. 
O sea. 
CHOCOLATE.
...
Cien kilos de chocolate y vos, en Florencia. 
Pensalo. 
...

Soy una mujer voluble, lo sé, pero ahora he decidido que el Paraíso terrenal está en Florencia, más precisamente cerca del Duomo, del Arno y de la heladería de los cien kilos de chocolate.



FIN DE SEMANA ARTÍSTICO Y VERTIGINOSO.

Ayer la galería degli Ufizzi y hoy la Accademia significa que en 48 horas nos hemos enfrentado a Leonardo, Michelángelo, Raffaello y toda la patota renacentista, sin contar a Giotto, Massaccio y unos cientos de medievales que nos han impactado a diferentes niveles. De la admiración al respeto, pasando por matices de incredulidad, sensación de analfabetismo agudo (pese a los seis años de Bellas Artes) y franco convencimiento de una sola cosa: los pintores medievales no habrían visto muchos bebés desnudos, o no hubieran pintado tanto cabezón o desproporcionado mostrito.
Lo mejor: el David original. Impresiona ver en el mármol las venas de las manos, el cuello y los pies y a un tamaño tan enorme, bajo una austera cúpula en una nave gigantesca de la Accademia. Después lo volví a ver sentado y tomando un helado en la esquina, pero con ropa. Y no es lo mismo.
En los Ufizzi, ayer, lo mejor fue Boticcelli y alguna cosa de Leonardo. Hoy vimos además una muestra de objetos antiguos de los Medicis, entre ellos un Stradivarius. 
Hicimos miles de cosas, pero las principales fueron iglesias, galerías de arte y subidas a los dos edificios altos de la ciudad: el Campanile de Giotto y el Duomo de Bruneleschi. Ambos coinciden en los colores y estilo exterior, en las alturas similares y en que se sube por unas escaleras angostitas e interminables, que los hacen no aptos para claustrofóbicos. 
O sea, que no debí subir. 
Pero lo hice.
Ayer el Campanile tuvo un ascenso agotador de 414 escalones, planteados en cuatro tramos de gente que subía y bajaba de continuo. En lo alto, frío, viento, y una visión de la ciudad en 360 grados solo interrumpida por el Duomo, a un costado. La claustrofobia no fue un problema, aunque me quedé un poco sin aire en un par de ocasiones.. 
Hoy el ascenso a la cúpula me resultó un tanto más problemático, porque las escaleras son MUY angostas, cada vez más, y los tramos son infinitamente mas largos y se trancan dos por tres, haciendo que los complicaditos como yo nos paráramos, suspiráramos y miráramos al piso como tratando de olvidar que no había salida fácil (tal vez ni siquiera posible) por ningún lado. Pero valió la pena. Fueron como 460 escalones, 95 metros y dos recorridos circulares por diferentes niveles de la cúpula inolvidables. 
Maravilloso el Duomo.
Nunca más el Duomo. 
Bah, por ahora. 
Y no escribo más porque nos vamos a cenar.

Ampliaremos.



Listo. 
Si algo faltaba para enamorarme de Florencia era bajar hoy a la costa del Arno y encontrar una playita con arena, árboles y cucharetas nacaradas enormes!!!!! Un par de patos nadaban tranquilamente a unos metros de nosotros, una chica paseaba con su perro, otros andaban en bici, mientras escuchábamos y veíamos la caída del agua en una pequeña cascada y, a lo lejos, las siluetas de los Ufizzi y el Ponte Vecchio.
Cuando vi la primera cuchareta, dada vuelta, estaba dentro del agua heladísima del río. Me estiré haciendo una peligrosa maniobra y con un palo logré sacarla; al ver lo de adentro casi enloquezco: maravilla!!! El agua casi me corta la circulación, pero valió la pena. A las orillas una zona arbolada había recogido la resaca del río, con muchas ramas y troncos gastados por el viaje en el agua. Había entre las ramas, además de cucharetas, muchos pedacitos de cerámicas pulidos por el río y algunas piedras verdes.
O sea.

QUIERO VIVIR EN FLORENCIA. Punto.




Ayer tres de nosotros estábamos convencidos de que era nuestro último día en Florencia, pero no. Marila nos hizo ver que teníamos 24 horas más de plazo en el Paraíso, cual inesperado cheque a la felicidad en forma de paisajes, iglesias, ruinas, playa de río, caminos entre los cerros, cuervos, fuentes, cielos azules y lunas crecientes. 
Estoy tan agotada como feliz. Hoy no me da ni para crónica, porque anduvimos por las alturas y los alrededores de la ciudad y me duele cada músculo del cuerpo, aunque tal vez una sopa Rivollina me devuelva las energías en breves minutos.

Ampliaremos.



Barga es un pueblito Toscano en un valle rodeado de montañas. En verdad estamos a unos 400 metros sobre el nivel del mar. La Casa Cordati es antigua, de muros gruesos, con un par de frescos en las paredes y llena de pinturas del señor Giordano, abuelo del veterano que la administra ahora. Queda en la Via del Mezzo, que hemos recorrido solo en parte, pirque llegamos al atardecer. Calles empedradas, escaleras y callejones que suben y bajan, unos pocos autos (solo pequeños) que apenitas pueden girar en las esquinas y a veces dejan huellas de los rozones contra los muros de las casas. Gatos gordos que vienen corriendo a pedir mimos. Muy poca gente. Un silencio al que estábamos desacostumbrados, especialmente luego de pasar por Florencia y su constante hormigueo humano. Aire puro, con olor a estufa prendida al caer la noche. Se ven montañas nevadas en el horizonte.
Ayer cenamos a las siete de la tarde, en lo de Aristo, un lugar pequeñito y de película atendido por un chico veinteañero, una señora cincuentona y un duende de edad indefinida, bajito, de barba blanca y ojos azules, que nos explicó cada plato, respondió las preguntas que le hicimos sobre las fotos y los instrumentos musicales que decoraban el lugar y hasta nos contó de un tenor uruguayo que viene a Barga dos por tres: Marcelo Guzzi, o algo así. Parece que canta con Andrea Bocelli y un día de estos, como su padre se lo pidió, cantó frente al restaurante. Al principio había dos o tres personas, porque era a media tarde, a la hora de la siesta, pero pronto se congregó una multitud y era emocionante ver correr la lágrimas en los ojos de los viejos, conmovidos. 
El señor Giordano, el de la casa, nos habla solo en inglés, pero el del boliche se maneja en su idioma y le entendemos todo, salvo Marila, que preguntó qué licenciatura de italiano habíamos cursado en La Habana que ahora andábamos volando con el tano.
Cenamos sopa de lentejas y torta de queso, tomate y berenjena. De postre unas tortas caseras que añoraremos cada día de nuestras vidas. El duende nos invitó con una ronda de vino de la zona, "vino santo", que es dulce y delicioso, y al rato, cuando nos íbamos, otra ronda, pero de un licor de chocolate tan espeso y espectacular que era de limpiar la copa con el dedo, literalmente.
Ya estamos haciendo planes para vivir en Barga. Marila puede traer a Pippin y yo a las mías, que no desentonarían en este universo de gatos rollizos y lustrosos. 
Y ya es tiempo de levantarse y desayunar.

Carpe diem.



Ya es la una de la mañana y Barga duerme desde hace varias horas. El viento se hace oír pese a las gruesas paredes de la casa Cordati, y es una suerte vivir en una época de calefacción generalizada.
Los viajeros uruguayos nos mandamos una odisea que implicó pasar por todos los paisajes y todas las situaciones posibles, todo en una jornada, pero no sé si me da el resto para contarlo. 
Empezamos con un viaje de dos horas y media rumbo alle Cinque Terre, sobre la costa de la Liguria. Todo el trayecto fue entre las montañas, viendo a lo lejos los pequeños pueblitos con sus casas siempre amarillas o anaranjadas, alguna iglesia, algún castillo en lo alto y un fondo de montañas que poco a poco se fueron convirtiendo en unos picos blancos altísimos y esplendorosos: eran los Apeninos. Ya desde ayer andamos todos con la música de Marco en la cabeza, y esto era como viajar adentro de un puzzle, porque si los paisajes de alrededor de Florencia nos recordaban a las pinturas medievales estos nos llevaban directamente a las clásicas imágenes de verde, agua cristalina, puentes firmes y antiguos, montañas verdes cercanas y blancas a lo lejos. Cascadas por todas partes y cientos de cañadas y arroyos de unos veinte centímetros de hondo, entre piedras blancas y con agua verde. 
No nos daban los ojos. 
Cuando ya habíamos casi agotado las provisiones de frutas y bizcochos llegamos a nuestro destino en Cinque Terre: el primer pueblito, Riomaggiore, el más chico y el más bello de los cinco, construido sobre los acantilados. De entrada nuestro acceso fue complicado dado que no se permite el ingreso con auto de quienes no residen o alquilan, y tuvimos que dejar el auto a unas cuadras, por un tiempo máximo de tres horas. 
Riomaggiore es colorido, lleno de pasajes y escaleras endiabladas, con muchas vueltas y recovecos. Caminamos varias cuadras antes de poder ver siquiera el mar, y cuando lo encontramos resulta que cualquier esfuerzo hubiera valido la pena. Agua turquesa absolutamente transparente, acantilados, botes, gaviotas, boyas, flores. Repito: no nos daban los ojos. 
Y ahora no me da la energía. 
Ampliaremos... Creo.

A domani!



Puesta al día.

Ayer quedamos en que habíamos llegado a Riomaggiore, en Cinque Terre. Se trata de un pueblo pequeñito y colorido que cuelga casi de los acantilados de un mar verde y transparente, pueblo que desde la carretera solo va en bajada, lleno de pasadizos y escaleras, y al cual no se permite el acceso de autos que no sean de moradores o inquilinos. Nosotros dejamos el Opel alquilado en un estacionamiento que era gratis durante tres horas, en la carretera, a un par de cuadras, y entramos al pueblo. 
Al principio nos costó encontrar el mar. Era como esas pesadillas en las que uno tiene un objetivo y se va aplazando vez tras vez: a una bajada sucedían otras, vueltas, calles encaracoladas, terrazas, y el mar que no aparece. Por fin lo vimos, desde arriba, y tras mucho preguntar accedimos al nivel de las olas. 
Playa de arena no hay en este pueblo. Lo que sí hay es un mirador panorámico espectacular, desde el que se dominan los acantilados, los botecitos y las olas, y a él accedimos, en primer lugar, Alejandro y yo, mientras Marila retrocedía una cuadra a buscar a Teresita, que estaba esperando a ver si el descenso no era muy dificultoso, sentada ante la mesa de un café, capuchino de por medio. Al fin nos encontramos los cuatro, recorrimos algo del mirador y nos sentamos a merendar en un barcito frente al agua. 
Una gata estaba sobre la mesa, y se dejó desalojar sin mayores resistencias.
Pasado el rato, mientras Ale iba a buscar el auto para acercarlo a nosotras, Marila y yo nos adentramos más en el pasaje que se abría a partir del mirador principal, que consistía en una larga vereda con baranda, la que terminaba en una preciosa playa de piedras medio esféricas, veteadas de blanco y negro y del tamaño de pelota de fútbol, más o menos. El agua estaba helada, pero un rato antes yo vi a cuatro personas bañándose muy felices. 
A la vuelta cruzamos las tres mujeres el túnel que lleva a la estación de trenes (porque hay un tren que conecta los cinco pueblos y va al nivel del mar), hasta donde esperábamos encontrar a Ale con el auto. Pero no estaba. Yo me adelanté por una calle de repecho interminable y llevaba caminadas como seis cuadras cuando vi que el tránsito estaba cortado, porque la calle estaba en reparaciones, o sea que nuestro amigo por allí no iba a llegar nunca en su vida. Problemas. Ninguno andaba con celular, y Tere comenzaba a respirar con dificultades y a necesitar su inhalador. Problemas. 
En eso pasaron dos hombres con pinta de cincuentones pero que resultaron ser septuagenarios muy bien conservados, y les preguntamos hasta dónde podría haber llegado Ale. Hasta el estacionamiento, dijeron, y nos invitaron a seguirlos, e incluso bajaron el ritmo de su caminata para acompañar el nuestro. Al final yo me adelanté con ello, mientras Marila y Tere nos seguían a lo lejos. En algún momento ellas dejaron de vernos, porque la calle era larguísima y llena de volutas, y se hicieron la idea de que Ale estaría perdido por ahí y yo secuestrada por los dos tanos, y hasta parece que me pegaron un par de gritos, pero no las escuché. 
Llegamos al fin al estacionamiento, me despedí de los tanos, y nada. 
E allora?
Marila y yo fuimos hasta el inicio de la ruta, y ni rastros de Ale. Para entonces Tere ya no podía seguir caminando y había conseguido asilo temporal en el hall de un hotel, cuyo dueño muy amablemente la dejó quedarse y le dio un poco de agua. Ya estaba por caer la noche, el aire había cambiado y empezaba a hacer frío. Tratamos de pedir ayuda a los carabinieri pero no entendieron la situación , y nos mandaron de nuevo a la estación de trenes. Hacia allá estaba yendo yo sola, recordando que todas las películas de psicópatas comienzan con un grupo de personas que se separan inocentemente, cuando escuché un grito tan lejano que pensé que era obra de mi imaginación, aunque era en realidad la señal de que habíamos encontrado a Alejandro y podíamos seguir viaje. Él había estado buscándonos por todo el pueblo a las carreras mientras dejaba el auto ilegalmente estacionado, y tenía pinta de exhausto. 
Ya no daba para retomar el plan original de ir a otro de los Cinque Terre, y pegamos la vuelta. 
Nos perdimos un millón de veces. Recorrimos caminos, los desandamos, todo guiado con mapas bajados desde el teléfono y en papel, pero igual. 
Eran como las ocho o nueve cuando hubo que parar a comer, porque con todas las vueltas del día nos habíamos salteado el almuerzo, de manera que paramos en un pueblo cerca de un cartel que ofrecía "ravioles gratinados de la Nonna Carla", y allá fuimos. 
De ravioles gratinados y de la Nonna Carla les quedaba solo el cartel, por lo visto, porque lo único que había era pizza, servida por dos personajes con pinta de expresidiarios: un muchacho de ojos y dientes saltones con el jean roto en varias partes y una mujer cuarentona con los ojos maquillados a lo Cruela Devil, que metían miedo. Las pizzas, cabe señalar, estaban muy ricas.
Seguimos perdiéndonos y encontrando el camino hasta las diez y pico, en que entramos a Barga, cansados pero felices. En realidad el viaje lo hicimos a las carcajadas, al menos las dos parásitas del asiento trasero, que ni manejábamos ni guiábamos la marcha. 
Ya en casa decidimos que el día aún no terminaba y tres de nosotros nos tiramos hasta un barcito, a tomar grappas y moscatos. 
Una buena manera de terminar la jornada.
Y yo hoy ya no doy para más, porque también fue una jornada pródiga en viajes, y además mañana con dolor en el alma dejaremos Barga para ir a Lusignano.

A domani tutti quanti. 


El detalle que faltaba de la crónica de la vuelta de Riomaggiore:
Veníamos ya en plena noche, cansados de una jornada increíble y un poco estresados porque nos habíamos perdido un par de veces, cuando llegó la hora de abandonar la autopista. Salir de la misma implica, en Italia, pagar todos los peajes que hemos atravesado en el camino, o sea que nos ubicamos frente a una barrera y apretamos él botón. Debíamos abonar la módica suma de 6.60 euros. Empezamos a juntar las monedas, para lo cual tuvimos que sacar la mochila de Ale del asiento de atrás y juntarlas con las de Tere. Las pusimos en la máquina y esperamos, pero nos faltaban dos euros. Los del auto de atrás comenzaron a tocar bocina. Pusimos un billete de diez euros, confiando en que las monedas nos serían devueltas, pero la máquina no lo aceptó, porque venía medio arrugado. Los de atrás nos bocinaron de nuevo. Probamos con uno de veinte, y lo rechazó de nuevo. Empezamos a entrar en pánico. Me bajé del auto, y se me cayeron las manzanas que llevaba en una bolsa al costado. Empecé a levantarlas, lo que debe haber provocado un montón de gritos de los otros, que por suerte no escuchamos, mientras la máquina me repetía "usted no puede descender del vehículo. Usted no puede descender del vehículo..." 
En eso, al fin y entre los bocinazos, la cosa se comió un billete, nos dio el cambio y partimos, como quien acaba de ser admitido en el Paraíso. 

A partir de aquí vamos a ahorrar moneditas para cada viaje, o esos son nuestros propósito, al menos.



Jueves de San Patricio en las alturas.

El cielo azul nos encontró a la mañana recorriendo las alturas de Barga. En la iglesia dos hombres estaban reciclando la puerta de entrada. Unos metros al costado me encontré de pronto con el piso cubierto de rositas de madera, fruto de un enorme y verde pino. Junté unas treinta, consideré que las otras miles debían quedarse allí para embellecer el suelo del mirador, y nos fuimos. 
Un nivel más abajo nos detuvimos a admirar un bellísimo jardín y escuchamos a Bach a través de la ventana abierta de una casa de la que salió mi futuro marido cuando viva en Barga. Tiene un auto negro, es todo lo que sé, pero no hace falta más. El resto son minucias. 
Marila, Alejandro y yo hicimos un almuerzo súper tempranero en lo de Aristo, donde comimos una polenta con queso absolutamente inolvidable, le llevamos comida a Tere, que después de la odisea al salir de Riomaggiore decidió que este sería su día al interior de la Casa Cordati, y partimos rumbo a la tarde.
El plan era ir hasta un parque natural en lo alto de las montañas, pasando por un par de pueblitos más que pintorescos. Llegar a Tereglio fue toda una aventura, porque la carretera es empinadísima y llena de bucles cerrados, además de angosta y al borde de un precipicio el 98% del tiempo. El viaje tuvo las vistas más espectaculares posibles, montañas verdes, marrones, amarillentas, y al final, a lo lejos, el blanco enceguecedor de los Apeninos en sus picos nevados. Unos panoramas tan abismales que nos dejaron sin aliento, pero a la vez entre los precipicios, la carretera angostita y las curvas cerradas mis mariposas interiores entraron a desbundarse y de pronto me encontré jugando solitarios en el ipad para no ver y no pensar. O sea, en buen criollo, que iba cagada hasta las patas. Cuando Marila, que manejaba, se puso a entonar mantrams para la tranquilidad no me quedó claro si era por mí o por ella, pero me vino bien un poco de paz interior en medio del torrente de pensamientos precipitosos.
En Tereglio paramos un rato a sacar fotos. Estar parada ahí también me daba vértigo, y más cuando veía carteles con el ancho de las "calles" del pueblo: 1.80 una y 1.30 la otra, oh oh. Una casa, sin embargo, nos gustó, porque tenía la llave puesta del lado de afuera, y lo tomamos como una señal de que debíamos vivir, si no allí, cerca. O sea, en Barga. 
De Tereglio, que estaba a 1488 metros sobre el nivel del mar, seguimos viaje en las alturas buscando el parque natural Orrido di Botti, donde había un hermoso salto de agua, según la información que teníamos. Al salto no lo encontramos, pero sí un arroyo que avanzaba entre las piedras con abundantes cascaditas, de agua total e increíblemente transparente que se veía blanca, gris, verde, celeste. A los costados, un bosque elfo de árboles finos y altos, con suelo de rocas cubiertas de vegetación y aire frío pero purísimo. No había nadie más que nosotros; un auto pasó un rato y siguió su camino, y un gato amarillo permitía adivinar una presencia humana, pero a nadie vimos. El parque funciona, a lo que se ve, en los meses estivales. Hay muchos senderos marcados entre el bosque o subiendo a la montaña, daba para quedarse mucho tiempo, pero nosotros queríamos visitar otros lugares, y nos fuimos.
El camino a Bagno di Lucca empezó muy bien pero pronto se hizo de piedras sueltas y nos enlentecimos al máximo aunque manejaba Ale, que como buen tucumano está más que acostumbrado a las alturas. Después la cosa se arregló, por suerte, aunque paramos en un mirador donde vimos entre las piedras un crucifijo, una cruz de metal, flores y la foto de alguien muerto allí hacía décadas, a juzgar por la imagen. Una muchacha. 
Seguimos viaje. 
Bagno di Lucca resultó ser una pequeña ciudad muy amable y acogedora, con los precios más baratos hasta ahora. Ya no nos daba la hora para baños termales, así que enfilamos a Barga, previa parada en el Puente de Maddalena, que es medieval con diseño futurista y se conserva perfectamente. 
Por la noche la cena fue, obviamente, en Lo de Aristo, donde nos despedimos de don Lorenzo y su familia. Una gata enorme dormitaba en una silla, y solo estaba la familia, porque era muy tarde para Barga: casi las diez de la noche. Don Lorenzo parecía tramar algo con la señora que Marila cree que es su esposa y yo que es su consuegra, y pronto comprobamos que lo que planeaban era sorprendernos. Primero apareció él con una cazuela que contenía sopa de pan y tomate: deliciosísima. Después cenamos (sopa de lentejas, en mi caso) y al rato don Lorenzo nos cayó con una tabla de fiambres, quesos, nueces y una salsa de manzana y cinco hierbas típica dela zona. Por si fuera poco, licor de chocolate: todo invitación de la casa.
Nos fuimos con un abrazo prometiendo volver y es un hecho que lo vamos a hacer, porque don Lorenzo se lo merece, y nosotros también.

Que nunca falte.



Viernes 18: hasta luego, Barga.

Salimos de nuestro pueblito preferido por la mañana, no sin antes despedirnos del signore Giordano, que ha sido nuestro mejor casero en todo el viaje. 
Íbamos con todas las maletas y un par de enormes bolsos con comida, que procuramos disimular lo mejor posible en el auto, para bajarnos y deambular unas horas por los pueblos del camino. 
La primera parada fue en Lucca, el único pueblo con muralla medieval completa y en perfecto estado de conservación. Gruesísima, la muralla. Lucca al principio no me cayó del todo bien, pero al rato me gustó más. Tiene una enorme plaza abierta en el medio, varios palacios interesantes, una torre altísima con árboles en el techo, iglesias muy antiguas y tiendas de artesanías, cerámicas y productos de cosmética y comida de la región de lo más pintorescos. Almorzamos en la plaza mayor, al aire libre, delicioso (lasagna de primo piato y tagliatelli ai fungui de secondo). El mozo me dijo que era bellísima, pero era un tradittore, porque a todas les caía con el mismo verso. Nuestra moza venía de Brasil, de Fortaleza, y se mostró muy contenta de poder manejarse en portugués con nosotros. 
Seguimos viaje un rato, hasta que nos acercamos a Pisa y ya desde lejos asomó la silueta de la torre inclinada. Pisa también (como todos) tiene su parte antigua amurallada. Nos acercamos a la torre y descubrimos que todos los edificios de alrededor eran magníficos: una catedral con puertas gigantescas de metal llenas de relieves y estatuas de lobos en los vértices, un baptisterio y otros edificios de delicadísima ornamentación, incluyendo un duomo que parecía inclinarse para el lado opuesto de la torre. Esta última, cabe señalar, puede subirse, previo pago de entrada y revisación policial con detector de metales, como en todas partes. La susodicha torre es realmente grandiosa, más allá de la inclinación. 
Terminamos tomando un par de capuchinos en la barra, para acceder a dos cosas tan imprescindibles a esa hora de la tarde como el baño y el wi fi, y partimos hacia Lucignano. 

Llegamos a nuestro nuevo hogar por la noche, y cenamos en su restaurante, que es muy distinguido y glamoroso. A partir de ahora compartimos la misma habitación los cuatro. Nos hemos quedado sin cocina ni heladera, sin lo de Ariosto, el signore Giordano y la Casa Cordati, pero ya lo superaremos. Creo.



Montepulciano es el pueblo favorito de los conocedores del vino. Queda en el Val d'Orcia, rodeado de las carreteras más verdes y bellas de toda la Toscana. Coincide con los demás en las murallas, calles de piedra, casas antiguas y palacios e iglesias medievales, en los panoramas que domina y en la proliferación de vicolos (pasajes, callejones) y escaleras, porque el acceso es sumamente empinado. 
La diferencia es que en Montepulciano todo es aún más hermoso.
Hay toda una parte de la ciudad que es subterránea: tumbas etruscas, túneles y bodegas. Uno se topa con un pasaje a otro tiempo y otro nivel bajo la tierra en el medio de una tienda o una taberna. Vas caminando, ves un cartel de tumba etrusca y voilá, there she is. 
En cierto momento bajamos a una antigua taberna a la que se accedía desde la entrada a un palacio. Empezamos a descender una escalera tras otra, nos perdimos y alejamos en un momento, y pasamos a otro mundo. Un mundo de toneles gigantescos de vino, de bodegas oscuras y estancias misteriosas, que terminó en una coqueta tienda de degustación y venta, un par de calles más abajo. 
Los miradores de Montepulciano dominan un panorama de fondo de pantalla de Windows: pasto verde luz, cipreses finutos alineados, montañas a lo lejos, maravilla. 
Sus gatos son gordos, como todos por aquí. Sus lagartijas, verdes y preciosas. Sus perros, coquetos y siempre paseando a sus dueños. 
Amamos a Montepulciano y ¿a que no saben qué? 
Quiero vivir en Montepulciano. 
He dicho. 

Y me voy a dormir.



De Montepulciano a Bagno Vignoni no hay muchos kilómetros, solo un ratito de viaje por el mejor paisaje de la Toscana, pasando por Pienza. Este resultó ser un pueblito amable y lleno de palomas y personas que esperaban algo que creímos sería una procesión religiosa pero al final era una simple visita guiada. La pizza de Pienza es fina y de masa crujiente, en forma de pizzeta que te traen entera acompañada por una tijera para que vos te la vayas cortando a piacere. 
Entre Pienza y Bagno paramos a sacar unas fotos en una parte muy panorámica, donde fuimos saludados por una bandada de motoqueros enfundados en uniformes grises y negros. En eso me agaché a juntar unas piedritas (qué raro, no?) y empecé a encontrar caracoles de tierra pequeñitos, redondos y blancos, chatos, la cosa más linda e inesperada que me podía pasar ahí, al borde de la ruta. Hallé caracoles de cuatro clases diferentes, como quince, y todos caben en la palma de mi mano. Obsesión ideal para viajes, liviana y fácil de ocultar por si no pudiera llevarlos...
Estacionamos a la entrada de Bagno Vignoni y caminamos media cuadra hasta una especie de plaza que al final no era tal, sino otra entrada al paraíso, de las que abundan en esta provincia. Estábamos en un sitio alto, dominando un paisaje infinito y hermoso. Al frente, un sitio arqueológico con varias construcciones enormes de difícil identificación pero con pinta de primitivas piscinas, y todo surcado por caminos de aguas termales corriendo alegremente hasta caer por una cascada rumbo a un arroyo lejano. Salía vaporcito del agua, y la gente se descalzaba y sentaba a la orilla, con los pies en remojo. Un placer!!! Estuvimos un rato dejándonos masajear por el agua y entramos al pueblo. A diferencia de todos los otros, aquí no hay plaza central, sino una enorme piscina de agua caliente y verde, transparente y espectacular. No se permite tomar baños allí, pero hay muchos hoteles con termas, que por la módica suma de 38 euros te permiten el acceso a piscinas e hidromasajes, aunque ya era de tardecita, y lo dejamos por si nos pinta un día lluvioso. Cabe señalar que no creemos que eso ocurra, porque el tiempo está cada vez mejor, con cielos azules y para andar de remerita.
De allí enfilamos a Lucignano, nuestro pueblo, también medieval, también lleno de subidas, pasadizos, iglesias y palacios, otro placer para recorrer sin tiempo, aunque llegamos al atardecer y ya nos propusimos recorrerlo mejor con más luz. Cenamos en un lugar muy cálido y lleno de delicias, y pegamos la vuelta. 
Nos quedan paseos como para tres meses, pero el miércoles pegaremos la vuelta a Firenze, Roma, Madrid, Montevideo.

Snif.


Domingo de ramos varios.

Tras un opíparo desayuno (porque estamos en un B&B) arrancamos Marila, Alejandro y yo rumbo a Lucignano, que ayer vimos de tardecita y hoy queríamos recorrer con luz matinal. 
Ya desde que llegamos vimos que el ambiente era diferente. Reyes y damas medievales se paseaban por las calles, muchos jóvenes con pinta de voluntarios estaban apostados en la puerta de algunos museos e iglesias y unas señoras organizaban todo desde una de las plazas. Era el FAI de primavera: Fondo ( o fundación) Ambiente Italiano... Algo parecido. 
Por una contribución sugerida de tres euros uno accedía a visitas guiadas por todo el pueblo. 
Recorrimos el museo de Lucignano llevados por unos cuantos liceales impecablemente vestidos, preparados con seriedad y con una solvencia y seguridad digna de admiración. La joya del museo es el álbero del Amore, una obra enorme, una especie de joya de metro y pico de altura, que reposa entre pinturas y retablos varios. Visitamos una iglesia muy antigua y enorme con restos de frescos en sus paredes, recorrimos más callejones y miradores, vimos gatos, viejos, vinos y el hombre más bello de Italia y del mundo, hasta que de pronto escuchamos tambores o algo similar y nos asomamos a una calle. Todo un desfile medieval tenía lugar a esa hora, y el pueblo los acompañaba desde las veredas y saludaba a sus conocidos, especialmente a los más chiquitos. Hubo demostraciones de destreza con banderas y varios instrumentos musicales, lo que colgué en videos hace unas horas.
Solo nos faltó ver a un gato gordo, del que los dueños publicaban en un cartel que uno si lo veía podía sacarle fotos, pero por favor se las enviaran por mail a una dirección que ahí constaba. 
Al mediodía, ya con Tere, pusimos proa a Cortona, pasando por Camucia, que debe ser su ciudad dormitorio (Ale dixit). También aquí había personajes medievales, con la peculiaridad de que eran todas mujeres, hasta que llegó un noble varón pelirrojo, con talante reposado y gruesa voz, que ya habíamos visto por la mañana en Lucignano. 
Almorzamos en un bar atendido por un símil Bart Simpson, tomamos un helado deliciosísimo (en mi caso, de chocolate negro con naranja y pistacho) en otro sitio, compramos recuerdos en un local de cerámica y subimos hasta lo alto del pueblo, que en este caso es decir muy muy muy alto. Ya Cortona queda en una subida y se ve desde lejos, pero en el interior del pueblo hay repechos y repechos interminables y maravillosos, hasta que uno accede a la fortaleza, en lo alto, y domina varios valles y un lago lejano. El día no era el más luminoso, pero estuvo bueno. 
Cortona es la tierra natal de Santa Margherite, y hay una iglesia donde se conserva una reliquia de la cruz y donde se supone que estuvo San Francisco. Los gatos son gordos y tranquilos y todos los perros pasean orgullosamente con sus amos, atados con una cuerdita. Los perros, cabe señalar, entran a los bares, a las oficinas y a los museos como si tal cosa, y a nadie le molesta. 
Comenzaba a atardecer. Ya no daba para ver el mejor museo etrusco del mundo. Hicimos los honores a unos chocolates calientes que parecían mousse en taza, me compré un gato de terracota que pesa como dos kilos, y nos volvimos.
La cena temprana fue en Lucignano, donde entre cerveza, vino y vino santo nos hicimos un lío con la cuenta y nos quedaron cinco euros sin justificar, por ahora. 
Mañana será otro día. 
Por suerte, aún en Italia. 

Ci vediamo.


La frutilla de la torta

Para el último día entero del viaje no pudimos elegir mejor destino que San Gimignano. Nos habíamos imaginado algo muy comercial y un poco antipático, una especie de Punta del Este versión Edad Media, pero encontramos un pueblo pequeño, amable y espectacularmente panorámico.
El estilo arquitectónico es muy homogéneo: casas de tres o cuatro pisos, de ladrillo a la vista a veces mezclado con piedras, techos de tejas, postigones marrones, calles empedradas. Ya desde lejos se ven sus torres, las más características de todos los pueblos toscanos. Las torres eran símbolo de prestigio social, y no había familia toscana de peso que no tuviera la suya. En San Gimignano hubo más de setenta, de las que quedan unas catorce, si no recuerdo mal. 
A la entrada hay un ascensor, para zafar de unos cuantos metros de repecho, aunque de todos modos el pueblo puede recorrerse se punta a punta en veinte minutos. No parece haber mucho de extramuros; se conservan las dimensiones de origen. Los comercios abundan en souvenirs, objetos de cerámica y alabastro. La gente es cordial y tranquila. Los turistas abundan pero no molestan. Las palomas son las dueñas absolutas de las paredes, y solo vimos un par de gatos. No entramos a ningún lugar, porque el día y el pueblo invitaban a los ambientes exteriores. Las pastas del mediodía fueron seguidas por los mejores helados de Italia y del mundo, según los carteles orgullosos de la puerta y según las palabras del señor heladero, vestido de blanco y recibiendo a todos los clientes con gracia y simpatía.
En suma: amamos a San Gimignano, que se lo merece con toda razón (aunque en nuestro corazón Barga vive y lucha),